Nos educaron como
“señoritos bien”, es decir como obscenas personitas sin criterio y bastante
cínicos. Nos creíamos que éramos el ombligo del mundo. No fue culpa de papá ni
de mamá. Era lo acostumbrado en esa época y en ese lugar de un país que se creía poderoso. Hasta
que llegó una política desastrosa. Igual creíamos que éramos los mejores.
Un día se fue enferma
nuestra “Fuensanta” la empleada de toda la vida, que nos crió, mientras mamá
jugaba a la canasta en el club social y papá desaparecía por días y semanas de
casa. Nunca explicaron a dónde iba y en qué trabajaba. Los hijos de Fuensanta,
que era gallega y tenía dos hijos en España y los trajo a América, los crió en
un colegio de monjas y eran muy estudiosos y a diferencia de nosotros, Lucio y
yo, habían logrado títulos universitarios.
Nosotros dos, lloramos
en escondidas, pero mamá pegó tantos gritos que cerré de un golpe la puerta de
calle y me fui con la bicicleta a correr por la orilla del río.
Llegó una chica nueva
que mandó una agencia. Era del norte, no me animé a preguntarle de dónde. Era
joven, tenía unos dieciocho años. Era muy delgada, de cabellos larguísimos de
color negro, lacio y su piel era morena casi color aceituna. Silenciosa y
tímida. Eficiente y curiosa, aprendía rápido con las órdenes que mamá le daba.
¡A veces la encontré llorando a escondidas! Me acerqué a preguntarle que le
pasaba y supe que no sabía usar los aparatos eléctricos en general y les tenía
miedo. Traté de ayudarla. Agradecida
comenzó a hablar conmigo.
Se enamoró de mí. Yo
aproveché su confianza y la saqué a un baile en la costanera, en un sitio
popular. Nos besamos como se besan los amantes.
Papá se enfureció cuando se enteró que
“Chachita” estaba embarazada. Yo la había embarazado. Me echó de casa. Mamá
escandalizada, sacó dinero de la caja fuerte y un valioso collar de perlas de
su abuela y me dio un pasaje a Francia. ¡Vete! Yo me arreglaré con esto.
Nunca supe qué pasó,
estaba obsesionado con perderme de vista. No me veía padre de unos niños con
veintitrés años y sin un título, ni medio de vida. Viajé en el “Princesa
Margarita” del puerto de Rosario. Sólo vino Lucio a despedirme, lloramos juntos
y nos prometimos miles de cosas, entre otras mantener correspondencia.
En altamar, el Capitán
me buscó y me entregó un sobre de papá. Estaba lacrado y era de la firma de
abogados de mi padre. Temblé. Lo conocía. Sí, me había desheredado. Todo había
pasado a manos de mi hermano Lucio. Los campos en Santa Fe, los de Chascomús y
los del sur de Buenos Aires. Yo quedé en Pampa y la
Vía. Sin un cobre y en la ruta a Francia.
Cuando llegué a París,
deslumbrado busqué unos conocidos que por varios días me ofrecieron su casa,
luego un lugar donde quedarme. No sabía bien el francés que en el colegio caro
que había tenido desperdicié estúpidamente, creyendo que nunca lo necesitaría. No
sabía hacer nada. ¡Nunca había trabajado en nada!
Gasté los últimos
billetes en embaucar a una francesita que pensaba escapar de su trabajo en la
gran Ciudad Luz. Ella me llevó a vivir a su habitación en una mansarda de
París. “Montmartre” era un lugar de ensueño para los artistas y yo no soy ni
siquiera un mal poeta. Me fui haciendo cada vez más cínico. Viví de ella y su
trabajo. A costillas de una pobre muchacha que bailaba Can Can en “Maxime”. Le
enseñé a bailar Tango y cada día estaba más enamorada de su “Argentino”.
Pasaron cinco años. Llegó una carta de Lucio. Mamá había muerto y me
necesitaban en Rosario. Me llevé a la “papusa” del barrio latino a la América. Ella no quería despegarse
de mí y yo sabía que papá no la iba aceptar. Con la ayuda de unos amigos, la
instalé en un Teatrito de Rosario como primera bailarina exótica. Me borré de
los lugares inapropiados.
Papá ya me había
perdonado. Comencé una nueva vida con las estancias que me había dejado
heredadas mi pobre madre. Me casé con una “mina” de “guita”. Y me rajé a Buenos. Aires. Sigo siendo el
tipo que se educó como un “Nene de Mamá”. ¡La francesita que me busque, nunca
me podrá encontrar!
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