martes, 23 de mayo de 2023

UNA CIUDAD LLAMADA “ LA PLUMA”

 

            Y, sí, nunca se supo el origen del nombre. La Pluma tiene alrededor de tres mil habitantes y sufre lo que a todo pueblo en medio del campo le sucede, se van alejando los jóvenes y se van muriendo los viejos. Pocos niños, adolescentes que miran hacia la capital esperando como los caballos en el brete para irse. Algunos, los menos regresan, son los que no lograron ubicarse en la gran ciudad con su agitación y exigencias. Otros , los menos regresan con mujeres o compañeros extraños que no aguantan esa quietud de pueblo.

            Nadie o casi nadie se había preocupado por conocer el origen del nombre del pueblo, hasta que llegó la profesora de música del único colegio de educación media que había. La señora se instaló tomando pensión, en el lugar perfecto, la vivienda de Cornelia, antigua en todo: edad y origen. Ella habitaba la mansión más grande de ese caserío. Ella decía conocer a todos y cada uno. Sus historias, las secretas y las públicas. Era memoriosa pero jamás se preocupó por averiguar.

            Cornelia  aceptó muy complacida a la señorita  Arminda. Era la compañía perfecta para su vejez. Culta, conversadora sin ser impertinente, discreta...en fin fue muy sutil el tratamiento que se dieron desde que la mujer llegó. Supo más tarde que había sido casada. En realidad ya no importaba, nunca se había casado con el compositor famoso, que estaba atado a un matrimonio de conveniencia a una joven socialmente superior. Pero eso es otro cuento.

            La verdad que a Arminda le ofrecieron las cátedras al “enviudar” del maestro, y el nombre de ese pueblo lejano la llenó de misterio, su cabeza que volaba con fantasmas y leyendas, voló alto y haciendo un pequeño esfuerzo subió al tren y partió sin llevarse gran cosa. Lo más importante fue el piano y el arpa. Llegaron sin hacer ruido con sus libros y recuerdos. Ya instalada, recorrió a pie las cuadras adoquinadas del villorrio. Más tarde caminó por calles de arena y finalmente atravesó con dificultad, senderos que bordeaban el río. Preguntó a Cornelia el origen del nombre..., ésta, ruborizándose, tuvo que aceptar desconocerlo. Platicaron sobre los posibles orígenes y luego, ya la curiosidad pudo más y una tarde que prometía lluvia, salieron rumbo a la  casa de don Nemesio. El hombre había llegado hacía mucho tiempo en ferrocarril por unas horas para ver unos animales  a pedido del patrón y no se fue nunca. Los memoriosos cuentan que se había embrujado con la belleza de una niña del pueblo, gente superior a él, y allí se quedó, tal vez, esperando salir de la pobreza por algún milagro de la vida.

            Vivía en una casa modesta en la orilla sur del pueblo. Solo, limpio y silencioso. Sus ojos azules se alejaban hacia la distancia buscando sueños.  Él, tal vez, supiera por qué eso de “ La Pluma” como distinción de otros pueblos.

            Un regocijo de ladridos recibió la corneta del “fordcito” anunciando a las mujeres. Plantado bajo el ancho roble parecía un general de un ejército invencible. Aun erguido con su altura de un metro noventa, coronada de gris plata en un cabello tomado a modo de cola de caballo, inusual en esos pagos, un sol le sonreía en el rostro curtido. Descendieron sin dificultad escoltadas por los galgos y la voz de hombre fuerte que auguraba una tarde fantástica.

            El mate comenzó a zumbar entre los labios durante la charla que se desplazaba nerviosa en los recuerdos. Sí, cuando él llegó, allá por el 27, se hablaba de una gran catástrofe. “El río, después de un tornado y de terribles lluvias, enfurecido, creció para destrozar medio pueblo. Muchos se fueron a Caritué, a treinta y seis kilómetros al norte.

            Nadie regresó y con esos pobladores se fue la historia de nuestro pueblo, fíjese Cornelia, que hasta Evaristo Regules, el viejo se fue yendo de a poco y se quedó hasta su final de sueño inadvertido. Y ahora, nadie queda de aquella gente memoriosa. Tal vez supieran ellos la verdad..., ah, si yo pudiera despertar las lápidas dormidas. Un moho de distancia queda entre los pinares de aquel viejo cementerio de Caritué. Pero vengan charlemos de otra historia. De la vida que fluye entre el caserío de su fantástica espera de “algo” que suceda. Yo acá voy despacio buscando un horizonte irisado de emociones que no llegan...” y se pierde en la tarde la voz del hombre. Los pájaros comienzan a anunciar  el crepúsculo y las dos mujeres parten fascinadas por ese poeta escondido entre los altos matorrales. Vuelven sin la historia, pero con algunos nombres y algunas lucecitas que iluminan la gran curiosidad de Arminda.

 

                        Pasa el invierno y Arminda, encuentra dos jóvenes con grandes condiciones para la música dentro del instituto. Se comunica con sus amigos músicos de la gran ciudad. El destino de muchachos perdidos en un pueblo llamado “La Pluma” despierta la extrañeza de algunos y así buscan la historia del nombre. Con el viaje de los chicos  al conservatorio llega un pedido de investigar el oscuro pasado.

                       

                                               MUCHO TIEMPO ATRÁS.

