martes, 30 de mayo de 2023

EL VENDEDOR DE LA “CARRETELA”

 

            Era un hombre tan delgado que seguramente remedaba a Mahatma Gandhi. Su llamado de atención parecía una canción lejana. El viejo caballo atravesaba la calle San Martín de punta a punta y todas las calles aledañas con el sonsonete: “Turco vende todo, kohol, jabones perfumados, perfumes orientales y puntillas”. Salían las mujeres a comprar a la calle con apuro. Las patronas mandaban a sus mucamitas corriendo a comprar chucherías, para solucionar algún olvido. Siempre olía a perfume barato; “Mi clavel” era el preferido y engominaba los bigotes dándole una imagen “diabólica”. Con su cháchara enamoraba jovencitas inexpertas. Recuerdo la vieja carretela con la capota de hule negro cargada de puntillas y canastas con productos de perfumería. Un día descendió  sobre la calle Barcala, junto a un portón frente a casa. Allí lo vi entero, parado y sonriente. Llamó, y al salir la “Paca”, mi vecina, que tenía veinte años, entró el vendedor en la vieja vivienda de adobe, dejando su caballo manso atado a un árbol.

Un día ví a la Paca, salir vestida de novia, con un velo blanco cubriéndole la cara. Subió a la  carretela y se perdieron por la senda empedrada Pensé mucho y descubrí, que el amor tiene recovecos, que yo, que cumplía 12 años en pocos días, no entendía. ¿Acaso la Paca, podía querer a ese hombre como en las novelas de la radio? El “Turco”, debía, a mi entender,  cargar varios años más que la novia. ¿Cincuenta años tal vez tenía? ¡Si podía ser el padre de la novia! Era tan feo… y áspero. Hoy a la distancia pienso que no era tan mayor, pero igual era mayor que mi vecina. ¡Mucho mayor que ella por supuesto! Nadie la volvió a ver. Las malas lenguas del vecindario comentan que la Rosa, su madrastra la vendió y que el esposo, el “Turco de la carretela”, la llevó a vivir el un lugar, lejos, muy lejos, donde las mujeres van todas cubiertas de velos negros.  La Rosa, después del casamiento de la Paca, se compró una casa con patio y jardín en las afueras. Sus hijas se casaron con hombres de dinero y viven como reinas. ¡Pobre Paca, siempre la recuerdo con sus ojos llenos de lágrimas salir vestida con su traje de novia prestado. Eso lo supe después, porque nunca se lo devolvieron a la Jesusa! ¿Me preguntó si será feliz? Pero en los días de zonda me parece que entre el aire caliente que levanta el polvo de la calle en arabescos, veo el caballo arrastrando los canastos con perfume barato, a “Mi Clavel” y escucho la voz nasal del hombre tratando de vender sus puntillas.

 

¿CUÁNTO CUESTA UNA MONEDA?

 

  1. Un maravedí puede rodar y rodar entre el camino hacia el mañana y el ayer sin saber cuál es su destino. Un sertercio puede trepar por las alforjas del morral agujereado de la vida y nada. Nada pesa como el vil revuelo de los pájaros que cuentan el oro de los rayos del sol en la aurora. Ahí, a la vuelta de un vértice tal vez se pueda amputar el codo del futuro y sumar unos kilates para apostar a ser más tiempo de relojes. ¿O no?

EN LA TRASTIENDA

 

 

            El mercadillo estaba repleto de vendedores y transito de comerciantes que a viva voz intentaban atraer  compradores. Los vegetales brillantes y las aves colgaban como flores vivas de colores de los tenderetes. El perfume fuerte, mezcla de mil especies, merodeaba por entre las alfombras y vestidos de mujeres y niños.

            De un pequeño portal, salía una música fuerte que aturdía y rompía los oídos de los caminantes. Azedinne se cubrió el rostro y tras el velo buscó con desesperación a ese hermoso joven que le había ofertado un collar de turquesas en la feria del mes pasado.

            Su padre no le había permitido regresar y le dio varias monedas a su hermano Abdhul para que la acompañara a la Medina. Éste por dinero era capaz de ir hasta a la tienda de ropa del centro más caro de la ciudad. El minarete comenzó a llamar a la oración y todo quedó quieto. Los hombres de rodillas con la frente al piso, rezaban las azuras del Corán y las mujeres de bruces como verdaderas esclavas del Venerado. La mayoría sabía de memoria el libro sagrado, pero por ser mujeres no podían rezar a viva voz como los hombres.

            Un extranjero, las miraba asombrado. Azedinne le escuchó decir que parecían flores negras gigantes postradas en las piedras. Pronto todo se volvió a mover, los hombres caminaron a las tiendas, los ancianos a sentarse en los portales rezando con su rosario de cuentas infinitas y las mujeres como pájaros oscuros comprando con la ayuda de sus hermanos o hijos varones.

            Ella, caminó despacio observando con sus ojos que transparentaban dulzura. Ojos negros de azabache luminoso, se llenaron de tristeza cuando lo vio. Estaba en la  trastienda de un negocio tomado de la mano con una joven extranjera. Su corazón se desmembró. Salió corriendo y su velo voló por el aire. Un susurro de temor y el manotazo del hermano la pusieron en alerta rápido. El muchacho salió tras ella, la alcanzó y le pasó el velo. Mientras la miraba con una forma amorosa y bella. ¿Qué hacía esa extranjera en la tienda?

             Abdhul la sentó en una silla y le ayudó a componerse, para eso era un “hombre” de trece años. Mientras le prometía que averiguaría sobre el joven vendedor. ¡Claro que por un billete!

            Durante los días de la semana,  Abdhul, se entretuvo en la Medina haciendo preguntas sobre el joyero. ¿Es casado? ¿La tienda es de él? ¿Y la extranjera? Toda clase de interrogantes que los mayores comenzaron a preocuparse porque no era bueno que un muchacho averiguara tanto. Todos comentaban sobre su hermana, que había cometido el pecado de hacer volar su velo. Él, avergonzado daba mil explicaciones.

            Su madre comenzó a sospechar. Le quería sonsacar el tan interesante apuro que había adquirido de ir al mercadillo de la Medina. Pero él, serio, solo contestaba que andaba buscando un ajedrez especial. ¡Que Alá, lo perdone! Mentía descaradamente.

            Un amigo del padre apareció por la casa de los chicos. Venía como “casamentero” a preguntar por Azedinne. Y el padre, inocente le pidió una visita de los padres del muchacho.

            Arreglaron la boda. Y dicen que ha quedado en la historia del mercadillo el vuelo del velo de Azedinne al que le han agregado mil fantasías de amor.

CAMINO Y DESTIERRO


Naides será despreciado al convite, dijo el Rito, hay locro para alimentar a una tropilla entera. La peonada se acercó esperando su comida. El negro Eugenio, repartió platos de aluminio y comenzó a repartir el brebaje. Sólo un hombrecito se hizo a un lado y se acomodó lejos del festín.

Es el Tiburcio Peña, el hombre dice: No pude trabajar todo el día y no me corresponde comer junto a los otros paisanos.

Déjese de joder hombre y métale a la cuchara, acá hay para tuitos.

En vano había buscado a su familia. Regresó. Se había ido, después de pelearse con su mujer y dejarla por años sola, regresó. Viajó por países lejanos, conoció el hambre y la sed, pero nunca cometió delitos. Era un hombre de ley.

Cuando llegó a su tierra, a su casa se encontró a forasteros. No era su gente. Preguntó si sabían algo. Nada, sólo sabían que la mujer vendió la casa y con sus seis hijos tomó un derrotero desconocido para ellos. Simplemente, sin pedirle un dato u otra dirección. Ella se perdió en el espacio de la tierra. Él, se quedó a vivir en la que fuera la casa de ese hombre gastado y ojeroso, de piel curtida y vestimenta rara. La casa de Rito.

Se alejó sin decir nada, no tenía derecho a reproches. Su huída era suficiente, incluso, para que la Ema se buscara a otro que la ayudara con la crianza de seis chicos, la comida, la escuela y el trabajo…Todo lo que él, le negó. Se fue de la ciudad y buscó algunas changas. Pero tenía dolores terribles en los huesos. El mar, su tarea bruta en canteras y minas, habían hecho estragos en su cuerpo.

Cuando podía trabajaba todo el día, sino se consolaba con media jornada. El tema era dormir en un lugar seguro, limpio y digno. Ya conocía él, lugares lúgubres y peligrosos. La calle es amiga y enemiga horrenda. La conocía. Recordó cuando en un puerto en Marruecos lo asaltaron unos griegos. Si no lo ayudaba un “moro” estaría muerto. Y cuando llegó a Cádiz, el bote era un infierno de inmigrantes nubios, nigerianos y de Chad. Un bote de destierro, de contrabando, de despojados, hambrientos y el hedor maldecía su nariz criolla.

