AYER
Agito el pañuelo haciendo señas. Nadie, aparentemente, me ve. Los enormes abedules cubren con las hojas la visión de la casa. O bien, la indiferencia y el temor, impiden acercarse a los misericordiosos.
Comenzó el fuego hace veinte minutos. Una densa humareda se eleva entre el follaje. Pero ni el griterío de los loros y graznidos de los cuervos, atraen a nadie. El camino tiene una curva allí y quienes transitan no pueden dejar de aminorar la velocidad. Saben que seguro se estrellarán contra una pared de piedra. A pesar de eso, me parece que pasan acelerando.
Miss Leyla Doguerty yace laxa en su silla de ruedas. Junto al pilar pétreo donde dejan la escasísima correspondencia. Alguna vez, el buen Johan la acerca hasta la misma casa, y de paso, toma un balón de oscuro ale, que preparamos. Pero, hoy nadie se detiene. Nadie.
Hace tiempo que se retiró y no actúa. Su huída al campo reafirma la idea de la densa personalidad de la mujer.
Ha sido un año fatal. Malas lluvias. Mala cosecha. No consigo gente
para trabajar el valle. Todos han viajado a la gran ciudad, en busca de libras
fáciles. Incluso, miss Georgina Hustlei, nuestra enfermera, siempre empeñada en
hablar de manera maligna contra la capital, partió ayer al amanecer.
Nosotras imposible. Miss Leyla, no tiene salud en la campiña. Creo que
menos aún la tendría trasponiendo el límite de tierra laboreada hacia Londres.
Envolverse en la vorágine del tránsito. Hemos quedado solas, los vehículos
atraviesan el pueblo por la carretera rumbo a los condados vecinos. Nadie se
detiene.
Ayer, el prefecto me comunicó que las tuberías se saturarían por la
falta de consumidores. Abrí los grifos desparramando el agua por el terreno, incluso, al poco ganado que nos queda, lo dejé
vagando por los campos en medio del lodazal.
Observo a mi señora y la veo
desorbitada. El pánico marca su rostro. Jamás deja de mirar el fuego que lo
consume todo. Estamos solas.
Se ha enrarecido el aire. Un rumor de cristales rotos se congrega cerca de la enorme casa. Siento el gemido insidioso de los galgos. Tironean la escasa tela de las polleras de mi ama, que en llamas, se dispone a abrasarse. Sigo haciendo señas y me voy disgregando en cenizas que vuelan junto a los pajonales levemente inmóviles. He traspasado el tiempo. Alguien viene. Se detiene un automóvil. El conductor. con esfuerzo, trata de alejar el fuego. Ya se consumen el joven y su hermoso auto.
Hemos entrado en una enorme zona de penumbra. Pero de entre los escasos residuos, emerge una Miss Leyla Dogherty, juvenil y robusta. Camina contra el aire desentonando con la furia del fuego, que se va desvaneciendo en el poniente.
HOY
Las bocinas dejan
insomnes a los pocos transeúntes de Central Park. La puesta de sol preña de
intermitentes trozos de penumbra las calles. En derredor comienzan a perfilarse
los vagabundos, alcohólicos y desamparados, que buscan un retazo de espacio
para dormir. Husmean en los bolsones de basura para ver si encuentran algo.
Los dealer venden sus drogas a los cada vez
más resueltos consumidores, mientras algunas patrullas tratan de aliviar
avenidas y pasajes de lacras callejeras.
Un automóvil se detiene en 5ª y Landfort, y se
acercan dos muchachotes encapuchados, calzados con zapatillas brillantes y
generosas. Una mano, enguantada y aturdida, extiende un billete de diez dólares
a uno de ellos y atrapa un indecente botín. El vehículo escapa. Es una ráfaga
de fuego negro que brilla con la extraña luz de neón.
Leyla Dogherty, enfundada en un escotado
vestido negro, aspira una línea. Su manager la observa con mirada vacua. Sabe
que cantará como nunca. Su voz, con ese raro tono burilado, es capaz de
trastornar a la inconfundible concurrencia grifada del club Ninna. Son las
horas voraces de la noche. Allí se arreglan los suculentos negocios sucios, y
no tan sucios, de New York.
