martes, 22 de octubre de 2019

EL JUEZ…



                        Un susurro penetró en el cerrado círculo. Un cubículo negro. Sombras y ventanas ciegas. Ella, con su cabellera enrulada, sus ojos fuertemente maquillados y labios rojos, ingresó sin dejar duda de su condición de letrada. Juez. La negra toga envolvió la figura. Sus títulos académicos la respaldaban. Diestra en la palabra y el discurso, áspera y arriesgada en la refutación. Muchas miradas la despellejaron viva. No quedó un solo trozo de su cuerpo que no fuera deseado por la lujuria, envidia u odio, de quienes se apretujaban para escuchar el juicio. Allí convergían los sentimientos simiescos de una generación de tinterillos abrazados a los códigos. Quemados por ansias de  poder. En un sitio casi invisible, estaba parado un chico. Un reo lo miraba con lascivia. Varias miradas saltaban en una rayuela inescrupulosa de uno al otro. Sabían que el defensor trataría de demostrar que el niño había sobrepasado todos los límites, llevando al pobre e inocente “inculpado” a invitarlo a su cubil para entretenerse con juegos innombrables. El muchacho sabía que un afilado cuchillo le incrustaba el filo sobre la garganta mientras las manos torpes lo desgarraban.  Parecía muerto cuando lo dejó en la playa. Así lo encontraron sus amigos. Los periódicos mencionaron que era el hijo de nadie. Vivía en la calle, en puentes o atrios de conventos. Que merodeaba el mercado en busca de comida.
                        La juez observó el rostro del reo y vio en él, una luz cetrina. Abigarrada. Burlona. Vio el desprecio a su condición de mujer y erudita. Miró al joven. Vio a un animal atrapado por la vida. Aterrado. Sin futuro ni esperanza. Comprendió el papel que le regalaba el destino y sentenció a muerte. ¡Muerte al malvado! La cámara de gas, dijo sin elevar la voz. ¡Muerte al lujurioso! Aunque sabe que nada devolverá al muchacho lo perdido. Y corren los periodistas como liebres, nadie esperaba semejante sentencia. Se desploma el inculpado. Llora el adolescente.
                        Como juez, esgrime una presencia valiente y camina sin inmutarse hacia la salida. Su cuerpo es ahora más fuerte y seguro. Indiscutiblemente la vida ha ganado una batalla. Y también la muerte, la zorruna está allí babeándose por el triunfo que ha obtenido.

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