Una nube de
polvo rojizo, que se arrojaban a puñados, en una lucha infantil, le impedía ver
a un grupo de chicos que jugaban en la callejuela lateral de la capilla del
"cura dominico" Francisco de
Partieron a la
rústica iglesia y allí, entre manitos de todos colores y deditos untados de
azúcar y miel, arreglaron la sarta de cuentas de madera. De repente se escuchó
el llamado de un grupo de voces femeninas: Manuel Tadeo, Juan Fermín, Justo
Rufino, José Francisco, Borja, Anselmo, Yaguapitá, Ñemitýhara, Taguató, Íyeré,
Catupírí ... a comer. En un instante desaparecieron corriendo hacia sus casas,
el hambre común de los niños que crecen, hicieron olvidarse de decirle adiós, al
cura. El más pequeño se quedó a medio camino, se dio vuelta y con un gesto
amigable saludó al "padrecito". Ese niño era José Francisco de San
Martín.
La vieja nana
guaraní, Juana Cristaldo y su compañera Rosa Guarú, al atardecer llevaron a los
queridos chiquillos a la orilla del manso río. Mientras ellas lavaban la ropa los
niños jugaban sin miedo entre las plantas que con sus silvestres verdes,
armaban un paraíso pequeño pero lleno de jolgorio y fiesta!
Doña Gregoria,
la madre, quería que sus pequeños hablaran muy bien "
José seguía
jugando con María Helena, Justo, Manuel y Juan Fermín, en las tardes misioneras
y creciendo para cumplir con la tarea heroica que no sabía que le tocaría vivir
cuando creciera.
¡Cómo lloraron
todos cuando llegó la orden desde Buenos Aires que tenían que regresar a
España! Así entre abrazos y lágrimas entintadas con la tierra colorada y los
terribles saltos de las ruedas del viejo coche tirado por seis caballos, se
fueron perdiendo los Cunumí del Sur, en la lejanía de los caminos. Se fueron
desdibujando hacia el futuro.
Tolón, tolón,
tilín, tilín , este cuento llegó a su fin.
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