Pudo reconstruir su vida con muy poco dinero. Regresó. La esperanza era encontrar a Ema y a sus cachorros. Pero el tiempo es cruel, como fue él con los muchachos.

Oiga, usted es: ¿Tiburcio Peña de Chañaral del Norte? Acaso no tiene un hijo dotor en la estancia “El Resplandor”. Rito ¿Cómo se llama el dotor de la casa de Los Hornillos, ese que curó al cura cuando el año pasado se cayó del pingo mañero? El corazón del viejo Tiburcio dio un brinco. Sudaba gris agriado por la euforia y la duda. No podía soñar con encontrar a su familia.  Aparte, no lo merecía. Era un viejo cobarde. Pero se quedó callado, mientras los obreros hablaban. ¿El que se llama Tiburcio Peña? ¡Ah, igual que usté!

La mirada intrigada de la peonada se posó en el guiñapo de hombre. ¡No puede ser, se dijo el Rito, mírese la pinta, parece un pobre diablo! Es un pobre infeliz. ¡Ni me lo diga, lo soy, tiene razón, no valgo nada! Disculpe. ¿Cómo es el muchacho? Diga.

Es alto como el Saverio Luna, robusto y tiene una mirada dispierta. Se casó con la niña Eugenia, la hija del dueño del Resplandor. ¡Linda tierra esa! ¡Ah y tiene cuatro cachorros, dos machitos y dos hembritas! Yo lo conozco bastante por mi mujer, que lleva a cuestas una dolorosa enfermedad, la pobre. Él, la ayuda mucho. Es bueno y se sacrifica por toditos los paisanos de Valle Hermoso.

El silencio lo envuelve, lo miran con sonrisas hirientes, ese tipo no tiene un hijo médico. ¿De dónde, si es nadie?

Come silencioso y terminado el convite se aleja saludando a la gente. ¡Agradecido, don…! ¡Y buenas! Salgo y sigo mi camino. Pero en el fondo de su corazón palpita un terrible dolor. ¿Tendrá el valor de encontrar al hijo?

“El Resplandor”, no queda lejos, seis leguas y media, más o menos. Irá como por descuido, acercándose sin apuro y sin mostrarse. Espiará al Dotor.

Rito y los otros se quedan opinando. Nadie sabe qué puede pasar, hay tantas habladurías. ¿Ese viejo será el padre?

Cuando se acercó a la casa y vio al muchacho, supo que era su hijo. Era igualito a su propio padre. Salió un automóvil nuevo, cargado de niños hermosos. Se dio cuenta que no tenía que hablarle. Dio media vuelta, alzó su bolsa y caminó rumbo al ferrocarril para irse lejos.

VIEJO AMOR

 


 

Yo que te vi nacer....como la aurora se desplaza

anaranjada tras la tierra

yo que te vi crecer como la cola de un cometa

en el infinito cielo azul

ahora....

recogeré la lágrima traviesa

La sonrisa celeste los pétalos dorados en la noche...

No sé si veré el rostro de Dios en tu mirada

No sé si tendré tus manos asustadas de caricias.

Porque eres como esas madrugadas sin los cantos de pájaros,

Sin reflejo de lunas amarillas

Sin palabras agoreras de mañanas venturosas.

Déjame que beba de tu copa los besos atildados

Te acune con mis sueños de duende sorprendido

para que apoyes tu garganta frutada

en mi regazo tenue.

 

RÍO BERMELLÓN


                                   “Una vez que la esperanza entra en tu sangre, nunca la abandona.”Autor desconocido.

 

 

            El despertar de la selva es una fiesta de rumores y colores de arco iris. Los árboles se estremecen con la algarabía de insectos y pájaros. Pechitos colorados, blancos y naranja, revolotean en el remanso de la aguas del arroyo La Tuca.

            Una vez o dos al año, cuando comienza el invierno se despojan las plantas de alas y parloteo de cotorras parlanchinas. Cuando vienen las lluvias y crece el río se lleva los nidos de los ánades y patos silvestres. Es el tiempo en que los hombres juntan las cachas y huyen hasta el terraplén de la ruta.

            Se ven las lanchas de prefectura buscando algún rezagado o una anciana que no puede andar por los arrebatos del agua que trae todo tipo de arrastre: árboles, animales, trozos de ranchos… hasta se ha visto chapas del algún galpón derribado en su furia.

            En tiempo de bonanza, es una gloria. El pasto alto atrae al bichaje que engorda para la seca. El maíz, el arroz, la soja y el girasol, crece con la libertad de la abundancia.

            A veces en el camalotal, baja una yarará o una coral. Por eso hay trampas para no despistarse. Allá en medio de la tierra se eleva un rancho.

            Parece un tacurú en medio de la tierra apelmazada, del erial que rodea las paredes de caña y barro. Un ombú le da sombra como al descuido y levanta esa sombra que tanto anhela la calurosa faena de todos los días.

            Al amanecer un gallo se despierta y con el rocío se eleva una niebla dulce que moja despacito la piel de las vacas y ovejas. Con ellos se despiertan Simón y la Petrona. Los chicos aun duermen hasta que el sol calienta a un poco la mañana.

            Viene el tiempo de ubres y espumosa leche tibia. De agua en el tizne de una sufrida pava renegrida. Los niños se despiertan y la cháchara inocente envuelve la tabla de la mesa. El Simón de trote al cuartel del sur y la Petrona a la prisa. Ya viene el carretón para llevarlos al pueblo. La maestra espera y no hay que desperdiciar sus palabras y cuentos. A lo lejos, se escucha el griterío, vienen en remolino de distintos tamaños y voces a destajo. Van a la escuela.

            Más tarde recoge los huevos de los nidos, hay conejitos nuevos y una cabra ha parido. Limpia la tierra con la escoba húmeda y los pisos se quejan. Lava la ropa en el arroyo y son alas de palomas colgadas en los hilos. Es la vida de nuestros campesinos en la inmensa tierra que Dios nos ha dado. Son la esperanza de una vida mejor en nuestra patria. Son una alegría para el futuro.

            Cuando llega la noche y se enciende el cielo de un color violeta, una lámpara deja una luz diseminar paz y memoria para el descanso.

            Si el cielo en cierne descontrola esa serenidad… y desgarra en rayos y truenos su orden milenario, viene la ira y el Río Bermellón rompe el pacto de amor con sus hijos, mañana se iniciará una embestida bestial rompiendo todo.

            Simón y la Patrona, sacan la pala grande, hacen con las cenizas la Cruz Bendita y ahuyentan la tormenta como le enseñó el abuelo. Echan sal al aire y hojas de laurel. Se arrodillan y rezan como niños pequeños, oraciones antiguas de sus ancestros.

            La esperanza los guía. Los guía un sueño. 

LA DEFENSA


                        La   humanidad me gusta cada día más, dijo un caníbal”

 

 

Las metrallas y obús, hacían vibrar la tierra. Habían recalentado el aire con el humo apestoso de la pólvora. Caían los trozos de paredes y árboles de la pequeña aldea. Allí habitaban un puñado de resistentes pastores nómadas que no permitían que les quitaran las tierras de pastoreo.

El más anciano había atrincherado a las mujeres y niños cerca del pozo de agua en una cueva antigua de los antepasados.

Esa gente buscaba sacarlos para hacer perforaciones para extraer petróleo. Lucharían hasta el fin.

Una noche Lumamba se escurrió para espiar a sus enemigos. Los vio tan frágiles. Eran unos hombrecitos blancos con ropas gruesas y botas de cuero. Transpiraban con un sudor pestilente y amargo.

No tenían agua, o tenían muy poca.

Cuando regresó casi lo matan de un culatazo, el compañero lo había confundido con un enemigo. Él, traía noticias sobre los pertrechos y todo lo que había visto. Hasta el olor a terror, pudo sentir y sufrir.

Al amanecer, se despertaron y con horror vieron que las mujeres y niños habían sido masacradas. Ellos aun se veían enteros, pero rodeados por los petroleros que con sus armas les apuntaban desde todos los rincones.

Habían perdido la partida y se entregaron sin poder hacer nada.

La maldad había ganado la partida. Lumanba, se arrodilló, oró mirando hacia el cielo y se clavó un puñal en el pecho. La avaricia los había dejado en un estado de orfandad y ellos como caníbales, se echaron sobre lo que quedaba de la aldea.

 

 

 

¡Y ES FÚTBOL!

