No es fácil ser músico, pero es hermoso. La vida transcurre de otra manera. Un concierto aquí, una serenata por allá, un compromiso sin sueldo y la necesidad de ganarle a cada artista un lugar. Es como encontrar una estrella en la constelación con tu nombre, ser dueño de un árbo, vaya, no sé, ser músico te pone frente a la gente como a alguien medio extraño, especial, alegre. ¡Aunque a veces seas más trágico que Mahbeth! Yo soy optimista por naturaleza, me decía Ernesto, mi amigo saxofonista. Yo también, le dije, pero no es tan fácil, cuando tenés que pagar las cuentas y no tenés ni un cobre.
Mi historia es bonita. Desde chico me gustó interpretar música criolla en guitarra. Me extasiaba escuchando a mi padre y tíos, bajo un sauce en las tardes de verano, allá en el sur de mi provincia, cuando cantaban entre vino y vino, chacareras y tonadas. Aprendí bien, en la universidad. Papá no quería que fuese de esos músicos improvisados y noctámbulos, sino un señor. Así, logré mi título universitario en composición e intérprete de varios instrumentos. He vivido un sinnúmero de anécdotas. Y ahora les contaré una tan especial como una canción de amor.
En un viaje que hicimos con un grupo de amigos músicos,
para un festival de esos que en el verano, te devuelven la fe en la gente; nos
detuvimos en un pueblito perdido en el campo. Teníamos sed y hambre. El
boliche, parecía recortado de una lámina de Molina Campos. Reja separando al
hombre de los paisanos. Botellas de ginebra barata y vino tinto en tetra;
moscas y naipes grasientos que brillaban sobre mesitas de madera de álamo
ennegrecidas con humo y tierra. Mugre, mucha mugre. De unos piolines caían unos
salames grises, viejos y secos. Un queso bajo una campana de vidrio ordinario y
vasos facetados de todo laya. Ninguno igual. Los parroquianos, verdaderos
hombres de campo, puesteros cuyas manos endurecidas de pialar ganado cimarrón,
de alambrar campos inhóspitos a pura mano y abrir pozos en medio de los
pedregales con pala y pico. Ropa gastada y antigua. Alpargatas deformadas en
sus pies callosos y con nudos artríticos. Sombrero infaltable y el cuchillo, en
la cintura, por si acaso.
Nos sentamos en una de las mesillas y pedimos bebidas
cola. Nos miraron con desprecio y ofuscado el gringo, nos sirvió un vaso de
vino tinto a cada uno. Cuando vieron las guitarras se vinieron como abejas al
polen. Despacito se fueron arrimando y con gestos serios y poco expresivos
algunos preguntaron en voz baja nuestro nombre. Otros nuestro destino. Alguno,
si queríamos gastar unas cuerdas para ellos y se armó la guitarreada. Como a
las siete de la tarde cayó un tal Garrido. Ramón Garrido. Puestero de lejos del
boliche. Se acodó en el mesón detrás del enrejado y pidió una ginebra. Atento,
escuchó una cueca y volteándose, pidió un trago para los convidados. Esos
éramos nosotros. Relumbraba el cuchillo en la cintura. Los otros hombres
comenzaron a despejar y salir hacia sus caballos; tomando el camino que los
llevaba a sus puestos de regreso. Seguimos tocando zambas, tonadas y gatos.
Se fue acercando la hora de ir al Festival y cuando ya el
vino nos hacía cabriolas en la panza, nos despedíamos de Ramón Garrido. El
puestero, tomó a mi amigo Baldomero Vargas, gran percusionista en el bombo
legüero, y le ofreció, como regalo, su cuchillo. Mi amigo no sabía qué hacer. Se
negaba y el hombre iba juntando bronca. El “Cholo” Pereda, el otro compañero
guitarrista, le dijo por lo bajo, que le aceptara y Baldomero le recibió el
cuchillo. A cambio le entregó su “querido” pañuelo del cuello, que un amigo le
trajo de Medio Oriente.
Quedamos invitados a su casa para el día siguiente cuando
se terminaba el festival. Así, después de recorrer con el jeep sesenta
kilómetros de camino difícil y cerril, llegamos a un rancho de barro y caña.
Esa era su casa. Entramos a la gran habitación, donde dormían dos pequeños.
Luego aparecieron de a uno otros cinco niños, con caritas curiosas y curtidas.
Ramón, nos llevó bajo un enorme aguaribay y en un tablón, vimos el generoso
banquete que había preparado. Un chivo crocante sacado recién por su mujer, que
estaba embarazada de entre siete u ocho meses de preñez, de las brasas. Jamón
de ñandú, charque, guiso de liebre, queso de cerdo hecho por las manos
hacendosas de su mujer, y un sin fin de verduras cocidas a las brasas. Vino
tinto patero.
Sacamos bombo y guitarras y serenata va serenata viene se
pasó la tarde. Teníamos que regresar a nuestra ciudad. Mañana todos teníamos
que continuar con la vida loca de la capital. Baldomero, le prometió volver en
cuanto pudiera. Lo miramos serios, porque para Ramón, sería un agravio si no lo
hacíamos. Yo, sinceramente ni soñaba regresar a ese puesto lejano. Entonces el
“Cholo” dijo… tal vez, en semana Santa nos vemos. Nos tomó la palabra y comenzó
a decir todo lo que nos esperaría. Chivito, cerdo, y un sin fin de manjares.
Al subir al jeep, Baldomero dijo. Yo, no vuelvo, tengo
que ir a Córdoba a tocar para Semana Santa. Yo, tampoco, toco para las
españolas del ballet de San Juan. Y cada uno recordó sus compromisos.
La mano de Dios, no sólo ataja penales. En Semana Santa, cambiaron todos los planes por razones múltiples y nos contrataron en el sur, para un congreso de médicos locales. Viajamos. Por la mañana del Jueves, estábamos sentados bajo un sauce llorón descansando de tantas fatigas, cuando a lo lejos, vimos una polvareda. Un jinete se acercaba a nosotros. Cuando ya lo visualizamos, era Ramón Garrido. Venía a nuestro encuentro desde su puesto; traía entre sus brazos, envuelto en el pañuelo de oriente su nuevo hijo. –“Acá le traigo al ahijado.” – y le extendió el cuerpecito moreno al Baldomero, que lloraba como un niño emocionado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario