miércoles, 19 de septiembre de 2018

LA JOVITA.


            
            Las chilcas y las jarillas estaban amarilleando en octubre. Regresaban algunos pájaros al campo para escribir su historia de nido y amor salvaje. La arena se mezclaba con la chepica para esconder lagartijas y pequeños roedores. Comenzaron a aparecer los mangangaes dorados para succionar hasta lo más profundo del interior de las flores silvestres. Ahí nació la Solita. Debajo de un algarrobo a deshora, de madrugada y estando la “Jovita” tan aislada como siempre, la llamó “La Solita”.
            La morenita era hija del maltrato de un tal “Juan Muerte” que rondaba por el campo donde se escondía la “Jovita”. El rufián había detectado el casi imperceptible paso de los pies desnudos de la mujer en los arenales y llegó hasta la tapera y luego de darle de rebencazos, la violó sin pena. Y se fue dejándola tirada como se deja un trasto inservible. El olor indecente permaneció entre las ramas de chañar y caña por largos días. Ella no lloró. No sabía. Su rostro de piel curtida llagada por el sol del desierto quedó retenida en una mueca de espanto y se juró nunca más pasar por el boliche del “Totoral Viejo”.
            Se dio cuenta que había un ser en sus entrañas una noche de tormenta. Sintió entre las tripas el movimiento furtivo de un cuerpo y pensó que “Mandinga” le había regalado un pequeño demonio. Sudaba. Se aferró a la madera áspera de un catre que le diera una vieja que era su madrina. Esperó. Por un rato no se movió. Se quedó dormida.
            Al alba despertó con vómitos y diarrea. Se arrastró al cobertizo de lona y cañizo donde dejaba sus descargas. Las moscas pululaban y el olor la hizo vomitar de nuevo. ¿Qué carajo me pasa? El diablo de adentro me está matando. Salió y se sentó bajo una higuera. Se limpió las piernas sucias de excrementos y ese jugo verdoso que salía a chorros de su boca.
            Jovita lloró. Por primera vez lloró. Seguro que la “Difunta” la podía ayudar. ¿Pero cómo llegar hasta allá por el monte y la arena? Se quedó mirando los pájaros que se acercaban a comer lombrices y camoatíes de las tunas que comenzaban a madurar en las pencas.
            Se apagó la tarde con su tristeza de retirada. El sol con pereza escondió su fuego en el desierto y un flaco aire fresco llegó débil para apaciguar su miedo.              Agachada entró en la tapera. Tomó el huso y comenzó a hilar para hacer los ponchillos con los que truequeaba.
            Harina de algarroba y huevos de aves silvestres era su mejor alimento. Miel de camoatí, alguna gallineta y a veces un quirquincho, llegaba como un regalo del cielo a su estómago acartonado. Pero su panza cada día estaba más grande. Le pesaba subir a cortar leña, acarrear agua del manantial del cerro. ¡Carajo con este puto demonio que tengo adentro!
            El frío y la escarcha, la apretujó a su tapial ceniciento. No le alcanzaba el poncho raído que tenía desde que se quedó allí con la difunta, su madre. La vida la despojó hasta de nombre y apellido. No tenía papeleta y una desdibujada fotografía de una mujer hermosa, joven y de mirada clara era su único bien. Pasó el invierno más cruel de su deshumana vida. Con esa panza que crecía y crecía sin que ella supiera porqué.
            Florecieron las jarillas y los espinillos. Aparecieron las tortolitas y los zorzales y una madrugada comenzó a bajarle un dolor de muerte entre las piernas.
            Salió a buscar aire. Se tiró bajo del algarrobo y sintió que se destripaba por su verija. Perdió un agua traslúcida como sus lágrimas. Gritó como la leona en la madrugada y Jovita, comenzó a sentir que de su tripa salía algo con sangre y grasa blanquecina. Una turbia manguera se enredaba entre ese ser y su vientre. Jadeó. Puteó y recordó que las cabras chuscas del monte mordían el cordón para separar la cría y ella por instinto más que por conocimiento hizo lo mismo. Retuvo la “cosa” y comenzó de nuevo a expulsar un saco de cuero bravo de sangre y mocos.
            Por milagro la “cosa” lloró. ¡Tal vez por el frío o por el futuro que le esperaba! Y la limpió como pudo con agua fresca, envolvió con un ponchillo suave de lana de mara y supo que era una niña. Le miró la cara, las manos y pies. Vio el sexo, comprendió con  pena que el diablo era mujer.
            La beba lloraba y de sus tetas hinchadas comenzó a manar leche y la niña buscó el pezón oscuro y bebió ansiosa a su madre.
            ¿Qué hago? Se lavó bien y se puso la pollera de las fiestas patronales. Una camisa de hombre que tenía en la petaca de su madre y se trenzó las “chapecas” con lanitas de colores. Ató la niña a la espalda y se fue al rancho de la Fidela. La madrina la recibió con mala cara. La indagó ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¡Juan Muerte! Ese hijo de puta se murió en una carrera cuadrera en otoño pasado. Le dieron veinte puñaladas peleando de frente con el Hilarión González. Se había robado a la chinita más chica del Hilarión y la dejó preñada. ¡Era como un diablo! Malo el hombre. Un bruto.
            ¿Y ahora qué hago? Ponele un nombre y acristianá esa niña. ¿Y? ¿Qué se yo? Ponele como tu madre. Se llamaba Soledad Mejía. Se acercó a un arcón y sacó una bolsita de tela desteñida. Tomá Jovita, acá tenés tus papeles.
            Casi arrancó de las rústicas manos el bultito. Allí aparecieron papeles que ella no sabía leer y fotos. Su madre era muy linda. Dame, te los voy a leer.
                        Los Cardales, jueves cinco de febrero de mil novecientos cincuenta y seis. Querida hija. Hoy el médico me confirmó que tengo Chagas y me queda poco tiempo de vida. Mi pobre corazón está tan grande que no puede mover la sangre que necesita mi cabeza para poder vivir. Me muero. Te dejo solita y le pido al Dios de los Cielos te proteja hija mía. Tu padre me dejó apenas naciste tú. Yo vine a dar educación a Los Cardales para alejarme de las habladurías y los chismes. Mis padres fallecieron y no tengo otra familia. Sólo tú. Cuídate mucho. Te ama tu madre Soledad Mejía.

            Y así conoció su historia. Nadie la había amparado. Era una hija ilegítima y en ese tiempo, era muy malo. Le preguntó muchas cosas a Fidela. Acarreó algunos trapos y enceres que le dejó la finada y partió para el cerro.
            Dicen que allí creció la muchacha y envejeció la madre. La hija es hoy una maestra directora de la escuela del desierto lavallino. Hay dos cruces juntas en la ladera de los pajonales junto al manantial. A su lado crece un rosal que plantó la mano de la Solita. Florece cada año para octubre.





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