 

 Mi padre era de esos hombres del siglo pasado que tenía cada día organizado minuciosamente. Se levantaba temprano y salía a cumplir con sus tareas de bancos, oficinas y luego al regresar entraba al consultorio que estaba en el frente de la casa y se vestía como lo que era un odontólogo impecable.

Tenía los turnos escritos en un carnet y como sus clientes lo conocían y sabían que nunca los hacía esperar, llegaban a horario.

Cuando abría la puerta que separaba la sala de espera al espacio donde brillaba su equipo, comenzaba la danza. Había clientes valientes, otros miedosos y otros aterrorizados. Tengo que aceptar que en esa época el ruido del torno era horrible. Yo odiaba cuando papá nos hacía entrar para revisarnos. Temblaba.

Todo era normal durante la semana, pero cuando llegaba el domingo…mi padre se transformaba. Lo primero nos llevaba a misa de la mañana o a las diez o a las once, luego nos sentaba a comer los “tallarines” caseros que amasaba mamá con tuco de pollo casero también que religiosamente nos regalaba nuestra abuela paterna los sábados y luego sentado junto a la “radio” de madera lustrada con diales de baquelita, comenzaba el:” Partido”.

Había que hacer silencio. Nosotras tres hijas mujeres y mamá, a leer o a bordar cerca de él, en silencio. Yo, me abstraía y volaba con mis libros de cuentos de la colección “Robin Hood” y mi hermana mayor dibujaba con tinta china y plumín cucharita, en papel bellísimos trazos de flores y paisajes. Mi hermana del medio, era la más rebelde, recortaba de la revista “Para Ti” fotos de artistas de cine.

Papá se transformaba. Se paraba, se sentaba, bufaba, según fuera lo que relataba el locutor. El grito de Goooolllll solía asustarnos un poco. ¡Nunca lo escuché, eso sí, decir una mala palabra! Pero a veces cuando el partido era peliagudo y ganaba su equipo favorito, se paraba y abrazaba a mi mamá y nos daba un beso a nosotras, que no entendíamos nada.

Una vez, me llevó a la cancha. Era en el parque General San Martín; el club Gimnasia y Esgrima, y me sentó en un asiento que llevaba su nombre y apellido. Miró un partido de los chicos que recién empezaban a patear el balón. Yo me distraía y él, pobre, trataba que me interesara lo que pasaba. ¡Dios no le dio un hijo varón y yo ni entendía ni me gustaba ver a ese montón de muchachitos peleando detrás de una pelota! ¡Pobre papá!

Salió dándome la mano y eso me gustó tanto que le pedí que me llevara cuando quisiera. No pudo ser muy seguido, pues él, era un profesional muy requerido.

Pasó el tiempo y cuando justo apareció la Televisión en blanco y negro, se enfermó y al poco tiempo falleció.

Lo lloraron su amigos, sus clientes y nosotros quedamos desoladas y sin tener casi sin qué comer. Mamá hizo malabarismos para terminar de educarnos y criarnos y el sábado, aunque no nos gustara el fútbol, mamá se sentaba junto al aparato de televisión y miraba un partido en su nombre. ¡Nunca me voy a olvidar cuando llegó el televisor a color para el Mundial de 78!  Por primera vez, nos sentamos todas y lloramos la ausencia de papá, ¿Él estaría entre esa multitud ruidosa mirando un partido? ¡Vaya uno a saber!

martes, 23 de mayo de 2023

CUENTO DE FÚTBOL: EL CHUECO

 

Le decían el “Chueco”. Tenía las piernas como paréntesis. Pero era un guapo que trabajaba de sol a sol. Era amigo de un compañero del colegio que no sabía lo pobre que se podía ser, hasta que una tarde lo acompañó a la piecita donde vivía con la abuela. La madre lo había abandonado cuando nació. Y el padre… ni lo conoció. Era patético, su colchón en el piso, unos cajones de fruta de mesa y de sillas, pero… en un rincón todos los trofeos del abuelo. Sí, su abuelo había sido un centro fobal, como decía la abuela, de primera. El pibe llegó a su casa con los ojos rojos de llorar. La madre, maestra y el padre médico, no entendían nada. ¿Qué te han hecho? Y él, les contó cómo había sufrido viendo a su amigo acariciar los trofeos y preseas del abuelo. Fotos a color, revistas El Gráfico con las hojas amarillas de tanto manosearlas, diarios con fotos del abuelo con el pie en el balón y una copa en la mano. Y ahora sin nada, sin cama, sin zapatillas de marca, sin madre ni padre. El chueco, era un niño bueno, era su amigo y no sabía cómo tratarlo después de ver cómo vivía.

El padre lo escuchó asombrado y con pudor, le ofreció ayudarlo. Pero ¿Cómo? Vamos a charlar con la maestra. Ella nos dirá qué podemos hacer. Allá fueron y sí, la profesora de gimnasia les comentó: -Chueco o mejor dicho Jorgito, es un as con la pelota. Es un niño que con un buen entrenamiento y comiendo una dieta adecuada, puede llegar muy lejos. Y los padres de todos los alumnos de curso se pusieron de acuerdo, sin que él y su abuela supieran que lo ayudarían. Así, un día llegó una chata con una cama flamante, mesas de luz, sillas y mesa para la cocina, que compraron en el centro comercial y ropa. Luego llegó el pedido del almacén de don Tulio y carne fresca y pollo y verduras. Con toda la ayuda, a la abuela le parecía que llegaba navidad, pero temía que se terminara pronto. Pero no. Siguió hasta que llegó el verano y pasaron de grado y el Chueco creció y se hizo fuerte y lo contrataron en Banfield y llegó a ser un crack. Nunca supo que su amigo, el petiso Martínez, era el promotor de su suerte. Hasta que un día, lo encontró en la calle y sintió un fuerte deseo de abrazarlo. Y la gente los miraba. Uno alto, fuerte y chueco y el otro delgado, pálido y compuesto. ¡Claro, el petiso Martínez se recibió de médico y el Chueco de As del fútbol local!

 

UNA CIUDAD EXTRAÑA

 La  ciudad  monolítica de grises y rojos.

Empedrada de miedos, de silencios y gozos.

La pradera incendiada con migajas de soles con una hierva perfumada

Los hombres caminantes sonámbulos, atentos y cargados de tiempo,

En sus rondas minuciosas de esferas y arco iris,

 transeúntes de aceras  rumorosas, hombres

 apostando al futuro de un globo movedizo como ola intranquila

en noche de tormenta.

Como lluvia de estrellas y cometas que agitan nuestros sueños

La calle que esconde, en mi ciudad de estirpe de poeta,

 Abraza con ternura los cuerpos y las almas fantasmales del árbol de madera que incendia las palabras murmurada  al oído de un gigante de piedra.

 

VOLAR EN GLOBO POR CAPADOCIA


Turquía era un viaje que me había inspirado mi amiga antes de fallecer. ¡No dejes de conocer Turquía, me dijo, es un país de ensueño! Vendí mi auto y allá fui. No me arrepiento.

Estambul, tiene el sabor de la gran ciudad de miles de años e historia. La Mezquita Azul, que estaba en plena restauración, donde encontraban antiquísimas pinturas cristianas anteriores al apogeo Otomano, Santa Sofía que es ahora otra mezquita, y que tiene menos minaretes que la anterior nombrada. ¡Gloriosas!

La zona donde están los hoteles es muy cosmopolita; según nos explicaron, el país se estaba preparando de mil maneras para entrar en el Mercado Común Europeo, para lo cual había abierto su mente todo lo posible a la vida de Europa.

Conocimos el famoso “Mercado de las Especias”, donde se mezclaban tiendas de comestibles: arroz, pistachos, dátiles y mil sazones con joyerías donde el oro abarrotaba las vidrieras. Ropa, Carne de corderos que yacían colgados en ganchos, verduras de mil tipos y pescados de mar, todo en secciones interminables. Yo, que soy amiga de regalar quería comprar todo. No era caro y les encanta regatear. Hablaban muchos idiomas, pero me manejaba bien con el italiano. El único inconveniente eran los chóferes de taxis. A pesar de ser musulmanes, y que su ley sagrada les impide robar, nos hicieron trampa con los billetes de liras turcas. Hasta que me atreví con uno y amagué llamar a la policía. ¡Nunca más nos pasó! Deben haberse pasado la voz: ¡Hay tres argentinas que se avivaron!

Finalmente pasamos a la zona asiática de Turquía. ¡Una maravilla! Contratamos un guía que era erudito en historia, hablaba perfecto español y era muy simpático. Así, en autobús comenzamos a conocer ciudades y pueblos que están en los libros de historia y hasta en la literatura universal. Conocimos Izmir (Esmirna), Troya con un enorme Caballo de Madera que nos remonta a la Guerra de Troya (queda a varios kilómetros del mar), Éfeso (eso relato aparte) y llegamos a la capital, Ankara.

