lunes, 17 de septiembre de 2018

EL VIAJE EN TREN.


                                         

            Trepó como un animal herido. No miraba hacia atrás. Sus largos brazos retenían apenas un pequeño maletín con un secreto. Era el pasaporte en ese mundo hostil al que había ingresado expulsado por sus antiguos camaradas.
            El vapor helado desgajaba en los labios morados un tiritar descontrolado en Wladimir Zokof. Su gruesa barba roja se deslucía entre los rojos amoratados de la piel. Los ojos pequeñitos escondían el terror de su huída. Temblaba con el clima infernal. No hablaba para no mostrar el rostro y para no morder las palabras en los labios duros. La pipa parecía un estricto faro en el amanecer azulado. Pequeñito el fuego transmitía el olor rústico del tabaco negro. Las manos trajinaban en los bolsillos muertos del largo abrigo negro. Apenas unos rublos representaban su esperanza. El futuro era oscuro. En el lejano horizonte el sol anaranjado sostenía al día. Miró sorprendido los bultos que se apretaban junto a sus fardos malolientes. Eran hombres y mujeres apilados en una montaña de mentiras. Allí no había un sólo espacio para la esperanza. Se irguió un cuerpo acercándosele con la mano estirada. Murmuró en sórdido ruso un pedido...dame tabaco. Mientras escupía en el  grasiento entablonado pestilente. El escupetajo cayó entre las viejas botas. No atrevió a negarse. Sacó de su vieja caja de ámbar una porción de tabaco. Le quedaba poco. Sabía el valor de lo que estaba entregando. Nada podía hacer. El sombrío campesino le tocó el hombro con unas manos atroces. Era la manera de comunicarle su alegría. Un rugido agudo atravesó el espacio. Las largas lenguas de tierra nevada postergaban el paso del tren. La dificultad era abrirse camino entre la pesada carga de nieve sobre el hierro fatigado. Los rieles eran lo único visible en el campo. Una mujer arregló su pañoleta y mostró una herida aún sangrante. Era otra desplazada por el régimen. La guerra irreverente la despojaba de su vida de campesina  simple.
De pronto en medio del bramido de los frenos el coche se detuvo. La gente chocaba con las maderas hasta crujir los huesos. Un silenció apretó las gargantas agrias. Wladimir apretó la mandíbula. Sonaron sus nudillos anunciando pelea. Ascendió un soldado desarrapado. Fámelico comenzó a pedir comida y tabaco. La mirada torva amenazaba...pero el frío le daba una imagen cómica. Una matriosca le pasó algo de pan y queso agrio. Un viejo le alcanzó una botella de vodka ordinaria. Él le puso una pizca de tabaco en un papel y con manos trémulas se lo acercó. Sus manos eran un extravío de belleza entre tanto horror. Satisfecho el muchacho, agradeció sin pedir papeles. Suspiró satisfecho, el exiliado, porque no lo había mirado siquiera. Se detuvieron como una hora. El sol insuficiente atravesó la esperanza de recuperar calor. La soledad envolvía al puñado de gente atormentada. El tren no se movía. El frío cada vez más intenso comenzaba a transformar los cuerpos en tallas de piedra. Comenzó a nevar. Él, se asomó por una tabla rota de la puerta. Los soldados ayudaban a los maquinistas a sacar de las vías cuerpos congelados de campesinos. Saltó a la tierra helada y comenzó también a arrastrar cadáveres. La sangre negra señalaba el lugar exacto de la herida. Huellas de color granate marcaban el camino al exilio de las víctimas. De pronto un ruido atronador trepó en su mente. En el vagón que viajaba no sorprendía nada. El viejo coche había dejado de moverse en la campiña. Miró el reloj de oro, escondido, que colgaba de su chaleco. Era casi de madrugada. Algo muy extraño estaba ocurriendo en el convoy. En la nueva Rusia no había espacio para gente como él. Se acercó un joven ayudante de mirada atenta. Con el uniforme desgastado. Limpio. Pidió disculpas. El ferrocarril estaba detenido porque en la nueva organización, el estado, no podía resolver ciertos contratiempos a los "camaradas". Se había cortado el flujo eléctrico, no tenían carbón ni combustible. La gran planicie estaba cubierta de nieve y de enemigos del "régimen".  Deberían esperar muchas horas. El opulento empresario, Wladimir Zokof salió por los pasillos hasta el coche comedor buscando alguien con quién compartir su buen tabaco americano y una charla entretenida. Él, no soportaba ese flujo de cuerpos transmutado en gusanos pestilentes. El dolor de los ojos de los mujik y de las viejas matrioscas pobres era un dedo que permanentemente le señalaban su historia de traición. Sacó la caja con tabaco y encendió la pipa. Tras los vidrios sucios del tren se avizoraba un mundo trágico al que él no quería pertenecer.

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