Y, sí, nunca se
supo el origen del nombre.
Nadie o casi nadie se había preocupado por conocer el origen del nombre del pueblo, hasta que llegó la profesora de música del único colegio de educación media que había. La señora se instaló tomando pensión, en el lugar perfecto, la vivienda de Cornelia, antigua en todo: edad y origen. Ella habitaba la mansión más grande de ese caserío. Ella decía conocer a todos y cada uno. Sus historias, las secretas y las públicas. Era memoriosa pero jamás se preocupó por averiguar.
Cornelia aceptó muy complacida a la señorita Arminda. Era la compañía perfecta para su vejez. Culta, conversadora sin ser impertinente, discreta...en fin fue muy sutil el tratamiento que se dieron desde que la mujer llegó. Supo más tarde que había sido casada. En realidad ya no importaba, nunca se había casado con el compositor famoso, que estaba atado a un matrimonio de conveniencia a una joven socialmente superior. Pero eso es otro cuento.
La verdad que a Arminda le ofrecieron las cátedras al “enviudar” del maestro, y el nombre de ese pueblo lejano la llenó de misterio, su cabeza que volaba con fantasmas y leyendas, voló alto y haciendo un pequeño esfuerzo subió al tren y partió sin llevarse gran cosa. Lo más importante fue el piano y el arpa. Llegaron sin hacer ruido con sus libros y recuerdos. Ya instalada, recorrió a pie las cuadras adoquinadas del villorrio. Más tarde caminó por calles de arena y finalmente atravesó con dificultad, senderos que bordeaban el río. Preguntó a Cornelia el origen del nombre..., ésta, ruborizándose, tuvo que aceptar desconocerlo. Platicaron sobre los posibles orígenes y luego, ya la curiosidad pudo más y una tarde que prometía lluvia, salieron rumbo a la casa de don Nemesio. El hombre había llegado hacía mucho tiempo en ferrocarril por unas horas para ver unos animales a pedido del patrón y no se fue nunca. Los memoriosos cuentan que se había embrujado con la belleza de una niña del pueblo, gente superior a él, y allí se quedó, tal vez, esperando salir de la pobreza por algún milagro de la vida.
Vivía en una casa
modesta en la orilla sur del pueblo. Solo, limpio y silencioso. Sus ojos azules
se alejaban hacia la distancia buscando sueños.
Él, tal vez, supiera por qué eso de “
Un regocijo de ladridos recibió la corneta del “fordcito” anunciando a las mujeres. Plantado bajo el ancho roble parecía un general de un ejército invencible. Aun erguido con su altura de un metro noventa, coronada de gris plata en un cabello tomado a modo de cola de caballo, inusual en esos pagos, un sol le sonreía en el rostro curtido. Descendieron sin dificultad escoltadas por los galgos y la voz de hombre fuerte que auguraba una tarde fantástica.
El mate comenzó a
zumbar entre los labios durante la charla que se desplazaba nerviosa en los
recuerdos. Sí, cuando él llegó, allá por el 27, se hablaba de una gran
catástrofe. “El río, después de un tornado y de terribles lluvias,
enfurecido, creció para destrozar medio pueblo. Muchos se fueron a Caritué, a
treinta y seis kilómetros al norte.
Nadie regresó y con esos pobladores se fue la historia de nuestro pueblo, fíjese Cornelia, que hasta Evaristo Regules, el viejo se fue yendo de a poco y se quedó hasta su final de sueño inadvertido. Y ahora, nadie queda de aquella gente memoriosa. Tal vez supieran ellos la verdad..., ah, si yo pudiera despertar las lápidas dormidas. Un moho de distancia queda entre los pinares de aquel viejo cementerio de Caritué. Pero vengan charlemos de otra historia. De la vida que fluye entre el caserío de su fantástica espera de “algo” que suceda. Yo acá voy despacio buscando un horizonte irisado de emociones que no llegan...” y se pierde en la tarde la voz del hombre. Los pájaros comienzan a anunciar el crepúsculo y las dos mujeres parten fascinadas por ese poeta escondido entre los altos matorrales. Vuelven sin la historia, pero con algunos nombres y algunas lucecitas que iluminan la gran curiosidad de Arminda.
Pasa el
invierno y Arminda, encuentra dos jóvenes con grandes condiciones para la
música dentro del instituto. Se comunica con sus amigos músicos de la gran
ciudad. El destino de muchachos perdidos en un pueblo llamado “
MUCHO TIEMPO ATRÁS.