Éfeso es un lugar mágico. Tiene hasta los antiguos baños públicos donde mientras hacían sus menesteres, hacían negocios, tenían charlas políticas y sociales, armaban casamientos y debatían problemas familiares, todos sentaditos entre hombres y mujeres. El agua corría debajo de los asientos de mármol y ellos campantes como en el living de su hogar.

Fue en Éfeso donde conocí la “Casa de la Virgen María y san Juan el Evangelista” que fue encontrada por una Beata Alemana. Es una pequeñita construcción de piedra, con una entrada y una salida, sin mucho espacio. Han pintado una imagen de tipo Cristiano Ortodoxo en las piedras y hay un mínimo altar para orar. Hincada rezando, sentí un empujón y caí de lado al suelo de pedregullo. ¡No tengo explicación, nadie me empujó, lo juro! Afuera hay una enorme piscina de piedras y una pared desde donde mana agua para lavarse y beber, imagino que es súper bendita. Se pueden prender velas blancas en un sector u la gente prende telas de color o blancas en un muro junto a una súplica o un agradecimiento. Me faltaban manos para sacra fotos que atesoro con amor.

Yo no quería salir de ahí, pero había que seguir, en los viajes el tiempo es oro y como decía mi madre: “Hija son dólares”.

Llegamos a Capadocia. ¡Dios, que locura! Es una ciudad milenaria excavada en las piedras donde habitaban seres humanos desde no se sabe cuánto. Luego se llenó de cristianos. Estaban reducidos a esconderse para no ser muertos por los “gentiles”. Con hornos, bodegas, lagares, iglesias, dormitorios, pasadizos que se cerraban con enormes piedras redondas como ruedas de roca para que no ingresaran los extraños. Pero estaban comunicados en cientos de pasajes internos con salidas de aire y entrada de agua a cisternas. El viento ha tallado algunas columnas que rematan en conos que semejan sombreros de enanitos de cuentos. Y el cielo…poblado de globos aerostáticos de mil colores que muestran desde el cielo ese mundo de enigmas y secretos. Místicos espacios destinados a hacernos meditar en la vida actual.

Me quedé con enorme deseo de viajar en esos globos. No pude hacerlo y me sentí mucho tiempo enojada conmigo misma por no atreverme. Verdaderamente una pena.

El regreso a Estambul, nos trajo a la ciudad pujante, llena de excelentes artesanos en cuero, las famosas alfombras y exquisitos platos de comida.

El palacio de los Emires Otomanos, son inmensos. Cientos de aposentos y cocinas y cuadras para animales. Lo más llamativo es el museo con las joyas de los emires. El trono de oro con incrustaciones de piedras preciosas, adornos para la cabeza recamados en oro y plata con esmeraldas de tamaños descomunales, sí, enormes. La daga del Sultan Suleiman El Magnífico, tiene tres esmeraldas y como cien diamantes, que debe pesar diez kilos. Sus anillos, prendedores y gargantillas son espectaculares. No me permitieron sacar fotografías. ¡Era lógico! Justo en uno de sus patios se desarrollaba una ceremonia oficial de militares turcos, todos vestidos de terciopelo rojo. La banda tocaba una música muy bella.

Luego fuimos a un monumento al Padre de la Patria del siglo pasado que hizo de Turquía un país  moderno. Mustafá Kemal Atartürk

Regresaría si pudiera

EN EL NILO, EGIPTO


La llegada a Egipto fue tormentosa. El avión tenía una falla en el tren de aterrizaje y dio decenas de vueltas sobre el desierto para gastar el combustible. La gente en general, no entendía qué pasaba y desgraciadamente por razones obvias yo me daba cuenta (mi marido pertenece a la aviación) y era interesante ver el desierto. Supe luego que Sahara en árabe quiere decir desierto, que gracioso, decimos desierto de Sahara y es repetir lo mismo.

Bueno, luego de aterrizar nos dicen que a las tres de la mañana nos pasaban a buscar al hotel para subir al paquebote que nos llevaría río arriba por el Nilo. Yo, me quedé pasmada, ya que odio levantarme temprano. Pregunté por qué a esa hora y el guía me miro con un gesto sarcástico… ¡Por el calor! Y, sí, cuando estábamos en el vaporcito, a eso de las diez, hacían 43 grados… allí comprendí lo que era el calor.

Los hombres usan ropa blanca de algodón y turbante del mismo color, sandalias y las pobres mujeres, todas de negro con guantes y cubiertas hasta los tobillos y las muñecas, sólo se les ve los ojos y las manos.

La cabina era buena, pequeña, pero bien organizada. Con una cama amplia pero separada por las sábanas (famosas por su calidad) para que cada persona no tocara el cuerpo del compañero o compañera de viaje. Un hermoso balcón desde donde me podía sentar a observar a las mujeres lavando en el río Nilo en las orillas, rodeadas de chiquillos ruidosos y alegres que chapaleaban en el agua que corría hacia el mar Mediterráneo. A la hora de almorzar, ya había subido el termómetro a los 50 grados. Sólo el aire que movía el río hacía sentir un cierto alivio.

Una cosa que me maravilló ver al amanecer la salida del sol. Era un disco rojo que por la arena que es sempiterna en esa tierra, se veía velada como cubierta por una suave mantilla opalescente.  A esa hora era un látigo de fuego. El famoso Amón Ra de los antiguos era un castigo para nuestros cuerpos acostumbrados al clima del sur de América.

Mi amiga, quien había aceptado hacer el viaje junto a mí, compañera de colegio y de la vida, salía de un divorcio doloroso, dejando a sus dos hijas esperanzadas en un futuro mejor para su madre. Yo, siempre había soñado ir a Egipto, para lo que había leído cuanto libro y texto hablara de la antigua civilización de los faraones. Debo reconocer que me llevé una gran decepción. ¡Nada era como lo pintaban los libros!

Mi familia, esperaba que pudiera encontrar esa magia de las cosas del pasado. No fue así. El barco atravesó el Nilo desde cerca del Cairo, hasta la frontera con Sudán. En la ruta fuimos conociendo los monumentos que están diseminados a las orillas. Todos mal cuidados, sucios, llenos de gente que se agolpaba en ellos sin permitir ver los extraordinarios trabajos de piedras con jeroglíficos que se desgranan con la arena de los vientos y que nuestro guía, un hombre que hablaba trece idiomas y nos cobraba muchos euros por día, no nos explicaba por ser devoto musulmán. Según nos decía, era pecado para él, entrar a los viejos templos con dioses paganos. Conclusión que salimos del viaje con muy pocas experiencias arqueológicas admiradas. ¡Un raro espécimen que corría para poder orar según escuchaba el sonido en los altavoces de mezquitas que pueblan todo el territorio!

En el vapor, nos habían ubicado en una pequeñísima mesa detrás de dos columnas y éramos las últimas en ser servidas. ¡Nos llamó la atención! ¿Qué pasaba? Éramos dos mujeres solas y dudaban de nuestra sexualidad. Joder, tuvimos que quejarnos. Al llegar al Cairo, en un hotel maravilloso, con piscinas y músicos haciendo arte internacional, nos teníamos que ubicar separadas de los árabes.

Ni soñar usar bañador y entrar en el agua, a pesar del calor. Por ser mujeres nos estaba prohibido. Entre los recuerdos que queríamos comprarnos, eran réplicas algunos cartuchos o imágenes de joyas de la época antigua, de plata u oro con turquesas o lapislázuli o coral; nos llevaron a una joyería. En ese lugar vi una de las únicas mujeres, que le habían permitido trabajar su familia. Usaba una “chilaba y velo color rosado”; no lo podíamos creer. Hablaba un buen italiano, por lo que pudimos saber que había estudiado y sabía leer y escribir. Ella nos comentó, que el ochenta por ciento de las mujeres son analfabetas y sólo aprenden el Corán de memoria. Y los hombres aprenden si son de cierta clase social. La policía en su mayoría es analfabeta. El tránsito en el Cairo era un caos, no hay semáforos y a veces convergen por el mismo carril de frente en dirección opuesta, tal que se atascan los vehículos.

