La
esquina de Montevideo y Mitre, dejaba apenas un salpicadero embaldosado entre
la gente que se agolpaba, iba y venía, entraba y salía de las oficinas. El
clima del juzgado de Menores despedía olor a ira, dolor, gritos y caras amargadas
e irascibles. El viento helado, afuera, desflecaba hojarasca sobre la multitud
ansiosa. Me detuve a mirar, busqué con la mirada ausente la figura de la madre
de mis hijos, quién oficiaba ahora de tutora. De pronto sentí un puñetazo en la
espalda. Me volví para enfrentar a quien me ofendía sin pudor. El rostro
colérico de mi ex mujer, que profería sonidos desarticulados, me dejó perplejo.
La desconozco, pensé, pero luego mirándola vi muy adentro de sus ojos
inyectados en sangre a la que un día me dejó sin aliento. Tenía dieciocho años
y la conocí en la plaza Carlos Pelegrini cuando aprendía a bailar el tango. Era
de una belleza exquisita. Femenina, locuaz, inteligente y juguetona. Me enamoré
sin recato. Estaba, como decían mis amigos “chiflado”, “embrujado” y así me
fue.
Tuve
un romance maravilloso. Sin escrúpulos la tomé y la amé descaradamente.
Consecuentemente, quedó embarazada. En esa época no sabíamos cuidarnos y cuando
supe me volví loco... de miedo, angustia y vergüenza. Sí, yo provenía de una
familia muy estructurada y mis padres me sacarían a puntapiés si yo les
confesaba mi error. Así a los diecinueve años decidí casarme. Sin carrera, poco
estudio y menos conocimientos de la vida salí de mi casa para emprender una
vida que yo creí maravillosa. Fue un infierno.
Allí estaba ella, herida y con un
rostro descarnado de mejillas arreboladas, labios morados y con su antiguo y
bello cabello castaño totalmente despeinado, teñido de colorado pero, con
varias líneas de color en las raíces, que mostraban su descuido. ¿Por qué
estaba así? Yo todos los meses le pasaba una buena suma de dinero para gastos,
dejé mi casita que tanto nos costó comprar para que la disfrutara con mis
hijos. Ellos, los cuatro, todos varones, recibían una buena educación en una
escuela privada de buen nombre. ¿Qué tenía esta mujer en su alma, que la ponía
fuera de sí? Nunca la desamparé, ni dejé de ver a mis hijos y la ayudé tanto
como pude, ahora con cuarenta cinco años, ella representaba dos mil. Su ira iba
creciendo en tanto pasaban los minutos. Me volvió a golpear, esta vez, intentó
golpearme el rostro pero yo, con mi mano firme, le contuve la suya y evité
quedar marcado.
El
secretario del juzgado, miraba indiferente por el cristal, con un sello marcaba
expedientes, casi sin mirarlos. Su displicencia me sorprendía, pero imaginé,
por un instante que para él, ver una pareja a los golpes sería cosa permanente.
Traté de tranquilizar a Melisa, quien
iba creciendo en impostura. Su piel estaba enrojecida, sudorosa y las manos;
esas manos que besé tantas veces en mis noches de ensoñación, parecían las
garras de un animal en pugna para desmembrar un enemigo. El enemigo era yo, su
ex amante y adorado esposo hasta que la muerte nos separar. ¿Qué nos separó?
¿Qué destruyó ese clima de dulzura que nos envolvía y que llenó nuestro hogar
en un lugar de tibieza sin igual?
Melisa
está tratando de decirme algo, no puede articular, de su boca, que besé hasta
la saciedad, salían sonidos guturales, inconexos y comencé a sentir un zumbido
en las sienes. Recordé la píldora que me dio el médico, la saqué de mi bolsillo
superior y la deposité bajo la lengua. Entonces comenzó a reír con carcajadas
histéricas. ¡Dios quiera que te mueras ya
mismo! – dijo, y se le entendió muy bien. Junto a mí, en la vereda superior
que rodea la planta alta del juzgado, un anciano me observaba con ojos
compasivos. Junto a él, un niño pequeño jugaba con unas viejas gafas sin
vidrio. Era gente muy humilde, se notaba por su calzado, pero limpia y prolija.
Respetuoso el hombre intentaba distraer al pequeño para que no participara en
forma inesperada de la contienda que estaba viviendo.
Salió
de pronto, el secretario del juzgado y nos hizo pasar entre una multitud de
personas que se agolpaban frente a los escritorios rebosantes de expedientes.
Vociferantes cada uno intentaba sobresalir para ser el primero en ser atendido.
