Lisandro despertó esa mañana con un
dolor de músculos que no podía salir del lecho. La noche anterior, se había
dejado caer exhausto sobre ese colchón poco amigable. No sabía que las horas no
alcanzarían para regresarle esa fuerza natural de los valientes. Una semana
antes, salió de su casa con el corazón lleno de fuerza y alegría. Iba a una
aventura novedosa. Un trabajo que su tío Julián consiguió unos veinte
kilómetros de su pueblo.
Las minas son de plata. Eso decían y
están los filones olvidados por una historia de muerte y misterio. En los
socavones habitan los fantasmas, decían los lugareños. Y los puebleros se reían
a carcajadas, se reían. Ellos, eran seis. Lorenzo el más viejo, Arturo y Carlos
de unos treinta años, Rufino y Julián con sus cuarenta y tanto y yo, que me
creía vivo. Ahora estaba muerto, muerto de dolor y llagas en las manos.
Quince días con el pico entre las
maderas podridas en la cueva oscura y pestilente. Con un calor sofocante y una
luz insignificante que apenas servía para saber dónde poníamos los pies y las
manos. ¡Y había agua! Caía en cascadas por las paredes verdosas. Salíamos
empapados. Socios y abatidos. No encontrábamos nada.
Lorenzo cocinaba unos garbanzos con
gusto a poco para conformar semejantes hombres trabajando. La panceta se olía a
metros y comenzaron a merodear perros hambrientos y salvajes. Unos huevos
fritos en grasa de cerdo y pan que preparaba Arturo cada día, nos llenaba de
amor. Yo me acordaba de los manjares que cocinaba mi abuela.
Lisandro, con dificultad, se levantó
y fue a lavarse al río. Descubrió algo que brillaba en el agua entre los
guijarros. Unos pájaros negros graznaban cerca de su espalda, gritó y volaron
por los altos matorrales del lugar. Se agachó y tomó eso que brillaba. Era como
un guijarro dorado. ¡Oro! No dijo nada. Lo escondió en la mochila. Con esto, le
haré un anillo a Camila. Su corazón palpitaba como caballo desbocado. Se alegró
tanto que sintió una punzada en el corazón de muchacho enamorado.
Carlos se acercó hasta donde se
bañaba y salió puteando por el agua helada. Lisandro no se había dado cuenta
que el río estaba con hielo en paletones duros. Pensó en Camila y un sudor
tibio le corrió por el cuerpo. Su corazón parecía un campanario de catedral en
fiesta. Notó que estaba azul la piel y los labios morados. Corrió a buscar
refugio en la fogata. Al verlo así, todos se rieron. Y él, sin decir nada, les
dijo que no fueran al río, que le pareció ver un fantasma.
¡Vamos, cobarde! Los fantasmas no
existen, dijo Lorenzo. ¿Qué encontraste? Se perturbó y tiritando se quedó
rezongando. Nada. Nada. Pero mañana me voy, hace muchísimo frío y no hay plata
en la mina. Armó sus petates y se fue caminando con las manos en su viejo
pantalón de lona. Él, ya tenía su corazón azul, pensando en el amor y en la
pepita de oro. Los otros se quedaron.
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