Cuando regresamos a la capital, siempre veíamos enormes fotos de su presidente, Mubarak, quien al poco tiempo fue depuesto por una revuelta de religiosos. Y llegó el sueño mío de toda la vida entrar al Museo Nacional. El guía corriendo nos acercó a la sala donde está el famoso “Faraón Tu Tan Kamon”. Una experiencia increíble. Su máscara es una maravilla. El sarcófago de oro es algo inexplicable. ¿Cómo pudieron, hace más de cinco mil años, trabajar esa obra de orfebrería tan preciosa? Vimos algunas joyas y trajes, un carruaje y de pronto…nuestro guía llegó corriendo y nos sacó del lugar. Nos llevó a ver la estatua del único faraón que era monoteísta, cuya figura es muy diferente a otras y nos alejó del museo. Mi enojo aun persiste. Siempre me gusta estar horas en los museos que visito y allí no nos dejaron, por ser de otra religión y ser mujeres.

Entonces, le sugerimos, que queríamos ir a la Biblioteca de Alejandría que es un monumento hecho por las Naciones Unidas y es Patrimonio de la Humanidad. Queda a trecientos y tantos kilómetros de El Cairo, y allí tuvimos otra experiencia hermosa. Contratado el automóvil, el chofer nos puso en la zona trasera cubiertas las ventanillas con cortinas negras. No veíamos nada a los costados. Una música que aturdía y no nos hablaban, ni el chofer ni el guía al que le habíamos pagado una pequeña fortuna. Mi amiga con el calor, comenzó a descomponerse y le debimos obligar, luego de una discusión que fue de antología, que sacara las cortinas y pusiera el aire acondicionado. Lo hizo luego de amenazarnos con el infierno, siguió la ruta con la música enloquecida y la velocidad de una carrera de fórmula uno. Creíamos que moriríamos en el intento. Pero a Dios gracias llegamos ilesas a la Biblioteca que es una maravilla. ¡OH, sorpresa, allí vimos algunas muchachas que estaban estudiando!

El día que salimos de Egipto rumbo a Roma, sentí que mi corazón estaba roto. Ni vagar por las pirámides, ni ver los magníficos estantes de la biblioteca, ni el agua limpia del Nilo en su zona cerca de Sudán, me devolvían el sueño de conocer el Egipto soñado.

Después de esa experiencia, ya en mi ciudad, escuchando los noticiosos de Televisión supe que habían derribado el gobierno y se instalaba una corriente islámica de mayor ideología y que el pueblo estaba muy feliz. Hablaban algunos opinólogos que había mucha corrupción. ¡Pero en qué lugar del mundo no la hay! Desgraciadamente, ese magnífico pueblo vive de antiguos esplendores, que no cuidan y la ignorancia los hace sumir en una pobreza enorme. ¡Cómo lo siento! Pensar que fueron tan importantes en la historia del hombre y cuna de grandes matemáticos y de ignotos arquitectos e ingenieros.

Ver en las rutas familias andando en asnos, con parvas de heno y la mujer envuelta en sus ropas negras con cincuenta grados de calor y los niños detrás, desnutridos y descalzos… mejor miro los programas de History Chanel y conozco lo que no pude ver en la tierra de los faraones.

 

UNA CIUDAD LLAMADA “ LA PLUMA”

 

            Y, sí, nunca se supo el origen del nombre. La Pluma tiene alrededor de tres mil habitantes y sufre lo que a todo pueblo en medio del campo le sucede, se van alejando los jóvenes y se van muriendo los viejos. Pocos niños, adolescentes que miran hacia la capital esperando como los caballos en el brete para irse. Algunos, los menos regresan, son los que no lograron ubicarse en la gran ciudad con su agitación y exigencias. Otros , los menos regresan con mujeres o compañeros extraños que no aguantan esa quietud de pueblo.

            Nadie o casi nadie se había preocupado por conocer el origen del nombre del pueblo, hasta que llegó la profesora de música del único colegio de educación media que había. La señora se instaló tomando pensión, en el lugar perfecto, la vivienda de Cornelia, antigua en todo: edad y origen. Ella habitaba la mansión más grande de ese caserío. Ella decía conocer a todos y cada uno. Sus historias, las secretas y las públicas. Era memoriosa pero jamás se preocupó por averiguar.

            Cornelia  aceptó muy complacida a la señorita  Arminda. Era la compañía perfecta para su vejez. Culta, conversadora sin ser impertinente, discreta...en fin fue muy sutil el tratamiento que se dieron desde que la mujer llegó. Supo más tarde que había sido casada. En realidad ya no importaba, nunca se había casado con el compositor famoso, que estaba atado a un matrimonio de conveniencia a una joven socialmente superior. Pero eso es otro cuento.

            La verdad que a Arminda le ofrecieron las cátedras al “enviudar” del maestro, y el nombre de ese pueblo lejano la llenó de misterio, su cabeza que volaba con fantasmas y leyendas, voló alto y haciendo un pequeño esfuerzo subió al tren y partió sin llevarse gran cosa. Lo más importante fue el piano y el arpa. Llegaron sin hacer ruido con sus libros y recuerdos. Ya instalada, recorrió a pie las cuadras adoquinadas del villorrio. Más tarde caminó por calles de arena y finalmente atravesó con dificultad, senderos que bordeaban el río. Preguntó a Cornelia el origen del nombre..., ésta, ruborizándose, tuvo que aceptar desconocerlo. Platicaron sobre los posibles orígenes y luego, ya la curiosidad pudo más y una tarde que prometía lluvia, salieron rumbo a la  casa de don Nemesio. El hombre había llegado hacía mucho tiempo en ferrocarril por unas horas para ver unos animales  a pedido del patrón y no se fue nunca. Los memoriosos cuentan que se había embrujado con la belleza de una niña del pueblo, gente superior a él, y allí se quedó, tal vez, esperando salir de la pobreza por algún milagro de la vida.

            Vivía en una casa modesta en la orilla sur del pueblo. Solo, limpio y silencioso. Sus ojos azules se alejaban hacia la distancia buscando sueños.  Él, tal vez, supiera por qué eso de “ La Pluma” como distinción de otros pueblos.

            Un regocijo de ladridos recibió la corneta del “fordcito” anunciando a las mujeres. Plantado bajo el ancho roble parecía un general de un ejército invencible. Aun erguido con su altura de un metro noventa, coronada de gris plata en un cabello tomado a modo de cola de caballo, inusual en esos pagos, un sol le sonreía en el rostro curtido. Descendieron sin dificultad escoltadas por los galgos y la voz de hombre fuerte que auguraba una tarde fantástica.

            El mate comenzó a zumbar entre los labios durante la charla que se desplazaba nerviosa en los recuerdos. Sí, cuando él llegó, allá por el 27, se hablaba de una gran catástrofe. “El río, después de un tornado y de terribles lluvias, enfurecido, creció para destrozar medio pueblo. Muchos se fueron a Caritué, a treinta y seis kilómetros al norte.

            Nadie regresó y con esos pobladores se fue la historia de nuestro pueblo, fíjese Cornelia, que hasta Evaristo Regules, el viejo se fue yendo de a poco y se quedó hasta su final de sueño inadvertido. Y ahora, nadie queda de aquella gente memoriosa. Tal vez supieran ellos la verdad..., ah, si yo pudiera despertar las lápidas dormidas. Un moho de distancia queda entre los pinares de aquel viejo cementerio de Caritué. Pero vengan charlemos de otra historia. De la vida que fluye entre el caserío de su fantástica espera de “algo” que suceda. Yo acá voy despacio buscando un horizonte irisado de emociones que no llegan...” y se pierde en la tarde la voz del hombre. Los pájaros comienzan a anunciar  el crepúsculo y las dos mujeres parten fascinadas por ese poeta escondido entre los altos matorrales. Vuelven sin la historia, pero con algunos nombres y algunas lucecitas que iluminan la gran curiosidad de Arminda.

 

                        Pasa el invierno y Arminda, encuentra dos jóvenes con grandes condiciones para la música dentro del instituto. Se comunica con sus amigos músicos de la gran ciudad. El destino de muchachos perdidos en un pueblo llamado “La Pluma” despierta la extrañeza de algunos y así buscan la historia del nombre. Con el viaje de los chicos  al conservatorio llega un pedido de investigar el oscuro pasado.

                       

                                               MUCHO TIEMPO ATRÁS.

                        El maestro parado en el tierral seco y cepillado por la escoba húmeda de Florisa fue recibiendo a los siete cuerpecitos regordetes y cortos de mirada esquiva de los Koique,  luego llegaron los Mammaní con sus escondidas sonrisas desdentadas en  el cambio de sus siete y ocho años, luego un desubicado rubio, colono él, de tez  castaño por el sol sorprendente,  de nombre Giorgio Saltailponte , alto y desgarbado con mirada astuta y yo, atormentado por las zapatillas deshilachadas que me puso madre. Yo , el único criollo de nombre Evaristo Regules.  Cada cual con su bolsa de choclos y patatas.  Los Koique también traían dos pollos colgados de las patas que horrorizados escaparon apenas el señor maestro desató la cuerda de la que colgaban a las menudas espaldas de uno de los niños.  Giorgio, dejó silencioso una bolsa y de allí  salió un hermoso conejo blanco de ojos colorados. Estaba tan asustado como todos nosotros.

                El maestro ordenó escupir el “cuyico” y obedientes  salivaron todos, menos nosotros, claro, que no tenemos esa costumbre.  Entramos a esa sala donde apenas se podía ver por la poca luz que ingresaba por la puerta. Una foto de un hombre gordo y calvo, nos miraba enojado desde la pared.  Un trapo azul – celeste y blanco colgaba desinflado de un palo.  Después aprendimos que era la bandera.

                Una vez adentro, la mujer que cuidaba, nos trajo unos jarros de leche recién ordeñada endulzada con miel.  Nos entretuvimos mirándonos uno a uno con curiosidad de “chúcaros” de siete y ocho años.  El maestro nos dijo su nombre: Hermenegildo Freites.  Era alto como un álamo añoso, viejo, de unos cuarenta y tantos años. Seco y de mirada triste. ¿ Quién sabe por qué?  Yo era el más menudo, moreno de ojos pardos, pelo rizado y largo.  Comenzó pidiendo que sacáramos las piedras que ya nuestras mamás nos hicieron juntar a la orilla del río. Eran gotas de cuarzo rubias , pulidas por el agua y todas de regular tamaño.  Arremetió con los números. Una piedra, un dibujo que con una varilla formábamos en el piso de tierra; dos piedras y otro dibujo...eran los números  y aprendimos  que cada mano tiene cinco dedos y ahí nomás las piedrecitas  amontonadas en la mesa. 

                               Al rato, muy al rato, comenzaron las gallinas a bajar de los árboles a picotear el suelo de afuera  y nos distrajimos todos.  Mirábamos  como si nunca hubiéramos visto un pollo robarle migas de pan al polvo del camino. Fue allí cuando vimos correr a la “doñita”, palangana en mano con agua tibia y apareció una niña detrás de tres pequeños con un enorme bulto que caía desde su frente sostenido con una faja de varios colores , la fuerza que hacía la ponía rojo sangre, se mordía los labios para hacer fuerza y todos , todos llevaban colgando las zapatillas de un cordel del cuello para no gastarlas.  Los pies morados y sangrando por el esfuerzo y las espinas encontradas en el camino.  El señor maestro, corrió con el agua que calentaba en el fogón  en un tarro tiznado. Todos, después de dejar la carga, colocaron los pies en la palangana con agua y despacito el calor  les fue devolviendo el color natural de su piel morena.  Habían caminado dos leguas.  Albertina era la “mayora” de los hermanos.  Yo no la tenía vista nunca y me sorprendió ver tan flaca con semejante panza.

                Don Hermenegildo y la doñita, la vieron y no se porqué se pusieron a llorar. Si no tenían tanto dolor en las patas.  La niña tenía alrededor de doce años y ya sabía escribir su nombre y hacía cuentas como los grandes. Se quedó un rato sentada para recobrar el aliento y se ofreció para limpiar la escuela.  Escuché al maestro maldecir en voz baja “ las costumbres de esta gente que no entiendo y me limito a tratar de corregir” y la vi acomodarse en el calor de la Florisa, que la abrazaba en silencio con los mocos en la cara.  El Giorgio la miraba espantado, como si viera un fantasma y se persignó, preguntándole al maestro si era casada.  No, es la costumbre de este pueblo, mejor el padre que lo hace por “amor” y no un ajeno con “dolor”... y salió enojado golpeando los puños contra la costra de barro pintado del muro.  Después supimos que la Albertina esperaba un hijo. Cuando le conté a mi má, se largó a llorar y se metió en el catre hasta que la luna asomó por la ventana.  Ella me dijo acariciándome la frente, que ella me tuvo a los trece años y era muy chiquita y que la muchacha iba a sufrir mucho.  ¡ Yo no entendí nada!  No entiendo a la gente grande. 

                               Pasó lo que todos esperábamos, nació un niñito chiquitito. Era tan enfermo que pocos días después se hizo “angelito” y en la fiesta de velorio, le pusieron alas de papel celeste y en cada ojito moneditas doradas, bien lustradas, que le daban un aspecto de muñeco. La Albertina no lloraba. Estaba allí como un pedazo de madera de algarrobo.  La chicha de algarroba iba de mano en mano entre los presentes. Mi Tata estaba cabrero, junto al gringo y el maestro hacían todo. Los rezos se los dejaban a la Florisa, que de eso sabe un montón. ¡ Pobre Albertina ella no sabe que no va a ver más a su hijito! Mamá dijo que era una suerte que se fuera al cielo... yo no entiendo a los grandes.  Cuando lo llevaron en alza sobre una puerta, dijo el señor maestro: “ Este Angelito es como la pluma del ala de un arcángel , es un beso de Dios” . y así comenzaron a llamarle a mi pueblo.  La Pluma del Arcángel, el Beso de Dios. Pero la gente que es muy bruta sólo le dice La Pluma. Es más corto y fácil de recordar.

 

LA PLANCHADORA


 

 Planchadora buena, sí, la Adelaida, y excelente almidonando. Sus labios gruesos merodean los azulados dedos que chasquean de saliva la plancha negra y pesada. Una palma rosada anida besos que rebotan en las puntillas hechas a mano para su niña. La cadera gruesa y firme ayuda empujando en la empinada calle con su cesta llena, sobre la cabeza. Lleva ropa blanca que lava y plancha, sobre un rosquete de lino. Los ojos mirones atrapan su sombra en la calle que destierra esperanza. Silban otros labios mestizos y fuertes con aliento de ajo. Ella sigue opulenta hasta el mismo núcleo de casas donde el poder esconde ambiciones y odios, ella es una reina sin poder ni trono.

            En una puerta enorme toca. Sale un hombre moreno con sonrisa alegre. Ella casi sin mirarlo empuja y le pasa la cesta. Entre sus blancas polleras se abraza una niña de rostros de ángel. Es su niña linda, es su mimosa que le trae su mascota en brazos. Besa las manitos que se pierden en sus senos rebosantes de leche y medio sentada en el pórtico le entrega su bebida santa.

            Desde la escalera la observa la madre de la niña. Con una sonrisa cómplice le hace una seña y luego que la niña abandona su pecho, se acerca y le deja en la mano monedas de plata.

            Adelaida se agacha, abraza a su muñeca de cabellos rubios y recibe la cesta con ropita nueva. Mañana regresará con sus dos bondades.

EL HOMBRE SOÑABA QUE SOÑABA


                        Y entonces caminaba el hombre sobre las plateadas crestas de las olas, semejante a un delfín sombreado sobre una selva virgen azulada. Caminaba arrastrando una enorme red de hilos giratorios donde atrapaba mariposas. Saltó un guijarro de granate desde la mano que sostenía un grito metálico, agitando la espuma fracturada de estrellas. Apareció una nave con el ancla elevada, esgrimiendo enganchado el cuerpo pálido de la mujer sirena. Voz de océano inventando en un desierto de extraña ingeniería, las voces, los corifeos estáticos que enhebran cánticos de amor pagano que se oían en las marejadas. Él, seguía caminando, sordo su oído a los clamores de la profundidad del mar donde habita la pasión cautiva. Soñó con tentar al demonio, para que le entregara el cuerpo casto de la mujer sirena que ondulaba la cola en el agua profunda entre las rocas. Vio una luz penetrando en su pupila. Dejó que llegara hasta la boca el rayo y salió de sus labios un pez de color ámbar como un haz de escamas nacaradas. Surcaron el silencio los sonidos sibilantes de delfín dormido. Abrazaron los senos fríos de la mujer sirena. Quería despertar. La luna se desplazaba sobre el vientre asexuado por la culpa ancestral de los orígenes latentes. Quería despertar porque estaba soñando que soñaba un tortuoso, agotador y desvariado sueño de espera, de quimeras vacías. Sus cuencas también vacías miraban el espacio desprovisto de planetas. Quería despertar de ese sueño que atrapaba su cuerpo contra el rústico suelo. Volcán árido. Gris estepa sin cielo. Desierto promiscuo de ternura. Comprendió que no despertaría aun...no bebería los besos de pasión...no había nacido y en el nido tibio de su placenta revivió otras vidas anteriores. Esperaría el duro alumbramiento, saldría al abrazo de esa vagina fenomenal de su madre parturienta. Pero sabía que apenas diera el primer vagido, olvidaría ese mundo maravilloso de otro tiempo.

