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Agapito siguió a la yegua
madrina con la tropilla chusca. Tenía que aceptar, cabeza gacha, con las
órdenes de misia Eleuteria, su patrona.
Desde que
don Juan Leoncio murió, esa mujer se había estropeado la sesera. Pedía, exigía
y ordenaba cosas cada vez más locas. El peón sabía que era más práctico ir a la
feria del agro a comprar un padrillo y dos o tres yeguas como “Aurorita”, la
madrina que ya vieja y mañosa no tenía
potrillos y pateaba cuando los chúcaros la querían “cubrir” pero no le podía
discutir, ella creía saber todo.
El potrero
sur estaba atestado de potros ordinarios, de poco valor que nadie quería. Con
sus coces, rompían los alambrados y el potrero era un asco. Una tormenta de
truenos y refucilos, los espantó tanto que corrieron dislocados en todas
direcciones, cayéndose algunos y quebrados sus patas otros. Luego fueron
cayendo en el barranco del río que venía borracho de aguas turbias. Era como
fuego húmedo y lodo. Los animales se alejaban como cadáveres de la Apocalipsis. Así
había dicho el padre cura en la capilla hacía un tiempo. Así es el demonio,
como el río cuando está bravío y ciego. Arrasa con todo. Y fue así, no quedó nada, o sí, la yegua
madrina que herida y enlodada se arrastró hasta el alto llamando con relincho a
los pocos caballos y potrillos que sobrevivieron.
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