Comprendí
que debía entregarme. Me arranqué el corazón con la marca amarilla del
chaquetón que arrebaté a mi madre mientras agonizaba. Lloré dos o tres minutos.
Tal vez menos, el tiempo es un ardid en la vida, no tenía instantes para perder.
El sol comenzaba a extinguirse y cubría los cuerpos acribillados. Comenzaban a
ponerse rígidos, los que estaban sobre mí, aun tenían alguna extraña tibieza.
Me encogí en el momento en que las balas atravesaban como a fardos a las
mujeres. Quedé milagrosamente debajo y apenas me rozaron unas esquirlas. Cuando
oscureció, me fui deslizando por la tierra sucia de limo y sangre turbia. Mis
manos estaban untadas de excremento ensangrentado y vómitos. También de esperma
de los hombres que nos violaron. Una a una. Viejas, jóvenes, maduras, feas,
lindas, moribundas y enfurecidas, todas fuimos violadas por ellos. Luego vino
la lluvia de metralla. Bajo los cuerpos inertes escuché las risotadas y los
gritos de triunfo de los soldados.
Tenía
catorce años. Quería vivir. Me incorporé y huí hacia el bosque; y allí
permanecí días y noches imborrables. Comí corteza de árboles, raíces y bayas.
Alguna seta y hasta gusanos de un arbusto podrido. El olor nauseabundo de los
cuerpos había invadido la tierra. Caminé. Alejada de los caminos, abrumada por
el odio y la necesidad. Con sed y dolor; ya no sentía hambre. Hasta había
olvidado qué sabor tenía el pan.
Espié
una granja. Parecía que vivía sólo una anciana. Pero oculta entre la maleza, aceché
los movimientos de la granjera. Iba y venía desde la casucha hasta un galpón.
Sacaba agua de un pozo. En la profundidad de la noche, me acerqué silenciosa.
Un ladrido agudo me hizo huir y esconderme. Salió la mujer con un fusil. Tiró a
ciegas entre los árboles. Luego apagó la lámpara, vi que se movían más figuras.
Eran niños. Se acercaron silenciosos al galpón y sacaron apresurados varios
costales con “algo”. Seguro era comida almacenada. Fui acercándome dando el
frente a la ventana que ocultaban de la luna. Una rústica linterna, seguramente
robada a algún soldado muerto me iluminó. Vieron mi figura inerte, parada sobre
los botines que pude sacar a una muerta en aquel infierno vivido.
Estiró
una horquilla de metal y me atrajo como al espantapájaros más burdo. Adentro la
oscuridad era total. Me sentaron en la tierra de una habitación acondicionada
para vivir. Sobrevivir, diría yo. No entendí lo que me dijo la matrona. Hablaba
un idioma que yo había escuchado hace mucho tiempo en el campo de Polonia.
Era
una mujer sin edad, delgada como un alambre, su ralo cabello cubierto con
trapos oscuros le tapaban el rostro. Sus dedos afilados por el hambre y el
trabajo me palparon la cara, los brazos y mis senos pequeños que pujaban por
aparecer. Trajo un cacharro con agua y me indicó que me lavara. Entonces los
ojos se me habían acomodado y podía ver las siluetas de los otros moradores.
Eran dos niñas vestidas como varones y un muchacho de unos doce años. Todos
famélicos. Calvos y ateridos.
Les
dije mi nombre: Goldi. Dieron un salto hacia atrás. Yo era “judía” un peligro
para ellos. Rosa, te llamas Rosa. Rosa,
Rosa, Rosa, Rosa, repitieron todos en media voz.
Desde
ese día me llamé Rosa. Goldi, quedó en el espacio del tiempo de la muerte.
Pasó
un par de semanas en que ayudaba como todos en las noches y el amanecer.
Partíamos la tierra y usábamos las semillas que nos daba Anna, la Mayor. Arrancábamos
leña, estiércol seco y setas del bosque. Pasaron dos o tres veces, camiones del
ejército alemán, silenciosos y mal entrazados. Los soldados ya no se reían ni
gritaban. Era el tiempo de la derrota. Llegaron después otros soldados.
Ingleses. Rusos. Americanos. Algunos eran limpios y se acercaron ofreciendo
harina, leche y carne enlatada. Comimos de pequeñas cantidades. El cuerpo se
había desacostumbrado a la verdadera comida.
Supe
por Anna, que yo estaba embarazada. Los vómitos eran cotidianos y mi odio
mayúsculo. En círculo hablamos de matar al niño en mis entrañas, pero el
inocente no tenía la culpa. Tomé la más dura decisión, tener ese hijo.
En
primavera, nació una niña a la que llamé Berthe, como mi abuela. Era larga,
robusta a pesar de la hambruna y tenía ojos color chocolate. ¿De cuál de los
brutos que me violó sería hija? ¡Nunca lo sabré! Él tampoco.
Un
oficial inglés ofreció llevarme al puerto para regresar a mi pueblo. Yo acepté.
Abracé a esa gente maravillosa que me ayudó y partí. Nunca quise llegar a mi
comarca. Le pedí a una mujer de la Cruz Roja
que me mandara a América y así con nada y una hija, llegué a Buenos Aires. Ni
sabía que lugar era ese, ni entendía lo que hablaban. Me colocaron en una casa
de una familia judía como sirvienta. No me dieron casi nada. Comía poco y
pronto me escapé. Volví a ser Goldi.
Poco
a poco fui aprendiendo el idioma. En la fábrica en la que me emplearon, se
reían de mí. Yo también me reía, pero de haberle ganado a la muerte. Dormí
mucho en la calle. Comí de los tachos de basura, que en ese país están repletos
de alimentos buenos y luego, un hombre me ofreció su piecita y su apoyo. Me fui
a vivir con él.
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