 

 

LA VOZ DE JOAQUINA


 

            Imagínate ver a la Joaquina en los corrales con las chivas mansas, ordeñando sus ubres rebosantes de caliente leche espumosa. Cantando coplas, mientras las manos diestras aprietan las tetillas y cae el dulce jugo en un balde para hacer quesillo. Imagínate, Ramiro, el balido urgente de tanta cría hambrienta. La Joaquina conoce a cada cabra por su nombre y a sus crías las va bautizando cuando nacen y ella les corta el cordón ayudando a la hembra en parición. Es hermoso ver el techo del rancho con la cumbrera a pleno de pértigas donde cuelgan las pequeñas formas de queso de color ámbar que se desembarazan de la grasa fina. Es un lujo del campo, Ramiro, acercarse y oler ese aroma a vida. Hay horas en el día que se penetra de aromas ancestrales. Algunas veces la Joaquina canta o llama con un silbido a las cabras que vienen a su lado. ¡Claro que la reconocen! Si es como su familia ese puñado de pequeñas bestias cálidas y de piel suave, con pellejas de variados tonos del blanco al marrón oscuro o negro. Ella, la pastora, nunca tuvo hijos. Pero vos Ramiro verás cuando llegues que ellas son sus hijas. Nunca ha venido a la ciudad, la Joaquina nunca salió de su rancho. Mañana cuando vayas, y le digas..., si no se muere, quedará violeta del asombro. Estará inmóvil del espanto. Sé dulce y tierno cuando se lo digas. Nunca salió del rancho, nunca vino a la ciudad y no sabe cómo es la vida fuera de ese allí. Venir a morirse ahora el patrón Don Braulio. Los hijastros vender el campo, ¿qué vamos  a hacer con ella? Morirá de pena.

            El ruido del auto de Ramiro despierta el balido de las cabras. Sale Joaquina a recibir al primo que viene de la ciudad. Él nunca se imaginó encontrar a tan hermosa mujer en medio de la tierra árida e inhóspita de la sierra. No la conoce. Es tan bella y tan ingenua como las flores del cardón que aprieta en su rústico vestido. Su cabello largo, suelto al viento, la envuelve como una mata de “barba del diablo” de color del trigo. El calor la apura y encierra rápido los animales entre los palos corraleros y las pircas que aun sobreviven a los viejos nativos de la zona. Prende un farol de vieja data y se entretiene en el fogón con un puchero. Saca una botella de leche fresca y corta rodajas de pan casero, jamón y choclos hervidos, que son el alimento, comen con el zumbido de los jejenes y las chicharras, cantando junto a los grillos entre los jarillales del patio. Apenas hablan. Ella llora en silencio. ¿Qué hará con la “Preciosa”, la “Blanquita”, la “Rubia” y la... una a una va nombrando sus cabras. Se desparrama un poncho de tristeza junto con el sol que dormita entre los quebrachales.

            Amanece calmo. Joaquina está lista. Abre los corrales para que las amigas pasten por su cuenta. Ya vendrán los nuevos dueños. Se lleva varios quesos y muy poco de sus pertenencias. ¡Tiene tan poquito y necesita tan poco ! Sus ponchos hilados con la lana de la“ Redondita” y del “Terco”. Sube muda, al coche, y van dejando huella de polvo seco y blanquecino mientras se alejan del rancho.

            Llegan a la casa del centro. Le aturden los ruidos y el movimiento histérico de toda esa gente que va y viene sin rumbo seguro. La dejan en su cuarto. Se mira por verse en un espejo y descubre que ha envejecido diez años en un solo día. Llora la Joaquina.

            Pasan unos días. No va a ningún lado atolondrada por las estridencias que siente a través de los muros. Una mañana cuando Ramiro, Jimena y el niño, comen en la cocina sienten un extraño ruido. ¡Sorpresa! La buena muchacha en su angustia ha roto el tabique con lo que encontró a mano, un viejo tenedor de alpaca. Quiere buscar del otro lado los rostros amigos, su nueva familia, que asombrada la observa y comprende.   Jimena se incorpora y la abraza. No es fácil consolar a Joaquina, pero su cariño alimentará la certeza de que no está en el mismo infierno como ella cree.

AQUELLA JOVEN DEL ABRIGO COLOR VIOLETA


            ¡Conocer por el periódico o el noticiero la muerte de una joven de no más de veintisiete años, en medio de un parque, con signos de haber sido duramente golpeada; no es ninguna novedad! Casi se puede decir que es algo corriente.  Atados al alcohol, pelean sin ton ni son.

Unos mueren en accidentes, otros con ingesta de vino o Fernet hasta caer en coma y casi todos entran perdidos por las drogas en las guardias médicas. Los pobres periodistas ya no saben qué agregar para darle un tono diferente y llamativo a la noticia. El locutor más asombroso, fue el que se secó una lágrima en público, diciendo que podía ser su hija. Le respondieron airados, cientos de personas, llenando el Facebook del canal, que eran padres o madres de hijas o hijos muertos, en forma semejante. Por lo que nunca más recurrió a tal artimaña para atraer a la audiencia.

            El tema de la mañana, me pegó un golpe bajo, cuando hicieron un paneo y vi el abrigo color violeta de la infeliz chica. Reconocí el que vendí la semana pasada en la pequeña boutique donde trabajo. Era de buena calidad y tenía un detalle, que inevitablemente, me hizo sentir como parte de la historia.

 Ni loca me presentaría a la policía a contar que, una simple empleada de “Madame Rouge”, sabía el nombre y domicilio de la víctima. ¿Y si la habían matado rufianes a sueldo de la mafia o algún oscuro asesino, de esos que matan en serie? Me iba a ver innecesariamente involucrada y capaz que, por hacerme callar, sería  la próxima víctima.

Cuando vi la foto me sorprendí. No era la mujer a la que le vendí el modelo. La otra era rubia con mechitas color cobre, ojos verdes y nariz súper operada, colágeno en los labios y pechos de cirugía. Altísima, los pies  y manos muy cuidadas. Y un tono de voz indescriptible. La mujer que vi en el periódico era morena, de rostro anguloso, ojos marrones y cabello oscuro.

Pensé que era imposible. Mi jefa jamás hubiera comprado dos abrigos iguales para vender y menos, a ese tipo de muchacha vulgar, que mostraban las fotografías. Guardé la hoja del diario en el bolso, cuando llegué esa mañana al negocio la dueña del local estaba allí. Me sorprendí. ¡Nunca llegaba tan temprano! Se veía ojerosa y muy nerviosa.

Me cambié. Calcé tacones como ella exige, me maquillé más y perfumé con loción Madame Rouge, que tiene mucha canela y vainilla, difícil para mi nariz. No es de mi gusto. Me quedan bien las frescas y cítricas. ¡Pero este trabajo es muy bueno y no lo quiero perder!

            Cuando me acerqué a su escritorio, la vi rodeada por dos hombres más o menos jóvenes. Uno era rudo y con un vozarrón que atravesaba el cerebro. El otro, un poco más joven. Gentil, delicado sin exageración y muy educado. Hablaban a media voz. Al acercarme más, me clavaron la vista. Sentí frío en la espalda y, como si fuera un mono enjaulado, quedé prisionera del momento.

             Me sentaron junto a ellos. El mayor comenzó a interrogarme. Miraba con ojos de metal hiriente derechito a mis pupilas. Que si  conocía a la víctima. Qué si tenía su filiación. Qué si la acompañaba alguien. Y mil interrogantes más. Expresé: “¡Sólo había vendido la prenda al contado, no recogió la factura, que tiré luego de unos días! ¡Que la mujer estaba muy apurada y ni se había probado el abrigo! ¡Ah, y estaba sola¡”. Eso dije. No era verdad.

            El miedo me impide imaginar por qué callé detalles. Le temo a los hombres y más aún si son de investigaciones. A esos les huyo. Sobreviví a uno —mi papá— que me hizo escapar del pueblo donde nací, de la familia y de todo lo que amaba.

            Sara, mi jefa, me observaba sorprendida e inquisitiva, ya que soy amable y graciosa, vivo haciendo chanzas. Estaba seria y en silencio. Sólo me levanté de la silla para atender a una clienta que viene muy seguido, lo que hice rápidamente. Ella, la jefa, escrutaba mi rostro y yo, indiferente, evitaba confrontar con aquellos hombres.

            Salieron del negocio dejándonos un papel con los teléfonos anotados por si recordábamos algo. Ni loca les llamaría. Imaginé ser perseguida por una horda de delincuentes capaces de asesinarme. Los que matan en serie como en el cine.

            Traté de evitar a la señora Sara, inútilmente. Se sentó con su consabida taza de café con un chorrito de gin, encendió su pipa — fuma en pipa— y comenzó a indagarme.

            Intenté no abrir la boca. Sabía muy poco de mi vida y odio andar por ahí contando mi dura existencia. Pero fue imposible. Hablé de un solo tirón. Me explayé. Exigí, eso sí, que me guardara el secreto.

Le mostré la factura con el nombre de quien compró el “abrigo violeta”, su dirección y teléfono. Le aseguré que no era la misma persona. Esa que mostraba la tele. Quedó sorprendida y molesta. Conmigo no, sino que para ella había algo raro, como decía mi mamá: “Gato encerrado”.

Tomó el teléfono y marcó el número que había en la factura. Atendió una voz femenina, con el mismo timbre que yo le oyera en el probador, cuando vino a la boutique. Sara le pidió, si podía venir a la tienda porque había encontrado una falla en la prenda de ese modisto. “Le encargo que traiga la que le vendí”, aclaró. La mujer, muy ofuscada, dijo que se le había perdido. Que alguien se lo arrebató en el playón del supermercado y que no tenía tiempo, viajaba esa misma tarde a Miami. Cortó la comunicación. Eso molestó mucho, intrigó a la señora y se tentó de avisar a los investigadores.

Sucedió, igual, algo inesperado. A minutos de esa llamada, llegaron dos encapuchados. Armados hasta los dientes. Rompieron todo el negocio buscando lo que tenía escondido en el lugar menos accesible de la boutique. Ni pienso decir donde oculté el talonario con las facturas y datos de los clientes. Golpearon a Sara, a mí no porque sé escabullirme, no por cualquier cosa salí del pueblo.

Luego de romper todo, a uno de ellos se le deslizó algo, inadvertidamente levitó detrás del maniquí. Me moví como un gusano cubriéndolo con el cuerpo. La energía negativa de esos tipos me alteró mucho. Quedamos deshechas, pero vivas. ¡Era una advertencia, si hablábamos nos matarían! ¿Así son esos malvados?

Cuando pude erguirme, atrapé lo que se le cayó al tipo, vi que era una foto. Era la mujer rubia, la del abrigo violeta, pero estaba tal cual debe ser en realidad… ¡Un travestido en sus ropas de entre casa! Ahí pude comprender lo que había pasado por alto. Yo había atendido a un hombre y probablemente era quien mató a la mujer morena. ¿Sería mujer u otro travestido?

Mejor fue que, tanto Sara como yo, nos metiéramos la idea de ser justicieras, en un cajón de la boutique. Y a los policías no decirles un ápice. ¡Tal vez, ellos estuvieran involucrados! Rompí los papeles que había guardado,  uno por uno, y los tiré por el desagüe del baño.

            Me mudé a otra ciudad y la señora Sara se fue a vivir a Miami. A veces recibo una llamada suya para consolarme. Nos enterábamos por Internet de los pasos que seguían a los grupos activistas que trataban de imponer un límite a la muerte de travestis y gay en la gran ciudad. ¡Nada lograban!

Un día, en el metro, me enfrenté al personaje del abrigo violeta de la vieja historia. Me miró asombrado. Pretendió detenerme tomándome del brazo, aplicando una fuerza brutal en mi muñeca. Aún no recuerdo cómo logré zafar y desaparecí entre la multitud en la estación. Pero huí al oeste en busca de otra oportunidad. 

            Estoy cansada de evadirme de este grotesco infierno de violencia gratuita que me rodea. Mi infancia fue un mundo de mentiras y maldad que oculté. ¡Apariencias!. Mi juventud que recién comienza y a la que tengo derecho es el futuro. ¡Por eso me dispongo a otro cambio más! Quiero ser libre.


 

COMO SI ME OLVIDARAS CADA NOCHE


 

Para recordarme en la mañana que estamos vivos.

 

 Recuérdame que aun late mi corazón herido

 

Recuérdame que sale el sol y brilla en sus ojos la vida plena

 

Recuérdame que hay un solsticio de invierno donde duermen las hadas

 

Recuérdame, que he vivido esperando con la mirada puesta al este

 

Recuérdame que no me despertaré con alguien sin conocer su nombre

 

Porque si me olvido de ser yo misma

 

Porque si huelo al viento y no penetra el perfume de las retamas

 

Porque si me siento sobre una roca cerca del mar y no te veo

 

Porque si tus brazos escapan de mi cintura profusa de enrona

 

No seré yo. Será mi cuerpo perdido en la penumbra de la muerte.

 

No serás tú, mi consejero y amigo de milagros esperados.

 

No será la vida, ni el sol, ni los tulipanes, ni las dunas…

 

Ya seré un recuerdo en la fachada desdibujada del calendario

 

Que ha perdido su color y su hermosura. Entonces me olvidarás.

 

Cada noche me olvidarás y en la neblina seré aire, humo y nada.

EL INTELECTUAL Y EL ARTISTA


 

¿Fue así? Lo veo con mis propios ojos. Es indescriptible. ¿Pero no era el que llegó con no sé cuántas maestrías, tanto que enseguida lo nombraron jefe de una ONG?

¡Sí, bueno, era él, pero se le cruzó esa porquería! ¿Qué podía hacer?, te preguntarás. ¡Nada!, te contesto. Hablaba como siete idiomas y era muy inteligente, pero ahora hay que verlo. Está tirado en plena calle, aún usa camisa de puño con botones de nácar, el traje es un trapo sucio, y le han robado los zapatos. ¡Parece mentira que un tipo así llegue a eso! Nadie hace nada. Te diré que al contrario, cuando comienza a retorcerse en el piso en donde está tirado, y a gritar, esgrimiendo una mano como para pelear, los transeúntes escapan. Se hacen a un lado, lo evitan. Y no te cuento las mujeres. Arrastran a los niños, distrayéndolos para que no vean ese cuadro. Incluso la policía se le acerca sólo para ver si no ha sufrido algún ataque. No lo tocan, ni se lo llevan, ni siquiera evitan que siga gritando como un energúmeno.

            Ayer, volví a pasar, vos sabés que trabajo en el museo casi a dos cuadras. Bueno, lo hago gracias a la beca que me dieron en el dos mil cuatro. Vociferaba que era hijo de un ministro y la gente lo miraba extrañada, pero dejó de babearse y me vio. Me dio la sensación de que sabía que era yo, se dio vuelta y se quedó en posición fetal. Tenía la espalda sucia y con sangre.

            ¿Creerás que está herido? No sé, pero me urge llamar a los padres y pedir que vengan a buscarlo. ¿Ellos sabrán que está así? Me duele el hecho de verlo y no poder hacer nada. Pensar que todo  empezó por una apuesta de quién era capaz de trabajar más horas sin dormir.

Alguien le acercó droga mezclada con vodka y él ganó. Ganó el juego. Cinco días sin dormir haciendo lo que hubiera hecho en varias semanas. Perdió. Perdió la vida. Se hizo adicto y alcohólico y ahora está loco. El cerebro debe estar vacío, licuado. No es un mendigo, es el producto de una sociedad enferma, desquiciada, sin horizonte.

Todos estaban enamorados de su alegría, inteligencia, su glamour. Le tengo pena, pero trató de matarme para que le diera unos euros para comprar droga y vino. El miedo me alejó y escapé de su manía y demencia. Tiene veintiocho años y parece de setenta, o más. Si lo vieran los padres así, creo morirían. O no, tal vez saben y no quieren acercarse como hacen los demás. Me incluyo. He visto que vienen de Notre Dame unos voluntarios. Les traen algo de comida y cuando llueve los tapan con plásticos. No me pidas que vaya a buscarlo y lo interne. No es mi tarea, ni siquiera siento pena. Tal vez sí. Pero nadie puede hacer nada.

¿Vos, te animás? Si me das una mano vamos y lo sacamos de allí y lo llevamos a un centro de rehabilitación, después de todo es tu pareja, vivió con vos hasta hace un año y medio. Te dio una buena vida, sin privaciones. Hasta te dejó el departamento y el auto. No querés saber nada. ¡Y bueno, cada uno cargará con su culpa! Me voy. Hasta otra vez que nos crucemos, cuando quieras, trabajo en el museo como ayudante de un restaurador italiano. Si preguntás por mi, me conocen por “El argentino”. La beca termina en dos años, estoy pensando en volver, pero acá estoy bien. Chau.

 

            El joven sigue su rumbo y se sorprende al comprender que ya ni siquiera él tiene solidaridad para con un compañero de colegio. Camina solitario y, a poco de andar, ve una ambulancia que retira el cadáver de otro adicto. ¿Cómo vivirá con su conciencia?