Leyla se desplaza con los
altos tacones envuelta en una malla de piedras engarzadas sobre la piel
desnuda. Alta, delgadísima por su adicción y rubia hiriente, esconde una mirada
insinuante y lejana. Oculta un secreto. Habla poco o nada. Tiene eternas horas
insomnes, por las que camina descalza sobre el frío mármol del departamento.
Nadie sabe de dónde vino, ni qué hará.
Su público delira cuando
comienza a cantar. Música casi desconocida con letras que huyen a extraños
espacios de tiempo. Pero, ha comenzado a sentir el mismo dolor de antaño. El
síndrome comienza a invadir sus músculos como entonces.
El perfume de los cuerpos
reunidos en el salón del club, penetra en las fosas nasales de Leyla. Sangran
sus pequeños capilares rotos por el uso del polvo blanco. Kevin, el pianista,
le alcanza un rectángulo de papel absorbente y se sostiene con sus largas manos
transparentes, donde venas azuladas escurren la sangre enferma. Sigue,
lánguida, cantando esos lejanos recuerdos musicales.
El silencio se interrumpe
por el zumbido de una necia que se ha emborrachado y está llena de narcóticos.
Hace silencio. Nunca permite que le impidan su actuación con el respeto que
merece. Un aplauso insinúa que deben apoyar su voz. Abandona el escenario.
Arrastra su breve cola negra centelleante de azabaches y piedras, pero se nota
que tiene alguna dificultad. No está erguida y segura.
Robin Keathon, su
manager, la toma de un brazo y masculla en su oído una palabrota. No puede ser
que destruya su carrera con un capricho o por la droga. Ella se suelta y
acomete hacia el camarín. Es Leyla Dogherty. La única. Los aplausos caracolean
tras la mujer, que se pierde entre las sombras. Allí, puede dar rienda suelta a
su verdad. No conspira, sabe que tiene un tiempo, sólo un breve tiempo, y
cantará en una silla de ruedas. Aún huele el fuego de una época perdida en su
misterioso pasado.
En el sosiego que la
envuelve, descorcha una botella de vino burbujeante; un exquisito champagne
francés. Bebe. La copa cae de su mano cuando en el espejo ve reflejada la
imagen de la amable mujer que la cuidaba y que se disolvió en la tormenta hecha
cenizas. Tú, Mery, ¿qué tramas? Acaso vienes a buscar venganza. Desaparece la
imagen en el azogue y Leyla llora. Después de años puede llorar a esa mujer
perdida. Robin Keathon le acerca una línea y ella, de una palmada, la destierra
de la mesilla. No quiere ese sostén mercadeando su vida. No habla. Él la empuja
hacia la puerta de salida y, subiéndola al auto con un envión, la desfigura en
el cuero del Mercedes.
—Te odio. No soy tu prisionera.
No te debo nada.
No le responde y ríe, ríe
a carcajadas. Le aplasta una mano en el rostro. Vuelve a sangrar la nariz. La
magnífica cantante es un guiñapo humano. Él enciende un habano. Ella se arroja
sobre el hombre y comienza el fuego. La combustión es rápida.
El chofer trata de evitar que se propaguen las
llamas. Trata de escapar, pero Leyla ha cerrado herméticamente las puertas y
crepitan entre los aullidos agigantados de dos perros que esperan a la orilla
de la calle. Son dos galgos. Esperan a su ama.
Ella sale por la
puertecita y camina mientras el coche estalla. Entrará en esa margen
inexplicable de sombra y penumbras. El chofer se deshace detrás, en cenizas y,
una brisa lo dispersa por los jardines.
—Adiós, querido Terry, pronto nos volveremos
a encontrar
—murmura. Y sigue por la calle solitaria.
Mañana los diarios
hablarán de la extraña muerte de la artista del año, Leyla Dogherty. Los
encargados de investigar se estremecerán al no encontrar huellas de su cuerpo.
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