De pequeña era muy rubia, ojos marrones y de
huesos fuertes. Mis ancestros fueron, seguro, alemanes de las zonas del
interior. Granjeros u obreros. Mi voz era muy bella y cantaba cuando escuchaba
en la radio que tenía Felipe, el compañero de mi madre.
Nací con suerte. Sí, es raro que lo diga
porque mamá me odió siempre pero Felipe su compañero, me mimaba y siempre me
traía caramelos y juguetes que fabricaba en el taller donde trabajaba. Era un
español agradable. Gordo y alegre. Le encantaba ir al mercado con nosotras y
comprar pescado y mariscos. Mamá nunca le dijo que era judía por temor a que la
echara. Ella no podía comer mariscos le dijo un día, y él, encogiéndose de
hombros, le dio un zamarrón sin maldad y le dijo:” Tú te lo pierdes, guapa”. Yo
comía lo que me hacía él en una sartén enorme y perfumada. Me mandaba a la
escuela y aprendí a leer y escribir muy pronto. Eso ayudó a mi madre y a
Felipe, que era analfabeto. Supe eso cuando traje el primer boletín con notas.
Fueron al gallego del
almacén y le pidieron que les explicara qué decía ese cartón. El hombrote se
murió de risa y le dijo: “Vete a la escuela flor de asno”. Aprende y tu vida
cambiará. Pero la que se empeñó en ir a aprender fue mamá. Lástima que la única
escuela que aceptaban adultos era de monjas católicas y Goldi no se animaba a
decir que ella no sabía nada de ese tal Jesús.
No sólo aprendió a leer
y escribir, sino que le enseñaron labores de aguja y a tejer y cocinar. Ella se
fue acostumbrando a vivir así.
Un día la vi que
lloraba como una perturbada. Discutió con Felipe a los gritos. Estaba “preñada”
y no quería otro hijo. Felipe no le hablaba. Él, si lo quería. Pasó el verano y
la panza se hinchó. Y una noche de lluvia torrencial, salieron en un taxi al
hospital. Esa madrugada nació Lucía Goldi. Era mi hermana, bueno medio hermana.
De pelo renegrido, ojos
celestes como los de Felipe y según me confesó mamá su madre los tenía igual.
Era muy frágil, lloraba y los médicos no le dieron muchas esperanzas de que
sobreviviera. Los tiempos pasados en la guerra habían diezmado el cuerpo de mi mamá. Su alma estaba marchita.
Puedo decir que Lucía Goldi, fue más mi muñeca que mi hermana. Yo, con 12 años,
la cambiaba, le preparaba los biberones y le cantaba los tangos de Azucena
Maizani. Mamá la odió hasta los tuétanos, no la quería tocar. No la amamantó y
ni le hablaba. Se crió como una huérfana sin madre.
Una mañana Felipe
amaneció frío, con los labios morados y los ojos en blanco. Vino la ambulancia
y lo dieron por muerto. Era un infarto. Nos dejó sin decir ni una palabra. Pero
nadie nos quitó la casita que él había levantado con sus manos y nuestra ayuda,
entre feriados, sábados y domingos. Mamá sólo me dijo: “Recuerda que éste fue
tu padre, porque siempre te cuidó y te dio lo que nadie te pudo dar” ¡Poco le
entendí! Pero juro que lo lloré por siempre.
Mi pobre Lucía Goldi,
esa sí que no tuvo el amor de nadie, solamente el mío. Crecimos, yo en la
escuela lo conocí a Roberto, el padre era talabartero y la madre una mujer
pequeña; callada y sonriente que me quiso como a una hija del alma. Me casé y
me fui de a un barrio en Berazategui. Mamá no venía muy seguido a verme y supe
por Lucía, que había comenzado a buscar una sinagoga y a estudiar los libros de
su religión en escondidas de los vecinos. Yo me reía, ¡Si en este país nadie
tiene problemas con los de otra religión! Ella tenía incrustada la vida que
pasó en los campos de exterminio. Un día nació mi primer hija. Le dije que la
iba a bautizar cristiana y me maldijo. Prometió que nunca volvería a nuestra
casa. Pero le falló todo porque me enfermé y vino a ayudarle a mi suegra.
Después amó a todos mis
hijos. Tuve siete uno más lindo que otro, pero eran tan diferentes, tenían
pinta de europeos. Alemanes, me dijo un día mi suegro. ¡No se equivocaba! Mi
mamá nunca les relató como fue mi concepción, le daba vergüenza y rabia.
Entiendo el odio que le tiene a los alemanes, pero yo me he leído todo lo que
estuvo a mi alcance para entenderlos. ¿Cómo un pueblo que fue capaz de tener un
Wagner, un Bach, un Beethoven, un sinfín de artistas, escritores y músicos
maravillosos, pudo tener gente tan perversa? Nunca me lo podré explicar.
Mamá vivía con mi
adorada hermana. La maltrataba y no la dejaba estudiar ni salir a ningún lado.
Un día, Lucía me confesó que jamás la tocó y apenas le hablaba. Era como una
paria y eso no lo entiendo porque Felipe, el papá nos dio amor a montones. Nos
cobijó en su casa que arregló para darnos la dignidad que merecíamos como
humanos. A Roberto lo mandaron a trabajar muy lejos, a Río Gallego, a una
estancia cerca de la montaña y así me alejé por años de mi familia. Lucía me
mandaba como podía cartas con una letra difícil de entender, ya que aprendió
sola a leer y escribir, mientras trabajaba cama adentro en la casa de una familia
de Barrio Norte.
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