DESIDIA
El
maestro llegó en su moto justo en el minuto en que se desplomaba la última
pared que quedaba en pie. Venía para ver qué sucedía con la pequeña Rocío que
no asistía a las clases desde...hacía como un mes y medio. Su asombro lo dejó
entre extasiado y desesperado. No podía comprender cómo se puede destruir una
casa como esa. Recordaba cuando el era niño y pasaba por ahí. Estaba construida
con buen material y diseñada por arquitecto e ingeniero. Tenía todo lo que una
familia de clase media trabajadora podía necesitar. La buena señora Adelaida,
la dueña, había plantando toda clase de vegetales, árboles que yacían como
esqueletos afiebrados en el secano ahora. Vio por primera vez a Chacho, el
hijo, ese muchacho mimado que nunca logró hacer nada. Chacho estaba allí parado
sin moverse. Las manos en su enorme cadera flaca. Huesos y piel era lo que
quedaba del hombre que criaran Adelaida y Floreal, el padre. Una mujer, la
madre y esposa del padre de sus hijos, contemplaba las ruinas con mirada de
idiota. Los niños, nueve, lloraban. Sucios como siempre, desvalidos y ansiosos,
se le acercaron buscando una respuesta. ¿ Qué podía hacer él?
Llegaron
los bomberos, tarde, porque en realidad ya no eran necesarios. La casa se había
comenzado a morir cuando los viejos murieron. Chacho era incapaz de mover una
mano para trabajar. Todos los días tenía el pretexto locuaz para no salir a
trabajar. Esa palabra era tabú. Él no había nacido para “romperse el lomo”. La
lluvias, los vientos, el descuido...hicieron el resto. Como un cáncer la casa
se fue destruyendo. Nada quedaba de la que fuera la mejor casa del barrio.
Quedaba el grupo familiar como los miles de desamparados que viven en las
calles. Pero en el caso de Chacho y su mujer, por no querer aceptar la dignidad
del trabajo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario