Alfredo exitoso
coleccionista de monedas antiguas, había logrado que lo invitaran a una subasta
excepcional en la capital. Viajó en un tren que parecía un carromato diluviano.
¡Este país debería renovar el sistema ferroviario! Pensó hasta quedar dormido
por bamboleo de vagón.
En el asiento frente al
suyo, viajaba un joven muy acicalado y al su lado una mujer de mediana edad,
que aparentaba ser su madre. Despertó cuando sintió el sofoco producido por los
vecinos, que creyendo que no despertaría copulaban con descaro y para sorpresa,
haciendo verdaderas acrobacias para no salir de sus puestos. Cerró los ojos y
los espió con discreción. ¡Qué creaturas más raras! Indudablemente no eran
madre e hijo, sino una simple ramera que atrapó a un joven inexperto; bueno no
tanto.
Cuando hizo amagos de
despertar se sentaron como dos desconocidos sin dar indicios de lo que había
ocurrido minutos antes. Más, le ofreció, la mujer un bizcocho de anís, que
según expresó había horneado esa mañana antes de partir. Alfredo declinó en
convite y agradeció cortés, pero mirando fijamente al muchacho que con una
sonrisa socarrona la miraba de soslayo.
El tren se detuvo en
Rincón Lejano y la mujer saludó amable y descendió como si fuera una cándida
señora de hogar. El vecino sacó un libro de leyes y se dispuso a estudiar. No
miraba a Alfredo. Quien observó la ropa manchada del muchacho en cierta zona
del pantalón, lo que le hizo reír para su interior. Pasó un tren del lado
contrario que lo distrajo. El estudiante, se paró y salió del vagón rumbo al
sanitario. Miró el libro y leyó el título: Ética profesional del abogado. Se le
escapó una risotada.
Cuando ya llegaban a la
capital, el joven sacó de la parrilla superior a su asiento una valija mediana
y una mochila tipo militar llena de libros. Lo saludó y escapó hacia el andén.
Saltó y desapareció.
En la subasta Alfredo
comprendió que había una dificultad terrible para evitar caer en manos de
timadores. Los “Palos blancos” trataban de aumentar los precios de las piezas
en forma astral. Alfredo, sólo pujaría por una moneda de plata del siglo XVII;
que faltaba a su colección. Las había más antiguas, de oro y de cobre; de
materiales y lugares raros, pero él, sólo coleccionaba de la región de los
Pirineos, ya que de allí, habían salido sus antepasados.
Cuando llegó el
entretiempo para comer, salieron muchos personajes que se notaba de lejos, que
eran contratados por la empresa de subasta. Los verdaderos coleccionistas, se
agruparon en un conocido bodegón cercano para hablar sobre sus “Joyitas”. ¡Qué
disfrute! Estaba un anciano francés que coleccionaba antiguas monedas romanas;
un árabe que buscaba de la época de un Rey Persa, un español, gozoso de su
enorme colección de monedas de la antigua región ibérica del siglo de Oro.
Comieron cada cual a su placer y bebieron juntos un buen vino tinto Cabernet
Sauvignon, que abonaron en conjunto. Regresaron a la sala de subasta y ¡OH,
sorpresa! Había un coche policial que les impedía ingresar.
Ansiosos por conocer la
causa, un agente les explicó que habían encontrado al caballero que marcaba el
martillo con un cuchillo clavado en la espalda; que faltaban las piezas del
siglo XII de Oro y que alguien al pasar había visto salir a un joven muy
acicalado con un libro de Derecho bajo el brazo.
Alfredo, recordó a su
compañero del tren. Y abrió grande los ojos cuando vio subir a un taxi a la
mujer que le ofreció el bizcocho de anís en el vagón. Se tocó el bolsillo de la
chaqueta y descubrió que cuando se había quedado dormido le habían sacado una
tarjeta donde estaba la invitación a la subasta.
¿Qué podía hacer? Si le
decía a la policía podían dudar de su inocencia. Y si callaba se sentía
cómplice. Finalmente, los hicieron ingresar y les tomaron a todos las huellas
dactilares y una fotografía, luego les avisarían. Él, se acercó a la vitrina y
vio que faltaba la moneda por la que él, iba a subastar. Una arruga en el
entrecejo y un guante sobre una silla, lo impulsó a mirar tras la vitrina y la
vio caída en el piso, junto a la pata de la mesilla del cobrador. ¡Estaba
manchada de sangre! Si la tocaba, seguro dirían que él fue. Llamó al inspector
y le mostró su encuentro. Los muy malvados le habían querido tender una trampa.
Su instinto y el no ser avaro lo salvó de un verdadero desastre. Saludó a todos los coleccionistas y partió rumbo a su pueblo. Ya habría tiempo para conseguir otra moneda igual.
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