Así pasé por entre la gente sudorosa. Melisa no podía casi caminar por su
iracundia. El hombre seguía con real indiferencia el diálogo desarticulado de
mi ex mujer, quien agredía con palabras dignas de un boxeador de quinta
categoría ... , ella mi Melisa, ahora parecía una tigresa envenenada. El hombre
abrió la puerta del despacho del juez, quien estaba inmerso en una cantidad
abarrotada de papeles con olor a hongos y polvo. Sus ojos de color azul,
estaban enrojecidos por tanta lectura de palabras infernales. Levantó la mirada
y nos enfocó, pasándose la lengua por los labios y la mano derecha por un
mechón de cabello despeinado que caía indisciplinado sobre su frente me dirigió
la palabra. Su voz grave y calmada, parecía que llegaba desde otro mundo, ese
mundo que yo había perdido sin saber cuándo ni por qué. Señor Bermúdez, lo
hemos citado porque su hijo le ha puesto la denuncia por maltrato y abuso
deshonesto. Creí morir. Mi cabeza era en ese momento un aquelarre donde mil
monstruos se movían como serpientes mortíferas. ¿Yo, Eusebio Bermúdez, maltratador y abusador de
mi propio hijo? Se desplomaba mi vida en
un instante. El secretario se paró y me trajo un vaso con agua, el joven
observaba mi estupor e incredulidad. ¡Mi Darío, mi pequeño adorado Darío había
creado en su mente juvenil semejante historia! Quise sentarme las piernas no
respondían a mi mente que febril buscaba una explicación a semejante patraña.
-Señor,
Juez, me deja perplejo, yo sólo he velado desde el minuto que supe que iba a
tener un hijo, por el bienestar y por ..., no me salían las palabras. Una luz
roja me atravesaba la vista y caí desmayado. Las sienes eran tambores
retumbando el seco sonido que aun podía despedir mi corazón. El Juez y el
secretario me sostenían con fuerza. Melisa, lloraba y se reía histérica. Me
golpeaba a pesar de los cuerpos de ambos hombres que intentaban detenerla. De
entre sus ropas extrajo una navaja y me hizo varios tajos en las manos que yo
impunemente ponía frente al rostro, única herramienta de trabajo ya que soy
modelo publicitario, vivo de mi cuerpo y
mi cara, por lo que ella desesperadamente trataba de herir y destruir. Una
paloma se posó en el alféizar de la ventana del juzgado y trataba de ingresar a
la oficina. Su pico ligero y tenaz hacía una tic tac que me fue devolviendo a
la realidad. La sangre me corría por las manos y sin darme cuenta me había
pasado por la frente dejándola entinta en rojo. El secretario llamó a un
policía que entró y tomando las muñecas de Melisa, le colocó unas esposas
aceradas y temibles. Ella gritaba incoherencias y yo no podía responder porque
las lágrimas y el dolor agudo de las heridas me hacían temblar.
-
Señor Juez,
juro y puedo demostrar que nunca hice nada contra ninguno de mis hijos. Los he
amado y protegido tanto como he podido, creo que esta pobre mujer está
totalmente loca. Llame a mi hijo y pregúntele si miento.
-
Haga pasar
al muchacho... y traiga a la asesora de menores.
-
Mi Darío nunca
sería capaz de mentir, dije, mirando a los ojos de mi muchacho.
-
Señor Juez,
este hombre no es mi padre. Mi madre me ha confesado, que ella se embarazó de
su hermano y lo engañó a Eusebio Bermúdez, para evitar el oprobio que le
causaría la situación. Mi padre, mi verdadero padre, mi tío, me ha violado
desde que tengo ocho años, castigándome con golpizas terribles. Deje en paz a
este hombre. A quien deben poner preso a es a mi tío.
El secretario se sostuvo en el escritorio, unas gotas de sudor helado le corrían por el rostro. Mis manos ensangrentadas tomaron las que me acercaba mi Darío, ese hijo que crié sin conocer la terrible experiencia de una familia enferma, la de mi ex mujer. El Juez, cerró cauteloso el expediente y se paró, le temblaban ostensiblemente las piernas. Él, que veía permanentes problemas se había visto sorprendido por una historia más de un mundo enfermo y maligno.
Me
abrazó y me dijo: - Llévese a sus hijos, ya tomaremos las medidas que sean
necesarias, a partir de hoy usted tiene la patria potestad, su mujer queda
detenida y será observada por un grupo de sicólogos y siquiatras. Buenos días.
El
secretario nos hizo salir, afuera los abogados y otra gente hervía en sus
propios infiernos. Tomamos la calle Montevideo hacia el oeste para llegar al
Pasaje Israel, donde tengo mi pequeño departamento. Mañana, tengo muchos
trámites que hacer. ¿Dónde estarán los otros niños? Les habrá pasado lo mismo
que a Darío?
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