lunes, 10 de septiembre de 2018

YARA EN LA SELVA.



La delgada Yara se desliza reptando por el costado del rústico catre. Húmeda y agria. Con el olor persistente del violento sexo vivido. Se arrastra discretamente, pero una ruda mano  trata de atraparla. Ella escapa. En medio de un ronquido, él, escupe una palabrota incomprensible y vuelve al ruido estentóreo. El ambiente todo se estremece. Medio escondida en la penumbra se agazapa y se estira hacia un pequeño hilo de luz. La tabla que sirve de  puerta se desdibuja entre el polvo  en suspenso. Ella desprende una nubecilla del inquieto piso de tierra, polvoriento. Roja, la tierra, se le pega en la piel del vientre, de sus senos machucados y pequeños. Agrede la garganta el polvo ceniciento. Se estira  y acerca sus piernas ávidas, a una palangana con agua que espera en un rincón umbrío. Apaga el ardor de su sexo herido. Desparrama una cantidad en su cabeza. Chorreada y fresca, se trata de lavar el torso. Descubre los moretones que la brutalidad del hombre le ha incrustado en su piel morena. Atrapa un vestidito de algodón y lo desliza en su figura. Tiembla, se sustrae a los ronquidos y los groseros ruidos intestinales. Se desliza hasta la hamaca. Trepa y se queda dormida como un embrión. Duerme. Sueña.
            El cielo brama, se transfigura, trepida. Una lámina transparente de acero cae desde los nubarrones negros, grises, rojos. Un olor penetrante a selva...a plantas que se deslizan creciendo descontroladas sobre un terreno gredoso, que se anega. El techo de palma se precipita en algunos rincones de la casa con mucha agua.
            Corre el hombre a repararlo en medio del acoso de la tormenta. Ella está pálida. Abrazada al vientre tumefacto...amoratado y palpitante.  Los ojos desorbitados mirando hacia la nada. Él, acomodó todo para ese instante. ¡Lástima la lluvia que desmerece el momento! Entra y la toma de los brazos. Le hace acuclillarse sobre un almohadón de algodón recién cosechado. Le ata las muñecas con tientos a  una rienda que cae desde la cumbrera. Ahí está Yara y su vientre convulso con cada contracción. Un trapo entre los dientes. Los ojos abiertos, desproporcionados. Miran sin ver. Apenas parpadea. Puja. Llega el niño y unas lágrimas se aquietan en sus pupilas desmesuradas. Él lo toma y lo envuelve con la agilidad de un tigre. Lo apoya con suavidad en la tierra. Le limpia los ojos y la boca de  humores. El pequeño berrea. Lo esperado. La vida no permite que Yara salga de esa ancestral postura. Recibe el cuerpo carnoso, informe, sanguinolento, húmedo. Lo revisa con ojos de entendido. ¡Nada debe quedar en el hueco profundo de la muchacha! Luego la higieniza. La envuelve. La levanta y la acomoda en la cama, hoy limpia y tibia. El niño entre sus brazos buscando ávido la teta. Sale el hombre y cumple con el viejo ritual. Entierra bajo el árbol, esa cáscara protectora de la vida. La selva se contenta y cesa la lluvia. Se desliza el agua limpiando la zona del frente del rancho. Ella se abraza a su hijo y duerme. Sueña.
           
            El hachero hacía un tiempo que no volvía a la ciudad. No le gustaba la gente. Menos esa. Había conocido en los tugurios hombres de toda laya. Buenos...malos...
            Así conoció a ese hombre hostil. Un petimetre vicioso que sólo quería dinero para perversiones y mañas.
 ¡Él, el padre de Yara una pequeñita morena y dulce! La expulsión de su casa, de su familia, de sus amigos. Le había conseguido sólo el desprecio de la comunidad. Y cayó...profundo cayó. El  juego. La humillación. El alcohol. La nada. El juego. La cocaína. El juego. Las deudas. Se hunde en una vida miserable y trágica. Sin embargo él está ahí, abotagado, ebrio, perdido... ¡Cómo siempre perdiendo en el poker! Un hombre rústico  se le acerca para apostar cualquier cosa. Él, el licenciado, como le llaman burlones los otros..., no conoce a ese que se le acerca. Apuesta su reloj. Lo pierde. El que tiene frente a sí, es un hachero de la frontera. Rudo, silencioso, astuto y ávido. El joven hachero juega y gana. Ya no tiene que apostar. El `Mono´, su amigo, le habla sutilmente al oído. ¡Tu nena, ya tiene sus catorce... recién cumplidos, está muy buena...! No lo piensa. El forastero ofrece un puñado apretado de billetes y una bolsita con polvo de  oro. Piensa en la droga que puede comprar con eso... Sonríe y apuesta. Abren un mazo nuevo. La chiquilina lo vale...
             Tres ases y dos reinas...tiene el hijo de puta... ¡Mañana me la trae...me voy a la frontera! ¿Qué importa que yo tenga cuarenta años, creo que igual será mi hembra! Escucha decir al hombre. ¡Perdió a la Yara ! ¿Qué puede hacer? ¡ El `Mono´se hace el tonto! Una mirada astuta del Mono, se cruza con la del ganador. Le deja una jugosa propina. Se van y lo dejan solo. Unas hileritas de blancura lo extravían. Se pierde sin saber la tragedia que ha creado. Se confunde en su mundo disparatado. No piensa.


