Entró
Purita corriendo con una pequeña caja y se la entregó a Paulina que terminaba
con los últimos detalles del traje de María del Pilar .Las manos nerviosas de ambas parecían pichones
prontos a volar. Golpearon suavemente a la puerta y entró Don
Pedro con su estampa de hombre
ilustre en ese chaqué de negro y grises azulados, que lo hacían más noble aún
de lo que era él en la vida cotidiana. Brillaban los botones de diamante y la corbata de seda. María del Pilar lo miró
con inmenso amor de hija agradecida. Él, le entregó también una pequeña caja
que abrió presurosa y feliz. Un collar de oro y zafiros irrumpieron en el
terciopelo blanco, ella no pudo quedarse quieta y abrazó nuevamente a su amado
padre. Sabía que esa alhaja estaba en la familia desde siempre. Sacó de la otra
cajita una sutil coronilla de nardos, rositas blancas minúsculas, azahares y
helechitos que le daba un pequeño toque de color, le pidió al padre que se la colocara en la cabeza junto
con el velo que le daba un aspecto casi fantasmal, pero con el hermoso
traje que envolvía su cuerpo en seda y
encaje, el porte era de una venus. Ya estaba casi lista. Saldría de allí rumbo a la capilla del convento Del
Divino Amor donde esperaba el hombre que su corazón había elegido apenas conoció.
Don
Pedro cerró los ojos porque unas atrevidas lágrimas trataban de escapar de allí
sin su consentimiento y mancharían su ropa.
Cuando llegaron las monjas del Divino Amor
al pueblo, con sus hábitos color rosa y
velos de nupciales, con silencio
total y permanente penitencia y rezos, había nevado en pleno verano, dejando en
todo el pueblito, la sensación de singularidad, asombro y desconcierto. ¿Acaso
significaba alguna premonición? Tal vez sirvió para que muchos lugareños
revisaran su vida y se prometieran cambios que luego olvidaron.
Pasado el tiempo
fueron llegando muchachas de los pueblos vecinos que se atrevieron al silencio
y a la contemplación.
Recuerdo que en esa
época la abadesa era la Madre Natalia , una frágil
mujercita que por su porte más parecía una niña que la superiora, conductora y
líder, de más de treinta mujeres religiosas. Una noche de agotadora tormenta, rumorosa y afligente,
cuando sólo quedaban las hermanas guardianas rezando en la capilla; comenzó a
sonar insistentemente la campana del torno, por el que la gente del pueblo se
comunicaba con las monjas, sin palabras ni rostros para contemplar. Rompía en
la noche la monotonía de los sonidos, el ruido de la campanilla era persistente
y la abadesa pidió a la hermana Buen Pastor que con la hermana Resurrección,
bajaran a ver qué sucedía allá . Cuando llegaron agitadas y asustadas por lo
inusual del suceso, encontraron un pequeño bultito, que tomaron apresuradamente
creyendo que eran comestibles de algún penitente trasnochado. Corrieron al refectorio donde
estaban esperando silenciosas las otras religiosas...,¡cuál fue la sorpresa
cuando a la luz vieron que allí había un pequeño bebé que gesticulaba ya casi sin fuerzas de tanto llorar! La
abadesa se sentó intimidada, nunca se imaginó que algo así sucedería en esas
paredes.
Yo había sido la
hermana mayor de 17 niños, que habían amado, alegrado y desgastado hasta lo más
íntimo la capacidad de criar a un pequeño más. Apenas le vi, mi impulso
fue tomarlo en las manos y darle calor al cuerpecito.
Sor Natalia me miró y
en su suave pero firme mirada me amonestó. Di un paso atrás. Habló...¡Hacía por
lo menos cinco años que no escuchábamos
una voz humana!
-Hermanas...No sabemos si es niña o niño. Si
así fuera debemos, no sé, llevarlo a otro sitio. Yo con una mirada inquisitiva
pedí autorización para ver al bebé. Ella aprobó mi gesto. Recuerdo las bellas
prendas de encaje, seda y suave lana que envolvían aquella bebita. Desprendí
los pañales y con alegría vimos que era una bella niña. Sana y hermosa como un
capullo. Un suavísimo murmullo de alegría y de estupor salió de las mudas gargantas de las hermanas
que con sus hábitos mal compuestos habían llegado al recinto, rompiendo las reglas. Esa pequeña no era hija
de una rústica , de una mujer imposibilitada de criarla por pobreza y hambre.
Era portadora seguramente de una historia misteriosa que allí no se podía
develar por ser una abadía de contemplativas.
