Una cárcel de espinas incrustadas en la memoria de un
muchacho que tiene que pescar.
La tarde calurosa amenazada una noche plagada de estrella. Él,
se sentó sobre la madera húmeda y caliente. Sacó una pipa y prendió un
perfumado sabor de chocolate. Su tabaco amigo de la soledad. Miró tras sus
pupilas nubladas por la luna y suspiró
cansado. Terminaba un día y el mar calmo no llenó el vientre hambreado de su barca. Poca pesca. No había viento y el
poco que rondaba su bote, no permitía que se alejaran de la costa donde seguro
se apretujaban los peces.
Un olor penetrante de sal y pescado hería a los hombres
silenciosos en sus bancas. El sol se escondía con esfuerzo tras la pequeña
colina en occidente, dejando el cielo con un color de sangre seca. De muerte
antigua. Un pescador comenzó a canturrear un triste sonido. Otro tomó un sonido
de belleza inexplicable en esa rústica vida de sudor y fuerza.
El muchacho se acomodó. Cerró los ojos y dejo vagar la
mente en los recuerdos. Laberintos de historias avidas que regresaban como pájaros.
Recordó a su abuelo que le enseñó los juegos de la
infancia, recordó la brava tormenta que se tragó con furia el barco de su
padre.
Cerró los ojos y aspiró profundamente la sabrosa pipa. ¡Una
mujer! Pensó en la muchacha de sus sueños. Era altiva la tonta, lo miraba de
lejos como para que no se atreviera a buscarla. Pero siempre pasaba cerca del
muelle con la pollera de color mostaza y flores rojas. Revoloteaba el cabello
sobre su espalda como alas de gaviotas en danza de apareo.
Una nube comenzó a avanzar sobre el mar y se puso oscuro y
sombrío. Sopló un viento enérgico que atormento el madero, tuvo que bajar las
velas y remar brioso. El agua le mojaba el rostro. A lo lejos la vio con una
lámpara encendida. Era ella que lo guiaba a la costa. Las olas lo tapaban.
Siguió peleando. Ella lo estaba esperando, no podía fallarle.
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