En un corredor
del castillo vi el pañuelo con las pequeñas iniciales bordadas en rojo. Me sorprendió que ella, justamente ella,
perdiera algo tan personal pero nunca imaginé que Dositeo era quien lo había
sacado sin que ella supiera del pequeño tocador de la muchacha. Gesualdo se
volvería loco de ira si supiera que el alegre Dositeo andaba dando vueltas por
ese sitio del castillo. Fue casi un milagro que yo atravesara a esa hora
desacostumbrada el corredor. Si bien los pesados gobelinos y cortinados
ocultaban singularmente el pálido suspiro de lino, el monograma era incuestionable
de la joven esposa.
Cuando llega
al castillo, sus helados corredores, su eterna humedad, la falta absoluta de
comodidades, pusieron como enajenada a la pequeña ama a quien tanto me habían
encomendado en nuestro condado. Su padre, enérgico caballero, cuyos cofres
estaban atiborrados de monedas de oro, ducados y libras, acuñadas en lejanas
tierras, para comprar las bellísimas telas que fabricara en sus telares mi
señor, me había exigido devoción plena. Yo me sentí feliz de cumplir la misión
encomendada, sin saber lo que me esperaba.
Astrid acababa
de cumplir catorce años esta primavera y su gozo juvenil trastornaba al agrio
futuro compañero de la niña. Por lo menos Gesualdo tenía doce o trece años más
que mi pequeña, era un pálido, hosco, malhumorado y avaro hombre de negocios. Delgadísimo,
casi calvo, usaba unos calzones de linón que le caían como ramas de sauce sobre
unas piernas flacas y nerviosas. Sus pequeños ojillos observaban como ratones
heridos cada presa. ¿ Nunca voy a entender el pacto amargo de entregar a Astrid
a ese bellaco.
Su caballo era
hermoso, joven y fuerte. Los músculos de los brazos del potro saturados de
olores familiares nos daban nostalgia de las largas cabalgatas por el valle de
Shellwing, enorme coto verde que nos envolvía con sus cálidas tardes de tedio. Desde
lejos, este otro castillo parecía un monumento fúnebre para nuestros jóvenes
ojos extranjeros. Cuando salíamos a montar su cabello se desbarataba y parecía
un ángel con alas de pelo rojizo. Yo le obligaba a usar su capa de terciopelo
verde esmeralda y desde lejos parecía una diosa pagana. El urgido Gesualdo se
asomaba a los ventanales y la seguía con ojos aguileños como a una presa de cestrería
cuyo ave más deseada era mi pequeña ama. Y bien, así que hube de recuperar el
pañuelo me alejé sigilosamente en dirección a su habitación, cuando una mano
enguantada me sujetó por la garganta y pude sentir el filo espeso de una navaja
que se deslizaba por mi cuello. Caí inconciente y hoy he despertado. Después de
un tiempo increiblemente largo.
Me sacudió un
sonido muy agudo que no puedo distinguir entre los conocidos. Veo gente que
atraviesa las galerías con extraños vestidos, escandalósamente cortos en las
damas y austero en los hombres. Nadie usa peluca ni calzones con puntillas. Veo
un ir y venir de extraños carromatos sin caballos, metálicos y de brillantes
colores, que se mueven sobre unas ruedas rústicas de un color negro y que no
hacen ruido sobre las piedras. Paso por
los corredores y atravieso las puertas y muros sin que nadie advierta que mi
ropa es diferente, que tengo los zapatos de seda totalmente empapados de sangre
y que mi cabeza, está apenas sostenida por un mínimo trozo de hueso. O no me
ven o yo estoy en otro mundo irreal, deliro y no soy quien fui.
Bajo las
escaleras de mármol y veo que unos hombres de cabellos color verde, violeta o
rojo, con pequeños alfileres que le atraviesan las cejas, los labios o las
mejillas, con dibujos de demonios y aves extravagantes sobre la piel, llevan y
traen los cuadros que siempre desde que nosotros llegamos al castillo, cuelgan
con gruesos cordones de seda de enormes clavos en los muros.
¡Oh no!, esa
que llevan ahí es mi ama. Su hermosa figura pintada con la capa de terciopelo
verde. ¡Qué bien han logrado el color de sus ojos! Pero están como muertos. Los
niños. Serán sus hijos, que yo no alcancé a conocer. Se parecen a Dositeo. Su boca
delgada y su barbilla aguda, los hoyuelos de las mejillas, la hendidura en el
mentón... parecen hijos de Dositeo y no del prometido de mi señora. ¿Qué me he
perdido? ¿Cuántas aventuras han sucedido sin que yo conociera en mi desdichada
espera? ¿ Y por qué y quién me habrá pasado esa mala jugada? Tal vez el horrible
Gesualdo me odió porque yo supe que
Astrid no le era fiel. Me sentaré en esa silla de seda azul... ¡Eh, amiga e
siente sobre mí! Pero claro soy un espíritu desubicado, ahora comprendo.
¡ Algo sucede!
Un hombre frente a cada grupo ofrece en venta los cuadros. Ahí va mi niña. Gesticulan
o elevan un pequeño disco con una manito de madera. El hombre habla rápido y golpea
con un martillo de bronce sobre el atril. ¡Veinticinco mil libras por mi ama! Eso
ha desembolsado un viejo caballero que llora sin disimulo. Me acerco y
atravieso su cuerpo. Me dejo caer al costado de su silla. Tengo un poco de
pudor que me vea y se asuste.
¡ Sigue
llorando! Se yergue y sale; apenas puede caminar por la edad. Se le acerca un
hombre de unos cuarenta años. “- ¿Abuelo, ha comprado el retrato de su madre?-
¿ Para qué quiere otro si tiene como veinte retratos de ella? – el anciano no
habla. Aleja con cierto desamor al varón que lo sostiene enérgico con la mano y
pronuncia una sentencia: - ¡Debería darte vergüenza, rematar los cuadros para
arreglar los techos de nuestra casa! – la mirada burlona de ciertas visitantes,
lo hacen molestar más. –Abuelo, ya no vivimos en el siglo diecinueve, esto es
el siglo veintiuno y el dinero no nos alcanza, sólo con la venta de los cuadros
salvaremos que nos quiten el castillo. Después tendremos que hacer un hotel entre
sus habitaciones, para albergar turistas americanos... eso nos defenderá de los
acreedores. Usted no puede entender lo qué se debe y lo difícil que es ahora
para mi hermana Astrid y para mí, mantener esto. Perturbada me alejo unos
segundos pero regreso cuando escucho: -¡ Siquiera la abuela Astrid, se
apareciera desde el más allá y nos ayudara! ¡Sería fantástico tener un fantasma
en el castillo! Eso atraería a muchísimos curiosos. – dijo pasándose la mano
por el rostro como lo hacía el alocado Dositeo cuando miraba embobado a mi
amita. Así supe que a partir de ese día un deber inmemorial me atrapaba al
castillo. Buscaré igual a Astrid en este otro lugar de la existencia. Pero yo
sería lo que ellos necesitan, ya me arreglaré yo para hacérselos saber.
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