lunes, 2 de abril de 2018

CAPÍTULO DE UNA NOVELA



 Gran pagano, se hizo hermano de una santa cofradía; el Jueves Santo salía, llevando un cirio en la mano”. CXXXII Antonio Machado.


             Llegaban en grupos de tres o cuatro señoras. Algunas jovencitas, casi niñas. Otras de edad. La Iglesia de la Santísima Inmaculada y San José se  llenaban lentamente de mujeres. Todas con una sola misión: ¡Rogar a Dios y a la Virgen María, para que Delfina Cuenca de Dacosta, regrese a su hogar, donde su enamorado esposo y cuatro pequeños hijos, la esperaban con Esperanza y Fe!
             La madre y la suegra de Delfina las recibían en el atrio. Ambas mujeres, sumidas y consumidas por la angustia aceptaban el cariño de todas ellas,                                                                  mujeres que llegaban asustadas. Muchas ni siquiera conocían a Delfina, pero el dolor y el miedo las unía. Algunas decían su nombre y explicaban como se habían conmovido, con el drama de esa familia. Otras eran humildes esposas de empleados de familias conocidas. La mayoría, esposas de militares, que no perdían de vista el hecho de ser las próximas víctimas. Algunas llegaban en coches importantes. Grupos venían a píe, otras en taxi. Todas entraban y comenzaban a rezar. íLa Iglesia estaba colmada. Entró el Padre Ángel y cesó el murmullo de las  adoradoras. Comenzó la misa. Cuando se leyó el Evangelio de Marcos : 8-34
                        “El que quiera seguirme,  que renuncie a sí mismo, que cargue su Cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá, y el que la pierda por mí, y por la buena noticia, la salvará ¿De qué le servirá, al hombre, ganar el mundo entero, si pierde su vida?”
                      “Les aseguro que algunos de los que están aquí presentes, no morirán si escuchan La Palabra y cumplen con Ella”.

 Luego el Padre Ángel comenzó a mirarlas y aclarando su voz, les habló:
-          Hijas mías muy queridas… Siempre fueron las mujeres, quienes acompañaron al Señor. Allí estuvieron al píe de la Cruz. ¡Él las amó! ¡Pero el amor del Señor no es como el amor humano! Él pide todo ¡Aún la muerte! Pero bien dice nuestro Evangelio de hoy. Quien muere para esta vida; Gana el cielo Eterno.
-    Hijas: “Aún no sabemos cuál es el destino de ésta “mujer, madre y       -esposa”. ¿Una elegida Acaso? ¿Podremos perder la Fe? ¡No seremos como Pedro, que dudó y luego lloró amargamente su debilidad!  “Los valles y caminos serán rellenados, las montañas y colinas aplanadas…Entonces, todos los hombres verán la Salvación de Dios”  Dijo Lucas
-  Nosotros, no podemos desfallecer. Tenemos la seguridad, la libertad y  la serenidad que nos da Cristo. ¿Podemos dudar que nuestra hermana Delfina no regresará? ¿Acaso, no será, éste el Santo Camino que Dios le puso para que ella lo transite? Recemos para que su Fe en María Santísima la ayude en ésta, su Pasión y la regrese llena de júbilo, y pueda dar gracias junto a nosotros por haber visto la cara del Señor, Nuestro Dios.
                                               Amén.
Oremos…
En el momento en que se elevaba la hostia para consagrarla, una explosión hizo temblar el templo. Pequeñas esquirlas de vidrio cayeron sobre los asistentes que se apretujaron bajo los bancos de madera. Un tableteo de FAL, y proyectiles, barrieron el frente de la iglesia. Oportuno un parroquiano cerró las puertas y atravesó un hierro en los enormes ganchos del portal principal. Quedaron encerrados. El sacerdote continuó con la misa temblando. Bendijo con apuro, y señalando una puerta lateral, sacó por la sacristía a la gente que lloraba o enmudecida, se persignaba sudorosa. Los ojos desorbitados de algunas mujeres y el temblequeo de la voz que susurraba incoherencias, fue dejando el templo desierto.
El ruido infernal de sirenas y tiros en la calle, movilizó a los vecinos que intentaban huir de la zona.
Era un atentado en la puerta misma de la iglesia. Un auto bomba destrozado con restos humanos envueltos en una bandera harto conocida se había incrustado en el atrio. Varios choferes de los autos de esposas de militares yacían heridos o ametrallados sobre los volantes de los coches y con sus cuerpos yertos hacían sonar las bocinas creando un caos mayor.
Transeúntes que pasaban por el lugar habían sido heridos por balas y trozos de cemento de la pared del frente. Otros cayeron muertos.
A pocas cuadras de allí, en una plaza, estalló otro artefacto, esta vez, cerca de las oficinas de un banco de origen norteamericano. Siete muertos y trece heridos.
Para la policía el coche bomba estaba preparado para matar a la familia de la mujer que buscaban: Delfina Cuenca de Dacosta.
Los periódicos y los canales llegaban en busca de noticias. Siete Días, Gente y Canal 13 fueron los primeros. Se acercaron al cura que aún tenía puesto los ornamentos de la misa, y bendiciendo daba los óleos a los heridos que lo tomaban del manípulo, para pedirle sacramentos. Se detuvo frente al San José que decapitado y sin el Niño, había caído entre los restos retorcidos del hombre bomba. Junto a la chatarra retorcida, encontró la cabeza del joven, arrancada del cuerpo por el fuerte golpe. Ángel, el sacerdote cayó de rodillas y lloró amargamente con ella en su regazo. La sangre de ese niño-hombre, manchó de sangre el hábito blanco. Sintió que un Iscariote estaba entre sus brazos y él, no había podido hacer nada.
            El reportero sacó una foto que seguramente llegaría a la portada de todos los matutinos. El religioso le rogó  que tuviera caridad con la familia del muchacho, que seguramente no sabría que el joven militara en un grupo armado. Se le rieron pero, rogó con tanto amor que le prometieron ser prudentes.
            Los vehículos militares rodearon varias cuadras a la redonda y comenzaron un rastrillaje por casas y departamentos en busca de los revolucionarios armados. Sacaron a dos otros jóvenes estudiantes para averiguación de antecedentes, dejando un tendal de madres, hermanas y abuelas llorando a gritos. ¡El Terror se estaba instalando en esa zona tranquila!
            La mayoría de las ventanas y puertas permanecieron herméticas ante los golpes y patadas que daban los hombres de la policía. Saltaban trozos de madera y pestillos. Se escuchaban gritos e insultos. Era el caos. Era la revolución proletaria. Ya comenzaba a hablarse de desapariciones de personas. Obreros, estudiantes, banqueros, militares o familiares de ellos, en fin, era un raro aquelarre dudoso. Nadie sabía bien contra qué se enfrentaba.
            La lucha armada estaba declarada. Salió una Ley del Congreso: “hay que aniquilar la guerrilla”.                                               



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