La superiora me la entregó con amor y suave ternura. No
me dio ninguna indicación. Ella siempre sabia, sabía que yo conocía como
sacarla adelante.
Isidro estaba
eufórico. Sus dos mejores amigos habían llegado con sus flamantes chaqués. Lo
chanceaban, jugando con sus nervios a flor de piel, estaba allí con una complacencia
infinita.
Sus padres se habían regocijado
con la noticia del noviazgo y la idea de la boda. Recordó el día que conoció a
María del Pilar, en casa de José. La vio y le pareció que la conocía de
siempre. Ella trató de no demostrar su enorme interés en ese chico, recién
llegado al pueblo desde un lugar algo distante del sitio donde fue criada y
educada. Pero fue muy fugaz la resistencia . Conversaron hasta la madrugada y
se enamoraron. Eran la pareja perfecta, era lógico que pronto surgiera la idea de estar juntos para siempre.
Isidro
miró que por la nave central llegaban amigos de las dos familias. Allí estaba
Isabella, su compañera de facultad, artífice de muchas de sus buenas notas en
filosofía. El rector de su colegio el Reverendo Iñaqui Berrechea, con sus
compañeros de mayor confianza. La esposa
de su médico de cabecera fallecido hacía un año en triste accidente de
automóvil. Cada vez llegaba más gente. En un costado tras las rejas, las monjas
seguían impávidas rezando. Algo lo sacó de ese cuadro. Entraba por uno de los
lados de la nave central Monseñor Callejas. Lo saludó con su acostumbrada
sonrisa y siguió caminando hasta la
sacristía donde debía ponerse la ropa para la ceremonia.
Entre
las personas que entraron, había una figura a quien nadie puso mucha atención,
pero que yo detrás de mi velo y con los ojos hinchado por las lágrimas, advertí
con una extraña sensación de pánico. Estaba vestida de un frío tono gris
azulado, y llevaba su rostro completamente cubierto con un espeso velo del mismo
tono. Con silenciosos y disimulados movimientos, vi que se acercó cuanto pudo a
la actual Abadesa, quien se agachó ante su insistencia en el llamado e
implorando la escuchara. Las palabras debían ser terribles porque de la
garganta de mi superiora salió un sonido gutural de horror y se desmayó.
Rápidamente fue sostenida por varias novicias y por un momento, sólo atinó
a pedir que quería hablar con Monseñor.
Isidro
muy sorprendido comenzó a escuchar que el organista tocaba los salmos que
habían elegido con Maripí, como él le decía en la intimidad, y ella como una
aparición del paraíso ya venía del brazo de su padre por la nave central.
Bellas rosas blancas temblaban entre sus manos
emocionadas. Un brevísimo diálogo se produjo entre el monje y la abadesa.
El hombre desfigurado, pálido y decidido
se plantó frente a los jóvenes que ya
se habían tomado de las manos para ocupar su lugar en los reclinatorios
delante del altar mayor, los observó detenidamente y con voz firme dijo:
-¡Vosotros
tenéis un impedimento atroz que os
impide ser esposos! - ¡Dios ha querido que fuera en este momento que supierais
esta tremenda verdad...,vosotros dos sois
hermanos de sangre, vuestra madre ha revelado hace unos minutos la
singular y desconcertante verdad...!
La
pequeña María del Pilar cayó desmayada en brazos de quien pudo ser su esposo
amantísimo y era allí su hermano. Lágrimas de desconsuelo arrebató las suaves
facciones de Isidro y lentamente su cabello de un tenue color castaño se fue
tornando grisáceo, como envejecido. Se sentó con ella entre los brazos, nada
comprendía. ¿Esos que él llamaba padres, quienes eran ? ¿Esa mujer que había
llegado a destruir su vida, dónde estaba ?
La
iglesia fue quedando lentamente vacía. Murmullos de pena y confusión dejaban a
ese pequeño grupo de personas, atados a una misteriosa verdad, que, ¿ nunca
podrían desentrañar?
Las novicias y las monjitas se
inclinaron como era su rutina frente al Jesús del Divino Amor para rogar por
esos jóvenes cuyas vidas estaban entrando en un túnel de enigmático y oscuro
laberinto .
Lejos de allí en un salón
de una mansión una mujer solitaria lloraba amargamente. Por segunda vez había
traicionado a sus hijos y los había abandonado con igual cobardía que el día
que nacieron. Para ella ya era tarde. Salió al salón donde estaban las armas de
caza de su esposo, lenta, lentamente caminó
y se perdió en la tiniebla, se perdió con su verdad.
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