LOS VIEJOS
HABLAN CON LA ENORME Y
DOLOROSA VERDAD DE HABER PERDIDO UN TESORO... LOS VIEJOS AMIGOS DE ANTAÑO.
Ramón,
está muy callado hoy. Al amanecer ya estaba en el sillón azul que han ubicado
junto a la ventana que se abre hacia el patio. Ese es el peor de los lugares
del hogar. La pared es de cemento liso, sin pintura y sólo hay manchas,
algunas, claro, de humedad.
Los
pájaros no van a ese pequeño rectángulo gris. Es frío y sin vegetación. ¡Es el
resumidero de la tristeza! Ahí mira desde que sale el sol hasta que Nuria, le
lleva una taza de caldo con cinco o seis fideos. A veces, en escondidas de los
dueños, le pone un trocito de carne, poca porque no lo hacen con mucha carne. Otras,
le agrega una zanahoria trozada que de tanto hervir está sin color. ¡Es tan
mala la cocinera! No sabe hacer comida como doña Josefina, la que se fue o la
fueron los patrones, porque ella sí, ponía todo y en tiempo los condimentos y
verduras. ¿Esto es un negocio, no un centro de caridad! Y se tuvo que ir. Llegó
la nueva. ¡Un desastre!
Ramón
no es muy añoso. Suele venir su amigo Leandro y a el se le ilumina el rostro.
Le cambia la piel, la mirada y hasta pierde esa postura de entrega. Pero su
amigo tiene que tomar tres colectivos para venir a verlo y es mayor. Cuando se
murió la compañera, con los hijos en el extranjero, nadie lo atiende como sería
de esperar, digo yo, no.
El
patrón cobre en el banco lo que manda el hijo de Ohio y la hija de Barcelona,
pero no hay diferencia con el viejo Rolando, que apenas tienen para pagar los
de la familia. Todos son iguales. Pobres y bien pagados. En invierno mezquinan
las estufas. En verano los ventiladores. ¡Ni hablar de la comida! Es un asco.
Ramón
de joven debe haber sido un hombre hermoso. Hay unas fotos en su mesita de luz,
que lo muestran cuando era profesor en la facultad de filosofía. Alto, de porte
altivo, cabello abundante y muy bien vestido. Detrás, en una de la fotos, hay
cuadros que se ven muy buenos, y libros…uf, miles de libros. Además cuando
viene don Leandro, hablan con palabras
hermosas y conversan horas, recordando hechos pasados. Al final es el único día
que el patrón le hace una comida como Dios manda, con fruta y jugo. ¡Claro, no
quiere que se enteren los hijos que le priva al padre de todo!
Antes
le dejaba hablar por teléfono cuando le llamaban ahora le está prohibido. Y eso
que las llamadas son pagadas por los hijos. Pero le aterra que les cuente lo
que pasa. ¡Se va al “carajo” el negocio!
Hace
unos días que Ramón no habla. Se sienta en el sillón y mira. Mira la pared que
cada vez es más gris. Más húmeda. Más triste. Ya no quiere comer ni beber. Está
entregado a la muerte.
El
patrón trajo un médico. No le encontró nada, bueno desnutrición y
deshidratación. Le rogué que me diga qué le pasa. Levantó la mirada y con su
mano delgada me acarició la cara. ¡No, no me pasa ni quiero nada! ¿Sabés hija,
me dijo, todos los seres que amé y amo, o se han muerto o están lejos? Y así,
no vale la pena vivir. Mi mujer, a la que yo peleaba porque vivía limpiando la casa,
se me fue con un ataque al corazón. Yo creía que viviría para verme a mí en el
Parque de Paz, mis hijos están lejos y triunfan en lo que yo, les empujé que
hicieran, mis colegas y amigos se han ido todos por los caminos de la vida.
Yo
no sabía que tenía un tesoro. Creía que la juventud iba a durar por siempre. Me
alejé de Dios, del club, de mucha familia que podría estar cerca y mi soberbia
no me dejaba aceptarla porque no eran gente culta. ¿De qué me sirve los cientos
de libros que leí, cátedras y doctorados que hice o dí? Ahora estoy solo de
toda soledad? ¿Cuántos años tenés? Con tu edad, yo me creía Sansón.
Le
dije que tenía veintiocho años y que me casaba en marzo con el Juan, que es
camionero. Se sonrió. Hacía mucho que no lo veía con una sonrisa. Traje su
comida y apenas la probó. ¡Ramón, yo lo quiero mucho! Usted es como un padre
para mí, no se me ponga tan mal.
No
quiero vivir. Me miró y me pidió que lo llevara a su cama. Allí se acomodó como
un niño desamparado. Lo cubrí con una manta que había mandado la hija de
España. Se durmió, pero antes me puso algo en el bolsillo del delantal. Salí
apresurada porque un paciente de otra habitación gritaba. Cuando regresé estaba
frío. Helado y algo endurecido. Llamé al patrón. Llegó puteando, se le iba el
que mejor pagaba.
Cuando
metí la mano en el bolsillo encontré un anillo de brillantes y zafiros, de
antigua hechura que había sido de su esposa. Fue su amorosa forma de decirme su
amor. Yo lo voy a llorar. ¡Pobre Ramón! ¿Vendrán sus hijos?
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