EN LOS ESCOMBROS
Raspó y
descubrió un agujero. Estaba realmente alterado. Eran ya dos cosas extrañas
para un solo día. Se quedó quieto. Apoyó el pico y la azuela contra la losa de
granito y automáticamente comenzó a su alrededor un raro movimiento. Se
deslizaban haciendo un mágico ruido sordo. Hipnotizado comenzó a mirar el hoyo
profundo. Al abrirse totalmente, se vio un muñeco hecho en paño de lana, crines,
ojos de cristal y de apariencia humana varonil. Tenía un afilado estilete de
acero toledano atravesando el frágil cuerpo. Parecía la imagen de un enano.
Pero con forzada dificultad lo tomó sacándolo del insólito escondrijo. Lo
acomodaba en un rincón cuando comenzó a ver que gente de todas las edades
comenzaba a caminar por pórticos, aceras y calle. Como autómatas todos
convergían en el amplio habitáculo. ¿Eran espectros o curiosos? Él, no entendía
nada. Era muy ignorante. Además el terror lo petrificaba.
La tarde se
estaba acostando sobre la construcción desmantelada. El jornalero sudoroso se
afanaba entre ese sin fin de ojos acuosos. Buscaba un lugar por dónde huir. Ya
no hacía el calor sofocante de la tarde, pero sintió igual la fiebre que le
secaba la garganta agostada. Salió disparado.
La noche
cubrió el edificio. Una figura fantasmagórica atravesó el portal derruido y se
agachó en el frío pavimento antiguo. Se deslizó por el oscuro agujero y
desapareció en las sombras. Un helado viento comenzó a mover las hojas del
árbol y algunas ramas débiles comenzaron a quebrarse en una danza sutil. Nada
hacía prever los sucesos que luego acontecieron.
Al regresar
el día y aportar la canícula lujuriosa
de enero, el obrero destapó su miserable rectángulo personal en la demolición.
No encontró nada. No estaban las tejuelas, ni las mayólicas, ni el pico, ni la
azuela. Nadie aparecía en el desmedrado edificio desmantelado. Se acercó a la
cavidad pétrea y allí hecho un ovillo encontró al arquitecto con un estilete atravesado
en la garganta. Su mirada extraviada en un punto alejado. La mano en un gesto
infantil de pánico. Ni una gota de sangre. Ni un grito en la noche. Nada. Su
traje de estricto corte inglés, su reloj de oro, su blanca camisa de seda y sus
zapatos impecables. En la mano que estaba bajo su cuerpo, una moneda antigua
con el noble emblema de la familia. En el augusto escudo un lema en latín:
Verum moritura sumus.
El
hombrecillo atrapó desconfiado sus ínfimas posesiones y salió corriendo en la
calle empedrada.
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