Imagínate ver a la Joaquina en los corrales
con las chivas mansas, ordeñando sus ubres rebosantes de caliente leche
espumosa. Cantando coplas, mientras las manos diestras aprietan las tetillas y
cae el dulce jugo en un balde para hacer quesillo. Imagínate, Ramiro, el balido
urgente de tanta cría hambrienta. La Joaquina conoce a cada cabra por su nombre y a
sus crías las va bautizando cuando nacen y ella les corta el cordón ayudando a
la hembra en parición. Es hermoso ver el techo del rancho con la cumbrera a
pleno de pértigas donde cuelgan las pequeñas formas de queso de color ámbar que
se desembarazan de la grasa fina. Es un lujo del campo, Ramiro, acercarse y
oler ese aroma a vida. Hay horas en el día que se penetra de aromas ancestrales.
Algunas veces la Joaquina
canta o llama con un silbido a las cabras que vienen a su lado. ¡Claro que la
reconocen! Si es como su familia ese puñado de pequeñas bestias cálidas y de
piel suave, con pellejas de variados tonos del blanco al marrón oscuro o negro.
Ella, la pastora, nunca tuvo hijos. Pero vos Ramiro verás cuando llegues que
ellas son sus hijas. Nunca ha venido a la ciudad, la Joaquina nunca salió de
su rancho. Mañana cuando vayas, y le digas..., si no se muere, quedará violeta
del asombro. Estará inmóvil del espanto. Sé dulce y tierno cuando se lo digas.
Nunca salió del rancho, nunca vino a la ciudad y no sabe cómo es la vida fuera
de ese allí. Venir a morirse ahora el patrón Don Braulio. Los hijastros vender
el campo, ¿qué vamos a hacer con ella?
Morirá de pena.
El ruido del auto de Ramiro
despierta el balido de las cabras. Sale Joaquina a recibir al primo que viene
de la ciudad. Él nunca se imaginó encontrar a tan hermosa mujer en medio de la
tierra árida e inhóspita de la sierra. No la conoce. Es tan bella y tan ingenua
como las flores del cardón que aprieta en su rústico vestido. Su cabello largo,
suelto al viento, la envuelve como una mata de “barba del diablo” de color del
trigo. El calor la apura y encierra rápido los animales entre los palos corraleros
y las pircas que aun sobreviven a los viejos nativos de la zona. Prende un
farol de vieja data y se entretiene en el fogón con un puchero. Saca una
botella de leche fresca y corta rodajas de pan casero, jamón y choclos
hervidos, que son el alimento, comen con el zumbido de los jejenes y las
chicharras, cantando junto a los grillos entre los jarillales del patio. Apenas
hablan. Ella llora en silencio. ¿Qué hará con la “Preciosa”, la “Blanquita”, la
“Rubia” y la... una a una va nombrando sus cabras. Se desparrama un poncho de
tristeza junto con el sol que dormita entre los quebrachales.
Amanece
calmo. Joaquina está lista. Abre los corrales para que
las amigas pasten por su cuenta. Ya vendrán los nuevos dueños. Se lleva varios
quesos y muy poco de sus pertenencias. ¡Tiene tan poquito y necesita tan poco!
Sus ponchos hilados con la lana de la“Redondita” y del “Terco”. Sube muda, al
coche, y van dejando huella de polvo seco y blanquecino mientras se alejan del
rancho.
Llegan a la casa del centro. Le
aturden los ruidos y el movimiento histérico de toda esa gente que va y viene
sin rumbo seguro. La dejan en su cuarto. Se mira por verse en un espejo y
descubre que ha envejecido diez años en un solo día. Llora la Joaquina.
Pasan unos días. No va a ningún lado
atolondrada por las estridencias que siente a través de los muros. Una mañana
cuando Ramiro, Jimena y el niño, comen en la cocina sienten un extraño ruido.
¡Sorpresa! La buena muchacha en su angustia ha roto el tabique con lo que
encontró a mano, un viejo tenedor de alpaca. Quiere buscar del otro lado los
rostros amigos, su nueva familia, que asombrada la observa y comprende. Jimena se incorpora y la abraza. No es fácil
consolar a Joaquina, pero su cariño
alimentará la certeza de que no está en el mismo infierno como ella cree.
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