El
ojo hinchado y un desgarro en el labio. El pelo ralo y quemado. Un calor
sofocante y la humedad evaporando el agua fétida a la orilla del camino. O mejor dicho lo que
fue un camino y ahora es un raro esbozo de terraplén y escombros, entre cuerpos
mutilados y aves carroñeras que arrancan restos de vísceras y piel. El vestido
arrebatado a tirones, apenas cubre un pequeño seno insipiente a la adolescente
mujer de doce años. Majola, se arrastra con un arma colgada de lo que aun le
queda de brazo. El machete troncó su antebrazo a la altura del codo. Un
esparadrapo mugriento intenta esconder la mutilación. Negro de moscas,
succionando la sangre apenas coagulada de la herida, el pobre envoltorio del
muñón, se infecta sin tener futuro. Camina. La fiebre la hace ver visiones.
Entre las matas el movimiento de seres invisibles a los ojos heridos, le
inyectan algo de vida. No está sola como cree. ¡Otra vez no, por Satanás!
Un
punto lejano, entre el polvo, le trae un feo recuerdo y fortalece el terror que
anida en su pequeño cuerpo. Son ellos. Los insurgentes. Un ser tan andrajoso
como ella, aparece entre la maleza del costado de la huella y la atrae hacia un
hueco de barro maloliente. ¡Otra vez no! Suplica con los restos de brazo que aun puede elevar
hasta el rostro de ese ser arrinconado como ella. Se acerca un jeep con
soldados del Frente Revolucionario. El repiqueteo de metralla, golpea la tierra
y sube una nubecilla de polvo para cubrir su dolor. El olor a muerte cubre cada
trozo de cañaveral. Cierra el ojo que aun tiene abierto. No quiere ver el
rostro que la mira. Una mujer de la tribu leonesa, la cubre con lo que tiene de
cuerpo. La cabellera gris, esconde una enorme herida en la cabeza. A su lado un
niño muerto cubierto con moscas y alimañas que corroen su desnudez.
Una
seña de silencio, cubre la boca desdentada para que no las descubran. Un orín
tibio se cuela por sus piernas. Tiene sangre en los pies de cuando los soldados
la sorprendieron en las ruinas de lo que fue una iglesia evangélica en Sierra
Leona. Uno, tres, siete… no sabe cuántos la ataron y la penetraron. Eran
animales feroces entre sus frágiles piernas. Los golpes que le dieron la
dejaron desmallada y casi muerta. ¡Estás
viva aun, Majola! Huyó en cuanto
despertó. La pesadilla fue querer arreglar la ropa y ver que ya no tenía manos.
Ni brazos. Pero colgada de su hombro la metralleta arrastraba el polvo junto a
su fantasmal figura. Sangre. Mucha sangre perdida. Arrancó un trozo de algo que
encontró entre las ruinas y buscó humanos que la ayudaran. Encontró un puesto
del gobierno. Le dieron agua y le vendaron los brazos. Se acercó un liberiano y
le ofreció un diamante por sexo. Le escupió la cara y recibió otra golpiza. Esa
noche escapó.
Ahora
estaba allí, junto a esa madre. Extraña y sola. El graznido de los buitres anuncia su festín de hartazgo. Ya no
siente hambre. Apenas puede mover su lengua dentro de la rota boca seca. La mujer que no habla su lengua,
le hace señas que la siga por la senda que serpentea un curso ligero de agua. Deja
al niño para que la muerte haga su obra. Hay tantos igual a él, que ya no se puede
contar con la mano. Sólo le quita un mínimo cordón que lleva alrededor del
cuello con una bolsa de tela embarrada y mugrienta. Sigue a la mujer. Camina,
ésta, tanteando con una vara que alguna vez fue el mango de un paraguas. Resbala
la niña, y cae. Hay un resto humano cubierto de pequeños gusanos. Generosos
comen, dejando limpia la tierra. Sólo huesos. Al caer, su rostro, encuentra un
ojo blando, acuoso aun fresco, que fue de un muchacho o una niña. Un grito se
sofoca en su garganta reseca. Entre los pocos despojos, hay un brazalete de oro
y un envoltorio que toma con calma. Esconde entre sus hilachas el hallazgo. Con
eso comprará algo. Tal vez comida, tal vez agua… tal vez una hermosa muñeca que
viera hace tiempo en su aldea. La llevaba una niña blanca en los brazos. Ella,
iba con su madre y sus cinco hermanos. Todos muertos por los machetazos de los
combatientes. Mira el cielo. Lloverá, piensa, hay un raro color en el aire. La
mujer voltea la cabeza y se la queda mirando. Señala adelante. ¡Fuego! Majola,
señala las nubes y las primeras gotas caen dadivosas sobre su piel reseca. De
pronto llueve como hace tiempo no lo ven en la zona. Una verdadera cortina de
agua lava las heridas, la sed agazapada en el cuerpo maltrecho de ambas.
Sonriendo por primera vez, ve los ojos de la mujer que la arrastra a la deriva.
Es ciega. Con algo punzante le quemaron las pupilas y ella, se abrazó a la vida
igual. El frente Revolucionario Popular visitó la aldea y aquellos que vieron
los robos y las muertes, fueron cegados como ella. El espeso humo envuelve la zona y pasan dos
patrullas sin verlas. ¡Salvadas
nuevamente! ¿Ésto es la guerra? ¿Ésta la salvación para nosotros los africanos
en Liberia o Sierra Leona? No tiene respuestas. Es sólo una niña de doce
años.
Mientras
la mujer se lava con el agua que corre sonriente en la cuneta, ella escarba en
el bulto que encontró atrás, en el cadáver y se asusta mucho. ¡Diamantes con sangre! Cada uno y todos
esos malditos vidrios que buscan los blancos, los hermanos negros…arrastran la sangre de los aldeanos de
ese territorio. Los deja caer uno a uno en el barro y camina tras la dama
ciega.
Demasiada
muerte. Demasiada sangre y desdicha. Por un puñado de esas feas piedras.
Recuerda a su padre, ebrio, buscando en el lecho del río. Recuerda a su madre,
golpeada para arrebatarle una de esas. Recuerda la vida en su aldea. Ella más
pequeña, ayudando a sus hermanos a zarandear la arena, el agua y el barro.
Igual a este barro con olor a excrementos y muerte. Ahora es una muerta viva,
que camina.
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