La
añosa señorita Carolyne vivía en la vetusta casa de sus padres y abuelos,
muertos en un bombardeo de la primera guerra mundial.
Amargada,
triste y sola, su jubileo como profesora de matemáticas la dejó pobre en libras
esterlinas y en un retiro absoluto de la vida social de la comunidad. Nadie la
quería ni buscaba su compañía. Cuando cumplió los setenta años, falleció la
única amiga y pariente que solía pasar a visitarla o saludarla por año nuevo o
el cumpleaños de la reina.
Con
unas gruesas cataratas que nublaban su vista y una oscura insidia que opacaba
su alma, continuó con esa dura rutina: la vida.
Hurgaba
en su mente que comenzaba a olvidar ciertas cosas y recordaba obsesiva otras.
El final de la guerra, siendo niña, un soldado la había besado. Recordó vivamente
un vestido violeta, sus trenzas rubias y su ropa revuelta donde quedó llorando
amargamente. Había roto su infancia e inocencia. El pudor hizo que lo
escondiera en su corazón, bien escondido. Ahora afloraba con el olor a tabaco
ye l sudor agrio del soldado. Pronto puso una nube gris en ese espacio de su
mente. Y comenzó a olvidar todo lo doloroso e imágenes desagradables. Soñó con
una juventud que nunca tuvo, donde el soldado era un héroe que la amaba.
Imagino
su cuerpo apretado al pecho de Charles Brooks, el vecino que nunca hizo otra
cosa que saludarla cuando pasaba para el Pub, después de salir de la fábrica.
Un amor que nunca existió y siguió soñando.
Miraba
tras el ventanal y se imaginaba que aquella pareja de extranjeros que vivían
enfrente a su casa, eran ella y su antiguo enamorado. Los fantasmas comenzaron
a rodearla, a vivir romances y amoríos. Buscó el vestido de su primer baile. Se
desató el largo cabello cano y bailó sola abrazada con un Charles imaginario.
Bailó. Bailó hasta caer agotada en el viejo sillón verde, que ya raído, tenía
ventanitas de estopa y crin.
Vio
al soldado que la besó, atado al árbol del jardín. Enojada pensó en dajarlo
allí para que muriera de frío por dejarla abandonada. Lloraba. Sus lágrimas
caían en la piel arrugada de su rostro. Salió iracunda y lo golpeó, lo
cacheteó. Sus manos sangraban sobre la áspera corteza del roble viejo. Ingresó
y siguió bailando. La luna, pronto, atravesó el cristal, mostrando a Carolyne
Burth como una joven abrazada a una figura que tal fuera un boceto blanquecino,
se iba diluyendo entre las sombras de la viaja casa.
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