jueves, 4 de mayo de 2023

UNA CÓLERA MORTAL


            La esquina de Montevideo y Mitre, dejaba apenas un salpicadero embaldosado entre la gente que se agolpaba, iba y venía, entraba y salía de las oficinas. El clima del juzgado de Menores despedía olor a ira, dolor, gritos y caras amargadas e irascibles. El viento helado, afuera, desflecaba hojarasca sobre la multitud ansiosa. Me detuve a mirar, busqué con la mirada ausente la figura de la madre de mis hijos, quién oficiaba ahora de tutora. De pronto sentí un puñetazo en la espalda. Me volví para enfrentar a quien me ofendía sin pudor. El rostro colérico de mi ex mujer, que profería sonidos desarticulados, me dejó perplejo. La desconozco, pensé, pero luego mirándola vi muy adentro de sus ojos inyectados en sangre a la que un día me dejó sin aliento. Tenía dieciocho años y la conocí en la plaza Carlos Pelegrini cuando aprendía a bailar el tango. Era de una belleza exquisita. Femenina, locuaz, inteligente y juguetona. Me enamoré sin recato. Estaba, como decían mis amigos “chiflado”, “embrujado” y así me fue.

            Tuve un romance maravilloso. Sin escrúpulos la tomé y la amé descaradamente. Consecuentemente, quedó embarazada. En esa época no sabíamos cuidarnos y cuando supe me volví loco... de miedo, angustia y vergüenza. Sí, yo provenía de una familia muy estructurada y mis padres me sacarían a puntapiés si yo les confesaba mi error. Así a los diecinueve años decidí casarme. Sin carrera, poco estudio y menos conocimientos de la vida salí de mi casa para emprender una vida que yo creí maravillosa. Fue un infierno.

Allí estaba ella, herida y con un rostro descarnado de mejillas arreboladas, labios morados y con su antiguo y bello cabello castaño totalmente despeinado, teñido de colorado pero, con varias líneas de color en las raíces, que mostraban su descuido. ¿Por qué estaba así? Yo todos los meses le pasaba una buena suma de dinero para gastos, dejé mi casita que tanto nos costó comprar para que la disfrutara con mis hijos. Ellos, los cuatro, todos varones, recibían una buena educación en una escuela privada de buen nombre. ¿Qué tenía esta mujer en su alma, que la ponía fuera de sí? Nunca la desamparé, ni dejé de ver a mis hijos y la ayudé tanto como pude, ahora con cuarenta cinco años, ella representaba dos mil. Su ira iba creciendo en tanto pasaban los minutos. Me volvió a golpear, esta vez, intentó golpearme el rostro pero yo, con mi mano firme, le contuve la suya y evité quedar marcado.

            El secretario del juzgado, miraba indiferente por el cristal, con un sello marcaba expedientes, casi sin mirarlos. Su displicencia me sorprendía, pero imaginé, por un instante que para él, ver una pareja a los golpes sería cosa permanente. Traté de tranquilizar a  Melisa, quien iba creciendo en impostura. Su piel estaba enrojecida, sudorosa y las manos; esas manos que besé tantas veces en mis noches de ensoñación, parecían las garras de un animal en pugna para desmembrar un enemigo. El enemigo era yo, su ex amante y adorado esposo hasta que la muerte nos separar. ¿Qué nos separó? ¿Qué destruyó ese clima de dulzura que nos envolvía y que llenó nuestro hogar en un lugar de tibieza sin igual?

            Melisa está tratando de decirme algo, no puede articular, de su boca, que besé hasta la saciedad, salían sonidos guturales, inconexos y comencé a sentir un zumbido en las sienes. Recordé la píldora que me dio el médico, la saqué de mi bolsillo superior y la deposité bajo la lengua. Entonces comenzó a reír con carcajadas histéricas. ¡Dios quiera que te mueras ya mismo! – dijo, y se le entendió muy bien. Junto a mí, en la vereda superior que rodea la planta alta del juzgado, un anciano me observaba con ojos compasivos. Junto a él, un niño pequeño jugaba con unas viejas gafas sin vidrio. Era gente muy humilde, se notaba por su calzado, pero limpia y prolija. Respetuoso el hombre intentaba distraer al pequeño para que no participara en forma inesperada de la contienda que estaba viviendo.

