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La
compra de la casa que hizo mi papá, fue una verdadera suerte, por ser muy
tranquilo el barrio. Cómoda y fresca, casi nueva. Cuando llegamos nos encantó
el arreglo del jardín y el frente, como así también la sencilla gente que
habitaba en los alrededores. Pasó el tiempo y nuestros vecinos más cercanos, partieron
a otra ciudad, por un cambio de trabajo. Nos lamentamos y los despedimos con
cariño, especialmente al Carlitos, con el que yo jugaba a la pelota a diario.
Le sugirió, mi mamá, que la casa quedaría muy sola sin sus cuidados. No
imaginamos nunca, que al ponerla en venta, los nuevos dueños, serían tan raros.
Un buen día
de verano llegó un camión con los muebles y cajones de los nuevos dueños. Éstos,
eran tres personas jóvenes. Al principio creíamos que era una familia común.
Con el pasar de los días comenzamos a escuchar discusiones y gritos. También
insultos. El hombre que parecía ser el dueño, no debía tener más de treinta y
cinco años, era rubio de gafas muy gruesas y se dedicaba a escribir en una
moderna computadora todo el día. La joven mujer no dedicaba ni un minuto a las
tareas domésticas. Salía, ella, muy temprano con un portafolio en un viejo auto
todo chocado. La casita tenía ahora un aspecto de abandono al que no estábamos
acostumbrados. Con ellos, llegó un muchacho de rostro desdibujado y raro en el
trato. No hablaba nunca con nadie. Aparentemente débil mental o tal vez
esquizofrénico, que completaba al grupo familiar. Él aparecía y desaparecía de
las ventanas siempre fumando unos terribles cigarrillos de tabaco negro
maloliente. Ninguno hablaba con nosotros ni con los otros vecinos. Un día
aparecieron unas pequeñas niñas de alrededor de seis o siete años. Despeinadas,
sucias, vociferando y haciendo mucho ruido. Después de varias discusiones que
poblaron las noches de nuestro ex tranquilo jardín, no escuchamos más los
gritos de las pequeñas. Comenzamos a escuchar, sí, el feroz ladrido de un perro,
que nos despertaba a toda hora con gruñidos. El griterío de los vecinos se
conjugaba con el ruido espantoso. Aparecieron otras pequeñas por un par de días
más. Oíamos gritas e insultar con palabras que no puedo reproducir, pero
también después de intensos gruñidos y ladridos del perro, no se volvieron a
ver. Luego de discutir en casa, papá y mamá, nos prohibieron hablar del tema;
sobre lo que creíamos podía estar pasando, yo, que soy muy curioso, tomé la
determinación de subirme con una escalera para ver cómo era ese animal que no
dejaba dormir ni descansar en las noches.
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Me
acabo de trepar sobre la medianera. Desde las ventanas de mis vecinos se
observa la cara inexpresiva de la mujer, que me mira con una extraña sonrisa,
parece un diablo. En la otra ventana alcanzo a ver el fulgor de los lentes del
hombre, que mira silencioso, detrás de los cortinados. En la mala posición en
que me encuentro, un poco porque nunca he hecho algo así, como espiar a un
vecino y otro poco porque siento temor por lo que puedo ver y por lo que papá
nos dijo; me alargo y miro hacia todos lados y... ¡Qué horror¨! Me paraliza ver
al terrible mastín jugando con la cabeza semidestrozada de una criatura, a la
que dentellea sin piedad! El cuerpo del perro es tan deforme que parece un
monstruo. Es mitad animal y mitad humano. Allí, encadenado y con sus garras
retorcidas, largas zarpas y un extraño color rosado fuerte, en lugar del suave
pelaje de los perros que conozco, unos ojillos saltones de tono rojizo, me
observan con destellos diabólicos. Una lengua viperina, alargada como de
serpiente, que se mueve relamiendo los hilillos de sangre... ¡Ningún sonido
sale de mi garganta paralizada! Veo como salta golpeándose contra la pared para
alcanzarme. Siento que alguien desde
abajo golpea mi escalera y me voy cayendo lentamente, empujado por una mano,
que no puedo ver. El perro me está esperando con las mandíbulas llenas de
sangre fresca...
Tolón,tolón,
tilín,tilín, este cuento llegó ¿a su
fin?
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