viernes, 19 de mayo de 2023

UNA FRUTA FRESCA

 

                Cuándo quedará mi cálida luna acumulada en mi cintura, poblada de fantasmas que blanquean al tras luz el bosque, allí donde pacen los unicornios y las gacelas. Anónimo.

 

         Dormía Azedime sobre la alfombra que su abuela había tejido antes de partir. El sol se ocultaba y sus pies llagados, ya no sentían el dolor de los primeros días. Habían bombardeado desde hacía muchos días, toda la región y los edificios estaban en ruinas. Por doquier se veían restos de autos, ambulancias y camiones destruidos.

            Los niños no tenían escuela y para sobrevivir recogían plásticos y metales para vender a un recuperador y por lo que le pagaban algún dinero.

Con lo que ayudaban a comprar algo de alimentos y medicinas.

            Jazed, su tío y su hermano Yeppek cayeron bajo las balas de un francotirador. Quedaban sus hermanas Aminne y Yazmín, y su madre, que lidiaba con el asma. Azedime soportaba el hambre y la sed en su tarea, para encontrar algunas monedas. Algunos días se juntaba con seis o siete chicos de su edad para jugar a la pelota en algún escondrijo de la desvencijada población arrasada. Pero hasta eso le estaba vedado. Al ponerse el sol, sin electricidad, se congregaban en los sitios más seguros con su familia.

            Desde lejos se veían los fogonazos de los proyectiles que debatían en Alepo u otra aldea cercana. El mar estaba contaminado de minas, igual que la playa. Ya había visto a varios muchachos y pescadores volar por el aire como un barrilete al viento y caer con pequeños trozos de cuerpo en la arena. Paradoja que muchas veces al caer, explotaba otra mina.

            ¿Madre qué significa la Paz? ¿Madre podré algún día ser médico? Y una lágrima desdibujaba el rostro demudado de la mamita amorosa, que no tenía palabras y caía en un espasmo asmático. Azedime nunca más preguntó. Su corazón le decía que su madre podía morir y él, era muy pequeño para hacerse cargo de sus hermanas. El coexistir con la muerte, lo había hecho crecer de golpe. Pero no en fuerza física ni en tamaño. Era un niño.

            En el vertedero encontró un libro. Lo levantó, lo limpió y vio bellas láminas que estaban dibujadas. No eran comunes a los pocos libros que él, conocía. Hablaba de “unicornios” y gacelas, de un bosque lleno de pinos del Líbano, con frutos y agua que corría por el campo en arroyos, y, sentado entre la basura, se propuso arreglarlo y llevarlo a sus hermanas.

            Esa tarde el sol se despidió con lentitud en el horizonte. Caminó feliz con las monedas y el libro bajo el brazo. Cuando pasó por la calle Al Ferriak, compró una fruta. ¡Era el día! Un día especial en el que él, llevaba algo más que dinero, llevaba un sueño en papel.

            Entró en el espacio donde estaban sus pocas pertenencias y su familia. Sonriendo le mostró a su madre lo conquistado. Su madre se tapó el rostro con el velo. Se echó hacia atrás y comenzó a sofocarse. ¡Claro ese libro no era de los permitidos por su religión! Pero Azedime no lo sabía, comieron en silencio la fruta que supo a gloria.

            Las cabecitas de las niñas apiñadas miraban los dibujos y abrían grandes los ojos como estrellas fugaces. La madre no quiso decirles nada, en su corazón sabía que en cualquier momento una bala o misil enemigo de su pueblo volaría el refugio y que sus niñas nunca tendrían ensanchada la cintura con un bebé para amar.

            Se quedaron dormidas. Un estruendo despertó a Azedime. Entre los escombros su hermana menor, Yazmín abrazaba el resto del libro que encontró en el sumidero. El cuerpo de su madre cubría lo que quedaba de Aminne. Cuando trató de separarlas de la mano pequeña sacó las semillas de una fruta dulce que compró ayer para ellas. Salió despacio y las aventó en el viento. Tal vez algún día llegara la Paz y creciera un árbol que diera fruta para todos.

 

 

 

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