Galopa en el páramo acercándose al
otero para divisar la yegüada. El viento atraviesa la fibra abatanada del
poncho helando y la osamenta de Dióscoro Tortajada. La niebla se va abriendo
para señalar la tropilla con la madrina al frente. Las pezuñas del “Toruno”
quiebran el hielo en los charcos que con la helada se han formado en la
madrugada. Está cansado y dolorido. Ha llegado a comer charque con gusanos esa
invernada. Logró esconder los animales del ojo inquisidor de los cuatreros, de la
requisa y de los maulas. Los indios que merodean saben a dónde ir a buscar. Las
patrullas no.
El hombre tiene que madrugar las
ideas de tanto miliquito afiebrado que sigue al Tigre. Se sienten impunes a las
lanzas y boleadoras del gauchaje y de los castellanos que aún creen en el rey
de España.
Dióscoro Tortajada es hijo natural, su madre es una española maloqueada
por un indio ranquel de la zona de Río
Cuarto. Huyó ella de los toldos y cuando la vieron las beatas y su padre,
embarazada de indio, la echó como a un perro rabioso. Un jesuita le proveyó
asilo en un rancho de la zona del Quinto. Allí vivió evitando los malones y las
levas con otras mujeres despojadas y desechadas como animales sarnosos.
Lo bautizaron con el nombre de su abuelo español Dióscoro Tomás.
Castellano y de prosapia, pero sin una moneda de oro. El apellido Tortajada se
lo dio la abuela materna a quien nunca conoció, porque jamás vino a las
Américas. Y se fue del Quinto hacia la tierra del norte. Allí encontró una
anciana viuda y sola que le dio trabajo, el cuidado de su casa y su hacienda.
Ahora el hijo, con piel clara y fuerza de jaguar, por la mezcla de sangres, se
había puesto al frente. Arreaba majadas de chivos y corderos, atendía
pariciones y marcaba a fuego en las orejas o en las ancas a los bichos que
alimentaba entre los llanos y las aguadas.
De poco hablar y seco; su mirada era profunda y azulada como la
del abuelo materno. El odio metía un hierro candente en su pecho y juraba no
dejar semilla humana en esta tierra.
La tropa pasaba siempre, y él, lograba esconderse para no ser
arrastrado a esa guerra inútil entre criollos, indios y españoles. Veía a su
madre secarse como las pencas de los tunales. Se detuvo el pingo cuando una
yarará se enroscó en la pata y el muchacho con el puñal la cortó en dos, sin
antes poder evitar que los colmillos se hincaran en el músculo del potro. Cayó
este, justo cuando la bífida se retorcía en la arena. Los últimos estertores,
de los belfos espumosos, se acompasaron con los golpes de la cola de la
venenosa. Apeado y silencioso, remató a ambos animales sin olvidar la
diferencia. Su caballo era de Dios y la bicha del demonio. La agarró con fuerza
y como si fuera un lazo, revoloteó el cuerpo frío en el páramo y con un silbo
afilado, se alejó hasta perderse entre las piedras. Al Toruno, lo tapó con piedras, tardó como dos
horas en cubrirlo, como había visto en el corral de los Zúñiga al morir el
Zaino. Así lo hacen los indios, sólo que
ellos le quitan el cuero, la lengua y algunas partes, para llevar a los toldos”
le había dicho el capataz de los Zúñiga. Viejo artero y sabio. Hijo de un
capitanejo y una morena, se había acercado a esa familia noble y envejecía con
ellos.
Caminó con cuidado, donde hay una yarará está su pareja. Debajo de
un tala, allí estaba espiando con sus ojos verdes y su cabeza presta. De un
mazazo con una enorme piedra la dejó reventada en la arenisca.
La yegüa madrina medio espantada coceaba cerca. El olor a sangre
atraería a los pumas que merodeaban la tropilla. Prendió un fuego y mientras
pitaba un cigarro, tomó caña de la bota que le quitara del morral al pingo
muerto. Se acercó a un potrillo ruano. Lo observó y sopesó si aguantaría su
peso. El era alto y magro. Pero de músculos fuertes y secos. El animal bastante
manso se puso junto a él, invitándolo a domarlo. No fue difícil.
Se venía el día y el sol dejaría ver a cualquiera que se acercara,
y todos codiciaban los animales. Se alistó para llevar la caballada del hueco
donde pastaba. Su poncho ya era una brasa humeante sobre los hombros. Lo
apartó. Mató el fuego con arena y comenzó el camino hacia la casa.
El polvo que levantaban las pezuñas lo delatarían si no les
envolvía las patas con arpillera. Las patadas y coz arreciaban, ningún animal
aceptaba el traperío bochornoso.
Igual las ató. Arrastró la tropilla desde el páramo al potrero de
junto al río. Allí, lo esperaba una negra con mates y tortas calientes de
chicharrones recién cocinados.
En ningún momento le dijo gracias. Era normal su mal carácter. Las
muchachitas se agitaban a su alrededor y no las miraba siquiera, era medio
indio y tenía piel blanca y ojos azules como el abuelo. Lo distinguía el pelo
negro azabache y su nariz de ranquel. Su madre empeoraba y no había caso, el
único médico había seguido a las tropas de regulares del ejército.
Taciturno, le pidió a una mayora, negra vieja y cumplida, que le
preparara un baño en la habitación de arriba. Allí se adormeció. Soñó con ser
español entero. Pero dentro de su alma clamaba por la libertad propia de los
nativos. El era libre como el viento sur que azotaba los montes, era como los
pumas y las liebres. Su parte ranquel pesaba.
Me quedo allí, perdida en
la imagen como si se esfumara mi cuento. Recordaba los relatos de Dulce Amor,
mi nana vieja y los libros que me leía tía Leticia. Ahora no hay malones, hay
asaltos por pandillas, tiroteos por carteles de drogas, matanzas políticas. En
una palabra como entonces se trata de silenciar a los periodistas y a los
ciudadanos nobles que buscan la verdad.
Llegó Armando, tiene frío y me pide unos mates bien calientes como
a él sólo, le gustan. Trae de la calle malas noticias. Un piquete de un grupo
radicalizado que con los rostros cubiertos y largos caños metálicos, han roto
vidrieras y autos en el centro. Así nunca se podrá lograr paz en nuestro
territorio. Es igual a aquel tiempo de 1835. Pero diferente.
No imagino a la gente
caminar por calles de barro, con esos largos vestidos las mujeres y a los
hombres con ponchos y botas de potro. El olor a estiércol nos penetra después
de las seis o siete de la tarde cuando los cartoneros rompen las bolsas de
residuos para robarle al hambre algo que sirva. Hay quien dice que sirve para
la ecología. Yo siento que tan sólo es Pobreza y de la peor. La miseria de la
ignorancia y abandono de quienes tenemos la obligación de educar. Los mates
están languideciendo. En la tele, busco algo mejor que ver y me encuentro con
el opio generalizado de fútbol. En cada canal, en cada espacio hay un partido o
un comentarista hablando de tal o cual jugador o equipo. Todos ganan millones
de euros o dólares, pero el país está cada vez más empobrecido. Quiero
olvidarme del hoy y regresar a mi computadora para desdoblarme en el ayer y en
otra. Quisiera saber si fue mejor el “antes” o el ahora.
Armando se ríe, me sermonea
porque dice que siempre fue igual. El poder pudre mi querida y nunca hubo
guerras o luchas, sino por dinero que es según algunos vil metal, pero que
todos quieren poseer. Suena el timbre. ¡Cuidado! No se puede abrir sin
constatar muy bien quién llega.
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