Naides será despreciado al convite, dijo el Rito, hay locro para
alimentar a una tropilla entera. La peonada se acercó esperando su comida. El
negro Eugenio, repartió platos de aluminio y comenzó a repartir el brebaje.
Sólo un hombrecito se hizo a un lado y se acomodó lejos del festín.
Es el Tiburcio Peña, el hombre dice: No pude trabajar todo el día y no me
corresponde comer junto a los otros paisanos.
Déjese de joder hombre y métale a la cuchara, acá hay para tuitos.
En vano había buscado a su familia. Regresó. Se había ido, después de
pelearse con su mujer y dejarla por años sola, regresó. Viajó por países
lejanos, conoció el hambre y la sed, pero nunca cometió delitos. Era un hombre
de ley.
Cuando llegó a su tierra, a su casa se encontró a forasteros. No era su
gente. Preguntó si sabían algo. Nada, sólo sabían que la mujer vendió la casa y
con sus seis hijos tomó un derrotero desconocido para ellos. Simplemente, sin
pedirle un dato u otra dirección. Ella se perdió en el espacio de la tierra.
Él, se quedó a vivir en la que fuera la casa de ese hombre gastado y ojeroso,
de piel curtida y vestimenta rara. La casa de Rito.
Se alejó sin decir nada, no tenía derecho a reproches. Su huída era
suficiente, incluso, para que
Cuando podía trabajaba todo el día, sino se consolaba con media jornada.
El tema era dormir en un lugar seguro, limpio y digno. Ya conocía él, lugares
lúgubres y peligrosos. La calle es amiga y enemiga horrenda. La conocía.
Recordó cuando en un puerto en Marruecos lo asaltaron unos griegos. Si no lo
ayudaba un “moro” estaría muerto. Y cuando llegó a Cádiz, el bote era un
infierno de inmigrantes nubios, nigerianos y de Chad. Un bote de destierro, de
contrabando, de despojados, hambrientos y el hedor maldecía su nariz criolla.
Pudo reconstruir su vida con muy poco dinero. Regresó. La esperanza era
encontrar a Ema y a sus cachorros. Pero el tiempo es cruel, como fue él con los
muchachos.
Oiga, usted es: ¿Tiburcio Peña de Chañaral del Norte? Acaso no tiene un
hijo dotor en la estancia “El Resplandor”. Rito ¿Cómo se llama el dotor de la
casa de Los Hornillos, ese que curó al cura cuando el año pasado se cayó del
pingo mañero? El corazón del viejo Tiburcio dio un brinco. Sudaba gris agriado por
la euforia y la duda. No podía soñar con encontrar a su familia. Aparte, no lo merecía. Era un viejo cobarde.
Pero se quedó callado, mientras los obreros hablaban. ¿El que se llama Tiburcio
Peña? ¡Ah, igual que usté!
La mirada intrigada de la peonada se posó en el guiñapo de hombre. ¡No
puede ser, se dijo el Rito, mírese la pinta, parece un pobre diablo! Es un
pobre infeliz. ¡Ni me lo diga, lo soy, tiene razón, no valgo nada! Disculpe.
¿Cómo es el muchacho? Diga.
Es alto como el Saverio Luna, robusto y tiene una mirada dispierta. Se
casó con la niña Eugenia, la hija del dueño del Resplandor. ¡Linda tierra esa! ¡Ah
y tiene cuatro cachorros, dos machitos y dos hembritas! Yo lo conozco bastante
por mi mujer, que lleva a cuestas una dolorosa enfermedad, la pobre. Él, la
ayuda mucho. Es bueno y se sacrifica por toditos los paisanos de Valle Hermoso.
El silencio lo envuelve, lo miran con sonrisas hirientes, ese tipo no
tiene un hijo médico. ¿De dónde, si es nadie?
Come silencioso y terminado el convite se aleja saludando a la gente.
¡Agradecido, don…! ¡Y buenas! Salgo y sigo mi camino. Pero en el fondo de su
corazón palpita un terrible dolor. ¿Tendrá el valor de encontrar al hijo?
“El Resplandor”, no queda lejos, seis leguas y media, más o menos. Irá
como por descuido, acercándose sin apuro y sin mostrarse. Espiará al Dotor.
Rito y los otros se quedan opinando. Nadie sabe qué puede pasar, hay
tantas habladurías. ¿Ese viejo será el padre?
Cuando se acercó a la casa y vio al muchacho, supo que era su hijo. Era
igualito a su propio padre. Salió un automóvil nuevo, cargado de niños
hermosos. Se dio cuenta que no tenía que hablarle. Dio media vuelta, alzó su
bolsa y caminó rumbo al ferrocarril para irse lejos.
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