Un
susurro penetró en el cerrado círculo. Un cubículo negro. Sombras y ventanas
ciegas. Ella, con su cabellera enrulada, sus ojos fuertemente maquillados y
labios rojos, ingresó sin dejar duda de su condición de letrada. Juez. La negra
toga envolvió la figura. Sus títulos académicos la respaldaban. Diestra en la
palabra y el discurso, áspera y arriesgada en la refutación. Muchas miradas la
despellejaron viva. No quedó un solo trozo de su cuerpo que no fuera deseado
por la lujuria, envidia u odio, de quienes se apretujaban para escuchar el
juicio. Allí convergían los sentimientos simiescos de una generación de
tinterillos abrazados a los códigos. Quemados por ansias de poder. En un sitio casi invisible, estaba
parado un chico. Un reo lo miraba con lascivia. Varias miradas saltaban en una
rayuela inescrupulosa de uno al otro. Sabían que el defensor trataría de
demostrar que el niño había sobrepasado todos los límites, llevando al pobre e
inocente “inculpado” a invitarlo a su cubil para entretenerse con juegos
innombrables. El muchacho sabía que un afilado cuchillo le incrustaba el filo
sobre la garganta mientras las manos torpes lo desgarraban. Parecía muerto cuando lo dejó en la playa. Así
lo encontraron sus amigos. Los periódicos mencionaron que era el hijo de nadie.
Vivía en la calle, en puentes o atrios de conventos. Que merodeaba el mercado
en busca de comida.
La
juez observó el rostro del reo y vio en él, una luz cetrina. Abigarrada.
Burlona. Vio el desprecio a su condición de mujer y erudita. Miró al joven. Vio
a un animal atrapado por la vida. Aterrado. Sin futuro ni esperanza. Comprendió
el papel que le regalaba el destino y sentenció a muerte. ¡Muerte al malvado!
La cámara de gas, dijo sin elevar la voz. ¡Muerte al lujurioso! Aunque sabe que
nada devolverá al muchacho lo perdido. Y corren los periodistas como liebres,
nadie esperaba semejante sentencia. Se desploma el inculpado. Llora el adolescente.
Como
juez, esgrime una presencia valiente y camina sin inmutarse hacia la salida. Su
cuerpo es ahora más fuerte y seguro. Indiscutiblemente la vida ha ganado una
batalla. Y también la muerte, la zorruna está allí babeándose por el triunfo
que ha obtenido.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario