martes, 2 de abril de 2024

LA COCINERA

 


            La pobreza amansó a los críos de la casona campesina. Eran once entre mujercitas y varones. Con ropas remendadas, zapatos rotos y usados que heredaban de los mayores se iban transformando en mozos que trabajaban a destajo en los campos vecinos y en la chacra, las mujeres mantenían vegetales y algunas aves y conejos para la olla. Siempre los fuegos encendidos para esas bocas hambrientas.

            Cuando Catalina, la mayor cumplió los doce años, su madre enfermó. El padre la llevó en la volanta al pueblo y un médico la revisó. Le diagnosticó la enfermedad que asolaba las casas humildes: tuberculosis. No había remedio. Duró unos meses y una mañana de domingo, las campanas del campo santo, sonaron a desgracia.

            Catalina, se transformó en la madre sustituta con doce años. Una noche de tormenta bajo el rugido de truenos y relámpagos, vio entrar a su padre, con terrible olor a ron, y la tomó por la fuerza. Ahora la hizo mujer con prepotencia de macho. Luego salió golpeando la puerta, blasfemando y al día siguiente lo encontraron en el cobertizo colgado de una viga del techo.

            La joven niña, llamó a un vecino para pedir ayuda. Éste la miró con extraña sagacidad y le hizo algunas preguntas sospechosas que ella evitó. Su hermana pequeña dos días después cumplió dos años y se acercaba a ella buscando el pecho materno. A los días vino un alguacil de la ciudad con el vecino a indagar sobre los sucesos  pero, Catalina, superó el interrogatorio. Su corazón destrozado, se aferraba al amor de sus muchachos.

            De vez en cuando venía una vecina para enseñarle alguna receta de cocina. Aprendió mucho de ella. Esta buena mujer al verla la primera vez, se sorprendió. ¡Catalina estaba embarazada!

            Nunca puso atención a su preñez, pero llegado el tiempo, la hizo llamar para que le ayudara a dar a luz, ella ya sabía como cuidar un recién nacido. Sus hermanos fueron sus maestros. Le puso como nombre Dulce, era una niña rubicunda, silenciosa que esperaba los pechos núbiles de su madre hermana. ¡Le llamaba la atención a Catalina, que tenía ojos rasgados y siempre la lengüita afuera de la boca, como si le sobrara! No sabía que su hija era especial. Una situación normal de ser hija de su propio padre.

            Fue pasando el tiempo y ya sus hermanos habían crecido y trabajaban la chacra y se asentaban por chacras cercanas para traer un salario que entregaban a su hermana y que ésta, diligente repartía justiciera entre todos. Dulce, la pequeña, tardó en caminar y hablaba y reía sin aprender demasiado, pero todos la amaban.

            Por pudor, Catalina nunca se confió a nadie, excepto a la amiga de su madre que le enseñó a cocinar como profesional. Por lo que un día, vino un caballero de la ciudad y la contrató para que trabajara en su bodegón. Allí, llegaba con una bicicleta que compraron con los ahorros los muchachos y bien temprano preparaba verduras, picaba carne de pollo, conejo y vacunos dándole a cada cliente el gusto en cada plato que preparaba. Se había corrido la voz. Venían de lugares un tanto lejanos y el lugar se hizo popular.

            Sus lentejas, con chorizos, costillitas menudas de puerco, verduras y sabor exquisito era un plato de día sábado. El arroz con pollo trozado y verduras olorosas, el de jueves y los ravioles rellenos de requesón y nueces con salsa de tomates maduros y albahaca en días domingos, era la predilección de los comensales.

            Un día necesitó traer a Dulce consigo, los niños, no tan niños ya, trabajaban en la cosecha de maíz y las muchachas en la chacra de espárragos. Por lo que la pequeña merodeaba entre las mesas del comedor. Entró un caballero trajeado con un enorme reloj de oro que atravesaba su barriga con una cadena gruesa. Se sentó, atusó sus bigotes y tomando la servilleta, la colocó sobre su pecho. Dulce se acercó y le dio una manito. Él, se asombró de ver a la niña. Llamó al dueño y le indagó si era su hija. ¡No!, dijo es de la cocinera. Llámela.

            Catalina se arremangó, enrolló el delantal sobre su delgado vientre y se acercó. Era la primera vez, que entraba al sitio donde se servían sus delicias. Rubicunda y asustada, se avecinó a la mesa. Allí, se quedó parada, muda y cabizbaja. ¿Qué necesita el señor? Soy el médico del Valle Angosto, y me sorprendió tu hermosa hija. ¿Cuándo la engendraste? ¿Qué edad tenías? ¿Quién y dónde está el padre? Una mirada de terror apretó también la garganta de la muchacha.

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