            Salió de pronto, el secretario del juzgado y nos hizo pasar entre una multitud de personas que se agolpaban frente a los escritorios rebosantes de expedientes. Vociferantes cada uno intentaba sobresalir para ser el primero en ser atendido. Así pasé por entre la gente sudorosa. Melisa no podía casi caminar por su iracundia. El hombre seguía con real indiferencia el diálogo desarticulado de mi ex mujer, quien agredía con palabras dignas de un boxeador de quinta categoría ... , ella mi Melisa, ahora parecía una tigresa envenenada. El hombre abrió la puerta del despacho del juez, quien estaba inmerso en una cantidad abarrotada de papeles con olor a hongos y polvo. Sus ojos de color azul, estaban enrojecidos por tanta lectura de palabras infernales. Levantó la mirada y nos enfocó, pasándose la lengua por los labios y la mano derecha por un mechón de cabello despeinado que caía indisciplinado sobre su frente me dirigió la palabra. Su voz grave y calmada, parecía que llegaba desde otro mundo, ese mundo que yo había perdido sin saber cuándo ni por qué. Señor Bermúdez, lo hemos citado porque su hijo le ha puesto la denuncia por maltrato y abuso deshonesto. Creí morir. Mi cabeza era en ese momento un aquelarre donde mil monstruos se movían como serpientes mortíferas. ¿Yo,  Eusebio Bermúdez, maltratador y abusador de mi propio hijo?  Se desplomaba mi vida en un instante. El secretario se paró y me trajo un vaso con agua, el joven observaba mi estupor e incredulidad. ¡Mi Darío, mi pequeño adorado Darío había creado en su mente juvenil semejante historia! Quise sentarme las piernas no respondían a mi mente que febril buscaba una explicación a semejante patraña.

            -Señor, Juez, me deja perplejo, yo sólo he velado desde el minuto que supe que iba a tener un hijo, por el bienestar y por ..., no me salían las palabras. Una luz roja me atravesaba la vista y caí desmayado. Las sienes eran tambores retumbando el seco sonido que aun podía despedir mi corazón. El Juez y el secretario me sostenían con fuerza. Melisa, lloraba y se reía histérica. Me golpeaba a pesar de los cuerpos de ambos hombres que intentaban detenerla. De entre sus ropas extrajo una navaja y me hizo varios tajos en las manos que yo impunemente ponía frente al rostro, única herramienta de trabajo ya que soy modelo publicitario,  vivo de mi cuerpo y mi cara, por lo que ella desesperadamente trataba de herir y destruir. Una paloma se posó en el alféizar de la ventana del juzgado y trataba de ingresar a la oficina. Su pico ligero y tenaz hacía una tic tac que me fue devolviendo a la realidad. La sangre me corría por las manos y sin darme cuenta me había pasado por la frente dejándola entinta en rojo. El secretario llamó a un policía que entró y tomando las muñecas de Melisa, le colocó unas esposas aceradas y temibles. Ella gritaba incoherencias y yo no podía responder porque las lágrimas y el dolor agudo de las heridas me hacían temblar.

-          Señor Juez, juro y puedo demostrar que nunca hice nada contra ninguno de mis hijos. Los he amado y protegido tanto como he podido, creo que esta pobre mujer está totalmente loca. Llame a mi hijo y pregúntele si miento.

-          Haga pasar al muchacho... y traiga a la asesora de menores.

-          Mi Darío nunca sería capaz de mentir, dije, mirando a los ojos de mi muchacho.

-          Señor Juez, este hombre no es mi padre. Mi madre me ha confesado, que ella se embarazó de su hermano y lo engañó a Eusebio Bermúdez, para evitar el oprobio que le causaría la situación. Mi padre, mi verdadero padre, mi tío, me ha violado desde que tengo ocho años, castigándome con golpizas terribles. Deje en paz a este hombre. A quien deben poner preso a es a mi tío.

El secretario se  sostuvo en el escritorio, unas gotas de sudor helado le corrían por el rostro. Mis manos ensangrentadas tomaron las que me acercaba mi Darío, ese hijo que crié sin conocer la terrible experiencia de una familia enferma, la de mi ex mujer. El Juez, cerró cauteloso el expediente y se paró, le temblaban ostensiblemente las piernas. Él, que veía permanentes problemas se había visto sorprendido por una historia más de un mundo enfermo y maligno.

            Me abrazó y me dijo: - Llévese a sus hijos, ya tomaremos las medidas que sean necesarias, a partir de hoy usted tiene la patria potestad, su mujer queda detenida y será observada por un grupo de sicólogos y siquiatras. Buenos días.

            El secretario nos hizo salir, afuera los abogados y otra gente hervía en sus propios infiernos. Tomamos la calle Montevideo hacia el oeste para llegar al Pasaje Israel, donde tengo mi pequeño departamento. Mañana, tengo muchos trámites que hacer. ¿Dónde estarán los otros niños? Les habrá pasado lo mismo que a Darío?

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