-Pare Tito voy a vomitar-, me dijo el doctor, mientras atravesábamos la avenida y yo lo miré sorprendido. -¡Mire que hemos visto juntos cosas terribles en estos dos años!- Pero me pidió que me detuviera y paré. Soy el chofer de la ambulancia desde hace cinco años y hemos sido compañeros todo el tiempo de su guardia y perfeccionamiento.
Luego fuimos juntos a tomar un café en un boliche del barrio y se tomó un whisky. Tenía una cara de terror o asco que me dejó lelo. Esa tarde, recuerdo, fue variada hasta que llegó un pedido de una zona “bacana”.
Llamaban de un edificio en Belgrano R y cuando llegamos el portero nos hizo entrar sin pedir ni siquiera una credencial. ¡Después se quejan que hay robos! El ascensor nos depositó en un palier de lujo en un treceavo piso. Allí parada en la puerta como ave de rapiña estaba una mujer flaca y con cara de salir de una película de terror. Apenas habló mientras nos acompañaba por un pasillo que desembocaba en una habitación iluminada.
Fue un impacto terrible ver esa figura: las paredes de un rosa brillante, rotas en zonas donde la humedad había hecho estragos, a la izquierda una ventana se abría con su vidrio sucio a un balcón-jardín reseco y abandonado. Allí en el medio sobre una pila de colchones, un enorme cuerpo deforme por la obesidad, inmensa bola de piel que se desplazaba como una oruga casi gigante. Bucles dorados y ojillos aviesos que se escondían tras unos párpados hinchados. Los labios finos se movían rítmicamente en su mandíbula que tenía un perpetuo ajuste a la ingesta de: bombones, masas dulces, caramelos, flanes, tortas, emparedados, ravioles, ñoquis, tallarines y todo, todo lo que se podía engullir en diez o doce horas de vigilia. No caminaba. Hacía casi dos años, que no lo hacía, y la cama que fuera de bronce estaba quebrada.
Permanecía en medio de almohadones de fino lino rosa pálido orlados de puntillas y cintas, encajes y sábanas de linón bordadas por manos amorosas en bellos racimos de violetas y rositas se desplazaban sobre la gelatinosa barriga de ese ser, mientras las piernas paquidérmicas, apenas móviles, agitaban suavemente un aire enrarecido y hediondo a grasa. Por suerte la cubría un hermosa camisa de satén y encaje cuyo canesú flotaba entre una miríada de manchas de salsas y huevo, tomate y chocolate dibujando un trabajo surrealista que se movía acorde al despilfarro de grasa.
Alhajas de oro y esmeralda se perdían en las hendiduras de los brazos. Anillos de rubíes y brillantes, dirimían sus reflejos en la inmensa cama. ¿Cómo había llegado a ser así...? ¿Cuántos años tiene? ¡Veintitrés! ¿Y cuánto pesa? ¿Doscientos pesaba la última vez que la pudieron poner en una balanza? El doctorcito, joven y sano, se revuelve en su delantal blanco, no entiende. El departamento es nuevo, es de muy alto nivel, hermoso se podría decirse.
De repente ingresa en el espacio el Dr. Porfirio Andrade, el decano de la facultad y Tito, unos pasos atrás, petrificado, le toca el hombro al médico que asiste a esa enferma. No pueden comprender qué ha sucedido. El padre desesperado suplica ayuda. Su hija se muere, el corazón colapsa y nadie quiere ayudarlo. La mujer sonríe distraída. Es la madrastra. Callada se recuesta en el rellano de la puerta para mirarlos. Ella no hizo nada, claro, era la enfermera del decano, cuando la joven esposa y madre de Rebeca, se electrocutó con la plancha, hace trece años. La niña la estaba mirando y quedó allí junto a la madre con sus contorciones y su visión perturbadora. Nunca olvidó el olor a quemado que desprendía el amado cuerpo.
El joven galeno, aconsejó sacarla de allí para lo cual había que romper las puertas, bajarla por una ventana interior y luego llevarla a una clínica muy conocida.
Un ruido sofocado y un paro cardíaco, le impidió toda maniobra. Habían llegado demasiado tarde. La otra mujer la miró sonriendo y sólo atinó a sacarle las alhajas.
Después de vomitar Federico le pidió a Tito que lo llevara a tomar un wyski y se fueron a ver “Matrix” a un cine de barrio.
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