El maestro parado en el tierral seco y
cepillado por la escoba húmeda de Florisa fue recibiendo a los siete
cuerpecitos regordetes y cortos de mirada esquiva de los Koique, luego llegaron los Mammaní con sus escondidas
sonrisas desdentadas en el cambio de sus
siete y ocho años, luego un desubicado rubio, colono él, de tez castaño por el sol sorprendente, de nombre Giorgio Saltailponte , alto y desgarbado
con mirada astuta y yo, atormentado por las zapatillas deshilachadas que me
puso madre. Yo , el único criollo de nombre Evaristo Regules. Cada cual con su bolsa de choclos y patatas. Los Koique también traían dos pollos colgados
de las patas que horrorizados escaparon apenas el señor maestro desató la
cuerda de la que colgaban a las menudas espaldas de uno de los niños. Giorgio, dejó silencioso una bolsa y de
allí salió un hermoso conejo blanco de
ojos colorados. Estaba tan asustado como todos nosotros.
El
maestro ordenó escupir el “cuyico” y obedientes
salivaron todos, menos nosotros, claro, que no tenemos esa
costumbre. Entramos a esa sala donde
apenas se podía ver por la poca luz que ingresaba por la puerta. Una foto de un
hombre gordo y calvo, nos miraba enojado desde la pared. Un trapo azul – celeste y blanco colgaba
desinflado de un palo. Después
aprendimos que era la bandera.
Una
vez adentro, la mujer que cuidaba, nos trajo unos jarros de leche recién
ordeñada endulzada con miel. Nos
entretuvimos mirándonos uno a uno con curiosidad de “chúcaros” de siete y ocho
años. El maestro nos dijo su nombre:
Hermenegildo Freites. Era alto como un
álamo añoso, viejo, de unos cuarenta y tantos años. Seco y de mirada triste. ¿
Quién sabe por qué? Yo era el más
menudo, moreno de ojos pardos, pelo rizado y largo. Comenzó pidiendo que sacáramos las piedras
que ya nuestras mamás nos hicieron juntar a la orilla del río. Eran gotas de
cuarzo rubias , pulidas por el agua y todas de regular tamaño. Arremetió con los números. Una piedra, un
dibujo que con una varilla formábamos en el piso de tierra; dos piedras y otro
dibujo...eran los números y
aprendimos que cada mano tiene cinco
dedos y ahí nomás las piedrecitas
amontonadas en la mesa.
Al
rato, muy al rato, comenzaron las gallinas a bajar de los árboles a picotear el
suelo de afuera y nos distrajimos
todos. Mirábamos como si nunca hubiéramos visto un pollo
robarle migas de pan al polvo del camino. Fue allí cuando vimos correr a la
“doñita”, palangana en mano con agua tibia y apareció una niña detrás de tres
pequeños con un enorme bulto que caía desde su frente sostenido con una faja de
varios colores , la fuerza que hacía la ponía rojo sangre, se mordía los labios
para hacer fuerza y todos , todos llevaban colgando las zapatillas de un cordel
del cuello para no gastarlas. Los pies
morados y sangrando por el esfuerzo y las espinas encontradas en el
camino. El señor maestro, corrió con el
agua que calentaba en el fogón en un
tarro tiznado. Todos, después de dejar la carga, colocaron los pies en la
palangana con agua y despacito el calor
les fue devolviendo el color natural de su piel morena. Habían caminado dos leguas. Albertina era la “mayora” de los
hermanos. Yo no la tenía vista nunca y
me sorprendió ver tan flaca con semejante panza.
Don
Hermenegildo y la doñita, la vieron y no se porqué se pusieron a llorar. Si no
tenían tanto dolor en las patas. La niña
tenía alrededor de doce años y ya sabía escribir su nombre y hacía cuentas como
los grandes. Se quedó un rato sentada para recobrar el aliento y se ofreció
para limpiar la escuela. Escuché al
maestro maldecir en voz baja “ las costumbres de esta gente que no entiendo
y me limito a tratar de corregir” y la vi acomodarse en el calor de
Pasó
lo que todos esperábamos, nació un niñito chiquitito. Era tan enfermo que pocos
días después se hizo “angelito” y en la fiesta de velorio, le pusieron alas de
papel celeste y en cada ojito moneditas doradas, bien lustradas, que le daban
un aspecto de muñeco.
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