El comedor señorial esperaba el brillo de los comensales. Un encuentro
de seres solo interesados en mostrar su poder. Su riqueza en oro y suerte.
Cargando una enorme hipocresía, individualismo y soledad.
Risas apagadas, miradas que se entrecruzan con veladas invitaciones a
practicar deportes de tipo sexual. Exquisitos platos pasan por cada comensal.
El vino corre y el champagne desborda.
De pronto el dueño de casa se incorpora con una palidez azulada. De su albo
e impecable pantalón de lino blanco, una leve cascada de sangre cae en mancha
que se derrama jugueteando por los hilos. Silencio. El hombre se toma los
genitales y de entre sus dedos emerge un tenedor de plata. Agudos dientes se
incrustaron en su piel. Brilla a la luz de las arañas de cristal. No se anima a
arrancarlo. Cae.
Al mismo instante se desmaya una
joven modelo que estaba a la izquierda junto al bello anfitrión herido. Caen
copas y sillas de vino, manchando el bello mantel de encaje en bermellón, que inmaculado fue desplegado esa tarde. Algunos tratan de
ayudarlo.
La mirada extraviada de la esposa se posa en la jovencita y el marido
herido. De la silla a la derecha del sitio se escucha un raro sonido, es la voz
de la esposa del gerente de la empresa, que con fuerza aprieta otro tenedor de
plata lustrada. Corre hacia el jardín y en su falda manchas de sangre insinúan
su poca astucia. ¡Ella no pudo soportar las miradas del jefe a la modelito!
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