martes, 22 de octubre de 2019

MORIR VIVIENDO




                        El ojo hinchado y un desgarro en el labio. El pelo ralo y quemado. Un calor sofocante y la humedad evaporando el agua fétida  a la orilla del camino. O mejor dicho lo que fue un camino y ahora es un raro esbozo de terraplén y escombros, entre cuerpos mutilados y aves carroñeras que arrancan restos de vísceras y piel. El vestido arrebatado a tirones, apenas cubre un pequeño seno insipiente a la adolescente mujer de doce años. Majola, se arrastra con un arma colgada de lo que aun le queda de brazo. El machete troncó su antebrazo a la altura del codo. Un esparadrapo mugriento intenta esconder la mutilación. Negro de moscas, succionando la sangre apenas coagulada de la herida, el pobre envoltorio del muñón, se infecta sin tener futuro. Camina. La fiebre la hace ver visiones. Entre las matas el movimiento de seres invisibles a los ojos heridos, le inyectan algo de vida. No está sola como cree. ¡Otra vez no, por Satanás!
                        Un punto lejano, entre el polvo, le trae un feo recuerdo y fortalece el terror que anida en su pequeño cuerpo. Son ellos. Los insurgentes. Un ser tan andrajoso como ella, aparece entre la maleza del costado de la huella y la atrae hacia un hueco de barro maloliente. ¡Otra vez no!  Suplica con los restos de brazo que aun puede elevar hasta el rostro de ese ser arrinconado como ella. Se acerca un jeep con soldados del Frente Revolucionario. El repiqueteo de metralla, golpea la tierra y sube una nubecilla de polvo para cubrir su dolor. El olor a muerte cubre cada trozo de cañaveral. Cierra el ojo que aun tiene abierto. No quiere ver el rostro que la mira. Una mujer de la tribu leonesa, la cubre con lo que tiene de cuerpo. La cabellera gris, esconde una enorme herida en la cabeza. A su lado un niño muerto cubierto con moscas y alimañas que corroen su desnudez.
                        Una seña de silencio, cubre la boca desdentada para que no las descubran. Un orín tibio se cuela por sus piernas. Tiene sangre en los pies de cuando los soldados la sorprendieron en las ruinas de lo que fue una iglesia evangélica en Sierra Leona. Uno, tres, siete… no sabe cuántos la ataron y la penetraron. Eran animales feroces entre sus frágiles piernas. Los golpes que le dieron la dejaron desmallada y casi muerta. ¡Estás viva aun, Majola!  Huyó en cuanto despertó. La pesadilla fue querer arreglar la ropa y ver que ya no tenía manos. Ni brazos. Pero colgada de su hombro la metralleta arrastraba el polvo junto a su fantasmal figura. Sangre. Mucha sangre perdida. Arrancó un trozo de algo que encontró entre las ruinas y buscó humanos que la ayudaran. Encontró un puesto del gobierno. Le dieron agua y le vendaron los brazos. Se acercó un liberiano y le ofreció un diamante por sexo. Le escupió la cara y recibió otra golpiza. Esa noche escapó.
                        Ahora estaba allí, junto a esa madre. Extraña y sola. El graznido de los  buitres anuncia su festín de hartazgo. Ya no siente hambre. Apenas puede mover su lengua dentro de la rota  boca seca. La mujer que no habla su lengua, le hace señas que la siga por la senda que serpentea un curso ligero de agua. Deja al niño para que la muerte haga su obra. Hay tantos igual a él, que ya no se puede contar con la mano. Sólo le quita un mínimo cordón que lleva alrededor del cuello con una bolsa de tela embarrada y mugrienta. Sigue a la mujer. Camina, ésta, tanteando con una vara que alguna vez fue el mango de un paraguas. Resbala la niña, y cae. Hay un resto humano cubierto de pequeños gusanos. Generosos comen, dejando limpia la tierra. Sólo huesos. Al caer, su rostro, encuentra un ojo blando, acuoso aun fresco, que fue de un muchacho o una niña. Un grito se sofoca en su garganta reseca. Entre los pocos despojos, hay un brazalete de oro y un envoltorio que toma con calma. Esconde entre sus hilachas el hallazgo. Con eso comprará algo. Tal vez comida, tal vez agua… tal vez una hermosa muñeca que viera hace tiempo en su aldea. La llevaba una niña blanca en los brazos. Ella, iba con su madre y sus cinco hermanos. Todos muertos por los machetazos de los combatientes. Mira el cielo. Lloverá, piensa, hay un raro color en el aire. La mujer voltea la cabeza y se la queda mirando. Señala adelante. ¡Fuego! Majola, señala las nubes y las primeras gotas caen dadivosas sobre su piel reseca. De pronto llueve como hace tiempo no lo ven en la zona. Una verdadera cortina de agua lava las heridas, la sed agazapada en el cuerpo maltrecho de ambas. Sonriendo por primera vez, ve los ojos de la mujer que la arrastra a la deriva. Es ciega. Con algo punzante le quemaron las pupilas y ella, se abrazó a la vida igual. El frente Revolucionario Popular visitó la aldea y aquellos que vieron los robos y las muertes, fueron cegados como ella.  El espeso humo envuelve la zona y pasan dos patrullas sin verlas. ¡Salvadas nuevamente! ¿Ésto es la guerra? ¿Ésta la salvación para nosotros los africanos en Liberia o Sierra Leona? No tiene respuestas. Es sólo una niña de doce años.
                        Mientras la mujer se lava con el agua que corre sonriente en la cuneta, ella escarba en el bulto que encontró atrás, en el cadáver y se asusta mucho. ¡Diamantes con sangre! Cada uno y todos esos malditos vidrios que buscan los blancos, los hermanos  negros…arrastran la sangre de los aldeanos de ese territorio. Los deja caer uno a uno en el barro y camina tras la dama ciega.
                        Demasiada muerte. Demasiada sangre y desdicha. Por un puñado de esas feas piedras. Recuerda a su padre, ebrio, buscando en el lecho del río. Recuerda a su madre, golpeada para arrebatarle una de esas. Recuerda la vida en su aldea. Ella más pequeña, ayudando a sus hermanos a zarandear la arena, el agua y el barro. Igual a este barro con olor a excrementos y muerte. Ahora es una muerta viva, que camina.

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