“Cada noche, en la terraza, crujían los canteros y detrás de la escalerilla que subía al estanque, una sombra se proyectaba en la
Hacía muchos meses que no llegaban noticias de la ciudad. Cuando partieron Jorgelina y Oliverio, la casa había quedado en sombras. Casi vacía. El mirador que se elevaba hacia el río, era como un vigía en los atardeceres. Los jacaradáes florecieron y fueron cayendo las pequeñas florcitas lilas entintando de violeta el pasto que amarilleaba con el cambio de estación. Pero las sombras invadían lentamente la casa. El canto de los pájaros pactaban lúgubres con el aire que arrasaba el follaje de árboles y enredaderas.
Lavinia, tenía miedo. Comenzó a usar sus túnica de cachemir blanco. Abrigando su soledad. Encerrada esperaba el canto de las aves para salir del lecho y comenzar el día. Sólo la acompañaba la vieja Elvira, su ama. Esperando la llegada de noticias. Así fue pasando el otoño. Llegaron las lluvias y el frío comenzó a colarse por cada resquicio de los entretechos y de los ventanales. No había fuego suficiente para aliviar las tardes.
Todos los atardeceres subía a la terraza o al mirador en busca de señales. Nada se ofrecía a su ansiedad. Elvira la acompañaba con dificultad. Sus años convergían en cada articulación de piernas y caderas. Se acomodaba tras Lavinia y se apoyaba en los canteros de la terraza donde los rododendros esperaban su tiempo de florecer. El enorme tanque de agua que abastecía a la casa cantaba su música de atanor sinfónicos. Muchas golondrinas anidaban en primavera y allí quedaban sus nidos desnudos esperando también. De sus queridos Jorgelina y Oliverio no había noticias. Nadie se atrevía al casco de la estancia después del asesinato de su marido en manos de un desconocido. El coto de caza y el hara, ahora vacío, eran un indicio de lo frágil del negocio emprendido por su esposo en el pasado.
Una mañana escuchó los cascos de un animal que al galope anunciaba su acercamiento a la casa. Pronto se hizo visible entre los árboles, ya brotados, por la incipiente primavera. Era un hombre alto y enjuto que cabalgaba suelto sosteniendo las bridas con una mano y un rifle con la otra. Lavinia se incorporó en la hamaca del pórtico y se adelantó con seguridad para esperar de frente al caballero. Sin apearse, el hombre saludó cortés y le extendió una carta. Se tocó el ancha ala del sombrero y sin hacer comentarios partió. Una nubecita de polvo lo envolvió dándole un aspecto fantasmagórico.
El billete era muy triste. Oliverio había volcado con el coche y habían caído con Jorgelina a un barranco del río. Muertos ambos la casa parecía aun más sola. Ya no regresarían. Así Lavinia comenzó a subir cada noche a contemplar el río desde la terraza. Crujían los canteros como que las raíces empujaban las plantas. Ya había despertado a pleno la primavera y detrás de la escalerilla que subía al tanque una sombra se proyectaba en la pared. Era como si las flores quisieran explotar para cubrir de besos el rostro bañado en lágrimas de Elvira y Lavinia.
Un atardecer cálido vieron que por el camino se acercaba bamboleándose un coche tirado por seis caballos. Una mujer vestida de seda, de estricto luto, descendió y entre sus brazos apretaba a una criatura. Llamó con voz aguda a las mujeres que bajaron tropezándose para llegar rápido. Se presentó como “mademoiselle” Ginoriett. Era una pariente lejana de Oliverio a quien habían entregado el pequeño fruto del amor de la pareja. Ya no podía hacerse cargo de la niña porque estaba muy endeudada. Ese día comenzaba el verano y para las mujeres, comenzaba una nueva vida. La pequeña Violeta, era como un ramillete de flores frescas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario