EN LOS ESCOMBROS.
Caían
uno a uno los ladrillos seculares. Un polvo agrio atrapaba la poca saliva que
quedaba en la triste garganta cerrada del obrero. Era uno de esos inmigrantes
atormentados por el hambre. Era un hombre solo. Pobre. Hombre sin esperanza,
casi. Soltó el pico y acomodó un ridículo sombrero en su cabeza. Amoratadas
manos duras sobaron el pescuezo secando el sudor. Se escupió esas manos
embarrándolas. O no. Se refregó y continuó con su obra. Pensaba en el tiempo
que le quedaba para el crepúsculo. A esa hora, las siete u ocho, regresaba a su
habitación compartida con otros parias como él. Una línea más de ladrillos y
llegaría hasta el piso. Había sido hermosa esa vivienda añeja. ¿Por qué la
demolían ¿ Aun sirve, pensó? Yo no tengo casa y ellos destruyen ésta tan
hermosa. Su boca siempre cerrada no admitía una réplica. Había visto poco al
arquitecto. Lo contrató apurado. Estaba siempre apurado. Por las rendijas de
puertas viejas, despintadas, lo espiaban ojos invisibles. Él sabía. A veces se
entreabría una celosía gastada y percibía
una presencia humana. Nunca vio a nadie en realidad. El calor era
sofocante. El polvo penetraba en sus más íntimos orificios. Estaba solo. Siguió
mecánicamente con el pico, rompe que te rompe. Su mente se fue como ave
migratoria a un territorio ajeno. Se fue lejos. Sólo quería que el sol se
disparara hacia el poniente.
El hierro dio
un golpe agudo. Chispeó en una losa de granito. Se detuvo. Se alejó un instante
y se prendió a la botella de agua. Estaba tibia. Gorgoteó en su garganta
reseca. Sintió alivio. También asco. Estaba muy caliente su agua. Quizá en otra
región la gente fuera más solidaria. Allí eran de arena, escurridizos, secos,
muertos. Se sentó bajo un árbol que daba una sombra enorme. El verde era un paraíso
de frescor impensado. Ya hacía tiempo no sentía dolor en sus músculos
agarrotados. Cerró los ojos un minuto. Sintió un perfume a madera de nogal. No
supo de dónde provenía. Se quedó quieto, allí, sin siquiera atinar un suspiro.
Cuando se incorporó necesitó un esfuerzo inusual para volver al pico.
La losa
estaba allí, con una inscripción, apenas perceptible. Tal vez no debía tocarla.
Pensó en esperar al patrón. Y dejó ese rincón para luego.
Sintió que
mil ojos invisibles lo observaban. Se sentían los metales herrumbrados
mordiendo en las fallebas de ventanas y puertas. No vio a nadie. Ellos estaban,
seguro ellos estaban, aunque no se mostraban nunca. Buscó otro ángulo de la
vieja casa. Comenzó a demoler la chimenea. Era bella, recubierta de mayólicas
pintadas. Un magnífico escudo labrado en bronce; y pintado. No alcanzaba a leer
lo que decía. Tomó la decisión de no
romper las bellas piezas. Con una pequeña azuela comenzó a hurgar en el
pegamento que las incrustaba en la chimenea. El tizne saltaba entre los colores
frescos y caía como lluvia imperceptible. Era sorprendente con la facilidad que
podía desprender los pequeños cuadraditos. Fue haciendo un atadillo y los
escondió entre los montones de escombros. Sintió que a medida que se
desprendían iba apareciendo una madera noble de color claro. Alguien, en algún
momento de su historia, había escondido en ese lugar algún secreto.
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