jueves, 10 de noviembre de 2016

CUENTO 2ª PARTE



EN LOS ESCOMBROS

Raspó y descubrió un agujero. Estaba realmente alterado. Eran ya dos cosas extrañas para un solo día. Se quedó quieto. Apoyó el pico y la azuela contra la losa de granito y automáticamente comenzó a su alrededor un raro movimiento. Se deslizaban haciendo un mágico ruido sordo. Hipnotizado comenzó a mirar el hoyo profundo. Al abrirse totalmente, se vio un muñeco hecho en paño de lana, crines, ojos de cristal y de apariencia humana varonil. Tenía un afilado estilete de acero toledano atravesando el frágil cuerpo. Parecía la imagen de un enano. Pero con forzada dificultad lo tomó sacándolo del insólito escondrijo. Lo acomodaba en un rincón cuando comenzó a ver que gente de todas las edades comenzaba a caminar por pórticos, aceras y calle. Como autómatas todos convergían en el amplio habitáculo. ¿Eran espectros o curiosos? Él, no entendía nada. Era muy ignorante. Además el terror lo petrificaba.
La tarde se estaba acostando sobre la construcción desmantelada. El jornalero sudoroso se afanaba entre ese sin fin de ojos acuosos. Buscaba un lugar por dónde huir. Ya no hacía el calor sofocante de la tarde, pero sintió igual la fiebre que le secaba la garganta agostada. Salió disparado.
La noche cubrió el edificio. Una figura fantasmagórica atravesó el portal derruido y se agachó en el frío pavimento antiguo. Se deslizó por el oscuro agujero y desapareció en las sombras. Un helado viento comenzó a mover las hojas del árbol y algunas ramas débiles comenzaron a quebrarse en una danza sutil. Nada hacía prever los sucesos que luego acontecieron.
Al regresar el día y aportar la canícula  lujuriosa de enero, el obrero destapó su miserable rectángulo personal en la demolición. No encontró nada. No estaban las tejuelas, ni las mayólicas, ni el pico, ni la azuela. Nadie aparecía en el desmedrado edificio desmantelado. Se acercó a la cavidad pétrea y allí hecho un ovillo encontró al arquitecto con un estilete atravesado en la garganta. Su mirada extraviada en un punto alejado. La mano en un gesto infantil de pánico. Ni una gota de sangre. Ni un grito en la noche. Nada. Su traje de estricto corte inglés, su reloj de oro, su blanca camisa de seda y sus zapatos impecables. En la mano que estaba bajo su cuerpo, una moneda antigua con el noble emblema de la familia. En el augusto escudo un lema en latín: Verum moritura sumus.
El hombrecillo atrapó desconfiado sus ínfimas posesiones y salió corriendo en la calle empedrada. 

     

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