Homenaje a mi gran amiga Elvira Rosario Castro.
Cuando
llamé a la casa de Adela, no respondió nadie. Ella vivía sola, pero siempre a
esas horas si salía, un vecino le daba de comer a sus mascotas. Dos perros y
una gata vieja afincada desde el verano del 98. Insistí al día siguiente y el
otro y siempre me quedaba sin respuesta. No recordaba el número de la hermana y
menos del otro hermano, que si bien sabía era veterinario, nunca lo había
visto.
Con
Adela teníamos ese tipo de amistad que sólo tienen las mujeres, podés estar
años sin verte o llamarte y cuando te juntás parece que ayer estuviste charlando. ¡Pero me preocupé! Hacía poco
tiempo que regresó de la capital; dejó la loca lucha política por ideales
utópicos y con los brazos caídos, llegó a su antigua casa del oeste, donde
quedaron sus padres.
Me
llamó y nos visitamos. Comimos juntas y hablamos de “todo” hasta de su
indignación por no haber luchado por un amor, que yo conocía, pero del que huyó
como si fuera el demonio.
Logré
el número de su celular y me atendió con una voz de ultratumba. Estaba
internada en el Hospital Mayor. La encontró el vecino con un pequeño derrame
cerebral y se estaba recuperando. Lentamente como nos pasa cuando hemos pasado
cierta edad. Le prometí ir al día siguiente. Y fui, claro, para encontrarme con
una mujer por la mitad. Delgada, sombría y asustada.
Cuando
la dieron de alta fue a dar a un hogar para mayores, muy paquete y con
compañeras y compañeros, que no sabían ni su nombre. Se robaban entre ellos la
comida y al verme me llamaban creyendo que era una hija o hermana. Charlé con
el médico del instituto y me quedé satisfecha, yo su amiga haría de guardiana a
sus necesidades. Después comprendí, que toda la familia estaba atenta a su
dolor.
Y
pasó un corto tiempo en que la vi resurgir; pero no sabía que escondido tenía
un mal mayor. Sus pulmones tomados por un tumor maligno. Así comenzamos a
vernos más seguido, en el Hospital Mayor. La pobreza, el dolor de los que
estaban internados, la falta de elementos y la solidaridad te dejaban
anonadada. Los enfermeros trabajan a destajo y sin medida; no tienen casi nada,
sólo experiencia y amor. Los médicos jóvenes que recién comienzan están tan
asustados como los enfermos, pero luchan para ayudar en todo.
La
soledad de los pasillos, el olor a desinfectante y a comida, es un aquelarre de
perfumes insólitos. Veía gente que buscaba tan sólo un refugio a la pobreza, un
techo, un baño… había alcohólicos que iban y venían por los alrededores
esperando los desechos de la comida de los enfermos. ¡Un horror! Yo nunca había
visto nada igual.
Adela había sido un alto funcionario de un
gobierno democrático, nunca pudo aceptar los sueldos que le correspondían.
Ella, era una devota religiosa y renunció a todo lo que podía señalarla como
corrupta. No tenía nada, sólo su tremenda inteligencia y su amor por la gente y
Dios.
Una
madrugada me llamó Cintya, Adela había fallecido. La persona que la cuidaba era
un transexual, que con ternura y mucha vocación la había acompañado en sus
últimos momentos. Me queda aun la voz de mi querida amiga, militante de los
sueños y utopías, derroche de fervor, inteligencia y capacidad. Le quedó
inconcluso su último libro escrito en portugués, que la hubiera convertido en
doctora de esa bellísima lengua. Su título de abogada y doctora en leyes, quedó
tirado en el piso del Hospital Mayor.
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