                        El maestro parado en el tierral seco y cepillado por la escoba húmeda de Florisa fue recibiendo a los siete cuerpecitos regordetes y cortos de mirada esquiva de los Koique,  luego llegaron los Mammaní con sus escondidas sonrisas desdentadas en  el cambio de sus siete y ocho años, luego un desubicado rubio, colono él, de tez  castaño por el sol sorprendente,  de nombre Giorgio Saltailponte , alto y desgarbado con mirada astuta y yo, atormentado por las zapatillas deshilachadas que me puso madre. Yo , el único criollo de nombre Evaristo Regules.  Cada cual con su bolsa de choclos y patatas.  Los Koique también traían dos pollos colgados de las patas que horrorizados escaparon apenas el señor maestro desató la cuerda de la que colgaban a las menudas espaldas de uno de los niños.  Giorgio, dejó silencioso una bolsa y de allí  salió un hermoso conejo blanco de ojos colorados. Estaba tan asustado como todos nosotros.

                El maestro ordenó escupir el “cuyico” y obedientes  salivaron todos, menos nosotros, claro, que no tenemos esa costumbre.  Entramos a esa sala donde apenas se podía ver por la poca luz que ingresaba por la puerta. Una foto de un hombre gordo y calvo, nos miraba enojado desde la pared.  Un trapo azul – celeste y blanco colgaba desinflado de un palo.  Después aprendimos que era la bandera.

                Una vez adentro, la mujer que cuidaba, nos trajo unos jarros de leche recién ordeñada endulzada con miel.  Nos entretuvimos mirándonos uno a uno con curiosidad de “chúcaros” de siete y ocho años.  El maestro nos dijo su nombre: Hermenegildo Freites.  Era alto como un álamo añoso, viejo, de unos cuarenta y tantos años. Seco y de mirada triste. ¿ Quién sabe por qué?  Yo era el más menudo, moreno de ojos pardos, pelo rizado y largo.  Comenzó pidiendo que sacáramos las piedras que ya nuestras mamás nos hicieron juntar a la orilla del río. Eran gotas de cuarzo rubias , pulidas por el agua y todas de regular tamaño.  Arremetió con los números. Una piedra, un dibujo que con una varilla formábamos en el piso de tierra; dos piedras y otro dibujo...eran los números  y aprendimos  que cada mano tiene cinco dedos y ahí nomás las piedrecitas  amontonadas en la mesa. 

                               Al rato, muy al rato, comenzaron las gallinas a bajar de los árboles a picotear el suelo de afuera  y nos distrajimos todos.  Mirábamos  como si nunca hubiéramos visto un pollo robarle migas de pan al polvo del camino. Fue allí cuando vimos correr a la “doñita”, palangana en mano con agua tibia y apareció una niña detrás de tres pequeños con un enorme bulto que caía desde su frente sostenido con una faja de varios colores , la fuerza que hacía la ponía rojo sangre, se mordía los labios para hacer fuerza y todos , todos llevaban colgando las zapatillas de un cordel del cuello para no gastarlas.  Los pies morados y sangrando por el esfuerzo y las espinas encontradas en el camino.  El señor maestro, corrió con el agua que calentaba en el fogón  en un tarro tiznado. Todos, después de dejar la carga, colocaron los pies en la palangana con agua y despacito el calor  les fue devolviendo el color natural de su piel morena.  Habían caminado dos leguas.  Albertina era la “mayora” de los hermanos.  Yo no la tenía vista nunca y me sorprendió ver tan flaca con semejante panza.

                Don Hermenegildo y la doñita, la vieron y no se porqué se pusieron a llorar. Si no tenían tanto dolor en las patas.  La niña tenía alrededor de doce años y ya sabía escribir su nombre y hacía cuentas como los grandes. Se quedó un rato sentada para recobrar el aliento y se ofreció para limpiar la escuela.  Escuché al maestro maldecir en voz baja “ las costumbres de esta gente que no entiendo y me limito a tratar de corregir” y la vi acomodarse en el calor de la Florisa, que la abrazaba en silencio con los mocos en la cara.  El Giorgio la miraba espantado, como si viera un fantasma y se persignó, preguntándole al maestro si era casada.  No, es la costumbre de este pueblo, mejor el padre que lo hace por “amor” y no un ajeno con “dolor”... y salió enojado golpeando los puños contra la costra de barro pintado del muro.  Después supimos que la Albertina esperaba un hijo. Cuando le conté a mi má, se largó a llorar y se metió en el catre hasta que la luna asomó por la ventana.  Ella me dijo acariciándome la frente, que ella me tuvo a los trece años y era muy chiquita y que la muchacha iba a sufrir mucho.  ¡ Yo no entendí nada!  No entiendo a la gente grande. 

                               Pasó lo que todos esperábamos, nació un niñito chiquitito. Era tan enfermo que pocos días después se hizo “angelito” y en la fiesta de velorio, le pusieron alas de papel celeste y en cada ojito moneditas doradas, bien lustradas, que le daban un aspecto de muñeco. La Albertina no lloraba. Estaba allí como un pedazo de madera de algarrobo.  La chicha de algarroba iba de mano en mano entre los presentes. Mi Tata estaba cabrero, junto al gringo y el maestro hacían todo. Los rezos se los dejaban a la Florisa, que de eso sabe un montón. ¡ Pobre Albertina ella no sabe que no va a ver más a su hijito! Mamá dijo que era una suerte que se fuera al cielo... yo no entiendo a los grandes.  Cuando lo llevaron en alza sobre una puerta, dijo el señor maestro: “ Este Angelito es como la pluma del ala de un arcángel , es un beso de Dios” . y así comenzaron a llamarle a mi pueblo.  La Pluma del Arcángel, el Beso de Dios. Pero la gente que es muy bruta sólo le dice La Pluma. Es más corto y fácil de recordar.

 

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