miércoles, 16 de noviembre de 2016

CUENTO 1ª parte "LA ROCA Y LA CASCADA"

El paso imperceptible de su pie transformaba levemente la selva. En la espesura verde, nada estaba inmóvil, excepto su cuerpo frágil. Tenía que llegar pronto. Un príncipe esperaba sus adornos divinos. Ella era la mensajera que transportaba el collar y la diadema recién terminada por los sacerdotes. El templo casi despoblado estaba en medio de la enmarañada fronda húmeda. La larga fila de servidores llevaban a su "dios humano" sobre los hombros. El joven tenía que cumplir con el rito sagrado. Ella era la servidora. Hacía tres lunas que después de su primer sangrado la había separado el Chamán para su consagración definitiva. Su largo cabello se enredaba en las ramas bajas de los ficus gigantes. Arrancaba su manojo de pelo y continuaba ágil por la tierra mojada. El perfume de hongos y musgo le advertía la presencia de alguna alimaña escondida. Se detuvo un instante a contemplar una magnífica cascada que desgajaba una miríada de gotas de agua. Estaba espejada en ese arco iris húmedo. Las rocas eran negras entintadas de vetas rojas y esmeraldas. ¡Ya se acercaba al final del recorrido! Su cuerpo desnudo, sólo cubierto por pequeñas plumas blancas que tenía adherida con la sabia de los ficus y otras plantas, le daba un aspecto de ave. Su mórbida piel morena y fresca, parecía cubierta de cristal. Una fina película de aceites vegetales le rociaban de pequeñísimas gotas de sudor. Su olor se mezclaba con el de las plantas. Qhlextal caminó rápido. Recordó las palabras del anciano Yuxtlok... - ¡Pequeña hay en el valle, al pie de las cascadas unos extraños seres-demonios, de piel clara como la espuma y pelo rojo o amarillo como el sol del mediodía...! Los porteadores de sal, cuentan terribles historias de ellos. Matan con lanzas de fuego a quien no le entrega sus petos y sus tiaras. Sólo buscan el metal de los dioses. No respetan al enemigo cortándole la lengua y luego la cabeza para los dioses... Debes llevar sin ser vista por ellos, los adornos reales. Tú eres la elegida.- Así repetía la fugaz orden la niña. Su rey estaría en breve, listo para cubrir su bello cuerpo con oro y en la almadía del "dios sol", ingresar al lago donde se ofrendaba con doncellas, guerreros y una interminable carga de objetos rituales del metal de los dioses, representando la vida.
            Sus pies parecían alas. Su cabeza era una gran águila, intentando rodear la zona abierta del terreno. Sintió frío. Un sudor acre le devolvió la sensación de estar viva. ¡No era un sueño!
            El olor de una hoguera la hizo detener. Se escondió en la espesa vegetación. Subió a una rama alta de un "canjerana" gigante y comenzó a mirar detenidamente a su alrededor. Avistó cerca de unas caobas y palmeras  un grupo de animales brillantes, que gesticulaban y proferían ruidos desagradables. Parecían hombres. Llevaban unos ornamentos de piel y terribles bestias de cuatro patas. Se deslizó sin hacer ningún ruido. Sus pies parecían alas de mariposa. No hizo ningún sonido que atrajera la atención de las alimañas barbadas. ¡Esos deben ser los demonios de las regiones del volcán!
            Siguió su camino serpenteando el río. Evitó la zona peligrosa. El sol, ese dios amigo, se elevaba entre los helechos enormes. Las orquídeas y bromelias abrían sus magníficas flores para seducir a los insectos y aves que las polinizarían. El mundo continuaba en su rueda infinita.
            De pronto un olor agrio le advirtió una presencia. Se detuvo conteniendo la respiración. Ella había sido entrenada para no hacer ruido. Una bandada de aníes volaron hacia la laguna sagrada, haciendo del cielo un arco iris azulado. Su grito la sobrecogió. Sintió miedo. ¡Terror en realidad, cuando advirtió a ese extraño, casi a sus pies! Estaba echado, agonizaba por la mordedura de una serpiente "saltadora". Su color verde esmeralda la había hecho invisible al demonio de ojos plateados. Se paralizó. Los ojos estrábicos por el veneno la observaban, ya ciegos. La erizada mano morada le tomó el tobillo. Susurraba algo. Ella quedó petrificada. Rápida la serpiente se deslizó por el cuerpo inerte y comenzó a subir por su costado palpitante. Sobre su piel morena, la sierpe, parecía un vástago vegetal  boquí frutada. Una lágrima se deslizó por su rostro. Ya no alcanzaría a cumplir su misión.
            Un sol débil se agazapaba entre las frondas. ¡Ya no llegaría! Su muerte estaba anunciada en la vieja tradición Tarona- Quimbaya. Cerró los ojos y apretó el cuerpo de la "verde amiga" que clavó sus dientes ávidos en sus carnes juveniles. La rápida ponzoña penetró en su cuerpo y se afirmó en  un árbol viejo. Su tronco le dio reparo y suspiró. Moría en el silencio ruidoso de la selva. Junto a sí, el extranjero pálido, seguía aferrado a su pie.


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