                        El calor aprieta la garganta. Yara duerme. Sueña. Está en la hamaca con el pequeño niño entre los brazos. Plácidamente mama y el perfume dulce y tibio de la teta, inquieta la ávida figura agazapada. Escondida entre los trastos y la vegetación que crece desproporcionada en la tarde. Se desliza fría, con la mirada aguda. Sibilante. Brilla en la semi oscuridad. El hombre se ha ido por el sendero hacia el río, camino al pueblo. Abriendo con el machete entre la vegetación una senda despejada, que espera con sus aguas turbulentas y frías. La canoa es un nido de madera húmeda con alas. Viaja espejando nubes y espuma entre los árboles que peinan las orillas.
            El silencio es agresivo. Alguien se desliza cerca de Yara. Algo húmedo y frío. A lo lejos el sol se va apagando en rojos con perfume a mangos...a orquídeas. Yara duerme y sueña. La vida plácida se detiene en el deslizamiento gelatinoso de una piel morena. Hay un instante mágico. Despierta y se siente abrazada por la caricia prensil de la curiosa extraña, que también se acurruca junto al pecho y al niño.
            Nada interrumpe el sosiego de la selva. Sólo los monos y las bandadas de guacamayos rompen el hechizo de la tarde. Todo está tan bello como en los sueños de la joven madre. Hay un verdadero embrujo. Yara queda petrificada mirando con horror pero impotente.
           

            La pequeña explanada del malecón donde deja su canoa está hirviendo de gente. El mercado es una boca abierta por donde se trafica todo. Nadie se compadece del que tiene frente a sí. Cargas que vienen desde río arriba con aves, ropa, relojes, cigarrillos...droga. Los billetes pasan de mano en mano. El hombre de Yara camina cabizbajo con una intención pendiente. Sigue por la vereda caliente del lugar donde ganó a la niña. Allí en un rincón pestilente, perdido, el licenciado se babea. No lo reconoce. Llama al `Mono¨ que se acerca ágil con un cubo de agua fría. La inesperada descarga helada arranca un grito agónico del desgraciado. Con ojos extraviados, inyectados en sangre, trata de enfocar esa figura.
            - Esto,  le manda Yara. - Un abanico de billetes se desparraman sobre el cuerpo tembloroso y sucio. - Tuvo a mi hijo hace cuatro meses.- Las manos agarrotadas tratan de atrapar el dinero. Pero el cantinero es más rápido y se los arrebata. Se cobrará deudas atrasadas e inexistentes. Si algo resta, seguro que comprará más drogas. Puras, fuertes, mortales. La cara desorbitada se sonríe estúpida. Balbucea incongruencias. Tiene un tiempo letal que espera. La muerte siempre espera.
            El orgulloso macho de Yara sale. Ha pagado. ¡Apagando su conciencia por el niño! Su hijo. Por esa mujer hermosa, la hembra que dejó soñando en la hamaca,  que está allá y lo espera. Vuelve al río. Escapa de ese infierno hipócrita que se mece al compás frenético de las radios. Odia a la gente. Expulsora siempre. La ciudad es una cloaca enorme.
            La canoa se desliza como imitando a los dioses entre las  nubes en la tarde.
            Cuando abandona ese camino rumoroso de aguas marrones y verdes; comienza a desandar la brecha abierta recién hace unos días. Ya empezó la selva a borrar su paso de machete. Se detiene y arranca unas flores para Yara. Continúa silbando. Los pájaros y los monos con sus gritos van anunciando su regreso. Siente un fuego diferente adentro de su cuerpo. Recuerda el cuerpo de carnes magras. Los pechos ahora hinchados, el pubis oscuro y jugoso. Su deseo se despierta. Fuego le sube por el vientre. Se sonríe. Aprieta el paso.
            Un enorme silencio lo recibe. La olla con sus brasas muertas. Más silencio. El corazón y la cabeza estallan como una tromba. Se detiene inquieto.
            Allí está la hamaca. Una enorme boa  con una forma hermosa, misteriosa imagen, enroscada en las fibras elásticas de la dormilona. Su  cuerpo se distiende al calor de la techumbre. Tiene una extraña belleza. Con el machete abre una brecha roja y verde en la piel escamosa de la bestia... Repugnante. Negra y brillante. Salta un chubasco bermellón que salpica la espesa tierra primitiva. ¿Dónde está la mujer de su ensueño y su muchacho...? Nadie responde a su llamado. Sí, entre la masa informe de la boa aparece el cuerpo azulado y frío de su Yara. El niño aún prendido a la teta helada.
              ¡Un grito de horror se desparrama en su garganta! Comprende, vuelve a la realidad...
 Una bandada de pájaros ruidosos, huyen con su alarido. La selva ha cobrado una presa inesperada. El hombre ha regresado a la soledad.
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