Verde que te quiero verde, dice el poeta; yo no voy a olvidar los
paisajes de Irlanda. Un país que me transportó ala antigüedad. Un país de
gnomos y hadas. Caminos viejos y recuerdos de épocas pasadas, donde los duendes
y fantasmas alimentaron mi imaginación. En los campos pastoreando ovejas
blancas con caritas negras por cientos, lejanos muchachos pelirrojos que
parecían sacados de una estampa lejana. El viento y el frío aire, azotaba en
algunas regiones, a medida que cruzábamos la isla enorme y bella.
En todos los caminos se ven aún las viejas construcciones de casas de
piedra de la época de la hambruna. Abandonadas, con sus espectros vacilantes
negándose a irse definitivamente de sus hogares. Dos millones cuatrocientos mil
habitantes murieron de hambre en el reinado de Enrique VIII y luego la peste y
la plaga, echó de su preciosa tierra a los campesinos pobres hacia los mares.
Hay irlandeses en América y en mi país, Hoy el sonido mágico de las gaitas
suelen sonar en escuelas de los hijos lejanos de Irlanda. El símbolo de esa
tierra que se quebró por defender
Los castillos de los desterrados y las abadías en ruinas, son esqueletos
de una vida de trabajo artesanal y amoroso de ese pueblo. Seculares las zonas
donde hubo poblados enteros que quedaron desvastados.
Hoy las ciudades son pujantes, alegres, con edificios llenos de gente que
ama su buena cerveza y su comida de pescado y papas cocidas. Las calles
conservan un orgullo de vida laboriosa y combativa. Lástima que sufrieron una
separación y hubo discrepancia. El Norte es de Inglaterra, el Sur es un país
con su bella bandera verde, blanca y naranja.
Identidad que se aprecia en sus fachadas modernas, en edificios
restaurados, en el corazón de los irlandeses.
Ingresar en
Al llegar a la costa el viento me empujaba a las placas de piedras lisas
que forman los barandales de las cornisas. El mar bravío llamaba a atrapar el
alma en sus espumas y profundidades. El
frío, me hacía tiritar y no oía las voces de quienes querían hablarme de la historia
de esas losas negras con extraños dibujos. Sólo pensaba en refugiarme en la
casona que servía de confitería. Ingresé y temblando pedí un café. Me lo trajo
una rubicunda muchacha con sus mejillas sonrojadas por el fuerte aire y sol de
la región, cabello rojo fuego y ojos de cielo. Me trajo una manta y me envolví
al costado de una chimenea crepitante. A un costado vi una parva de suéter de
angora de mil colores; suaves, perfectos y tibios. Compre uno de mi color
preferido, el turquesa. Lo adoro, calmo mi sensación de soledad y frío. Me
compré un gorro blanco y salí del negocio transformada en una poblana más de la
hermosa Irlanda.
Es tan inolvidable su campiña, sus casas abandonadas de piedras, su
historia de dolor y resiliencia, que siempre sueño en regresar por varios días.
Te amo Irlanda.
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