martes, 2 de abril de 2024

LOS VIEJOS HABLAN

 

                                                                                                                                                              LOS VIEJOS HABLAN CON LA ENORME Y DOLOROSA VERDAD DE HABER PERDIDO UN TESORO... LOS VIEJOS AMIGOS DE ANTAÑO.

 

            Ramón, está muy callado hoy. Al amanecer ya estaba en el sillón azul que han ubicado junto a la ventana que se abre hacia el patio. Ese es el peor de los lugares del hogar. La pared es de cemento liso, sin pintura y sólo hay manchas, algunas, claro, de humedad.

            Los pájaros no van a ese pequeño rectángulo gris. Es frío y sin vegetación. ¡Es el resumidero de la tristeza! Ahí mira desde que sale el sol hasta que Nuria, le lleva una taza de caldo con cinco o seis fideos. A veces, en escondidas de los dueños, le pone un trocito de carne, poca porque no lo hacen con mucha carne. Otras, le agrega una zanahoria trozada que de tanto hervir está sin color. ¡Es tan mala la cocinera! No sabe hacer comida como doña Josefina, la que se fue o la fueron los patrones, porque ella sí, ponía todo y en tiempo los condimentos y verduras. ¿Esto es un negocio, no un centro de caridad! Y se tuvo que ir. Llegó la nueva. ¡Un desastre!

            Ramón no es muy añoso. Suele venir su amigo Leandro y a el se le ilumina el rostro. Le cambia la piel, la mirada y hasta pierde esa postura de entrega. Pero su amigo tiene que tomar tres colectivos para venir a verlo y es mayor. Cuando se murió la compañera, con los hijos en el extranjero, nadie lo atiende como sería de esperar, digo yo, no.

            El patrón cobre en el banco lo que manda el hijo de Ohio y la hija de Barcelona, pero no hay diferencia con el viejo Rolando, que apenas tienen para pagar los de la familia. Todos son iguales. Pobres y bien pagados. En invierno mezquinan las estufas. En verano los ventiladores. ¡Ni hablar de la comida! Es un asco.

            Ramón de joven debe haber sido un hombre hermoso. Hay unas fotos en su mesita de luz, que lo muestran cuando era profesor en la facultad de filosofía. Alto, de porte altivo, cabello abundante y muy bien vestido. Detrás, en una de la fotos, hay cuadros que se ven muy buenos, y libros…uf, miles de libros. Además cuando viene  don Leandro, hablan con palabras hermosas y conversan horas, recordando hechos pasados. Al final es el único día que el patrón le hace una comida como Dios manda, con fruta y jugo. ¡Claro, no quiere que se enteren los hijos que le priva al padre de todo!

            Antes le dejaba hablar por teléfono cuando le llamaban ahora le está prohibido. Y eso que las llamadas son pagadas por los hijos. Pero le aterra que les cuente lo que pasa. ¡Se va al “carajo” el negocio!

            Hace unos días que Ramón no habla. Se sienta en el sillón y mira. Mira la pared que cada vez es más gris. Más húmeda. Más triste. Ya no quiere comer ni beber. Está entregado a la muerte.

            El patrón trajo un médico. No le encontró nada, bueno desnutrición y deshidratación. Le rogué que me diga qué le pasa. Levantó la mirada y con su mano delgada me acarició la cara. ¡No, no me pasa ni quiero nada! ¿Sabés hija, me dijo, todos los seres que amé y amo, o se han muerto o están lejos? Y así, no vale la pena vivir. Mi mujer, a la que yo peleaba porque vivía limpiando la casa, se me fue con un ataque al corazón. Yo creía que viviría para verme a mí en el Parque de Paz, mis hijos están lejos y triunfan en lo que yo, les empujé que hicieran, mis colegas y amigos se han ido todos por los caminos de la vida.

            Yo no sabía que tenía un tesoro. Creía que la juventud iba a durar por siempre. Me alejé de Dios, del club, de mucha familia que podría estar cerca y mi soberbia no me dejaba aceptarla porque no eran gente culta. ¿De qué me sirve los cientos de libros que leí, cátedras y doctorados que hice o dí? Ahora estoy solo de toda soledad? ¿Cuántos años tenés? Con tu edad, yo me creía Sansón.

            Le dije que tenía veintiocho años y que me casaba en marzo con el Juan, que es camionero. Se sonrió. Hacía mucho que no lo veía con una sonrisa. Traje su comida y apenas la probó. ¡Ramón, yo lo quiero mucho! Usted es como un padre para mí, no se me ponga tan mal.

            No quiero vivir. Me miró y me pidió que lo llevara a su cama. Allí se acomodó como un niño desamparado. Lo cubrí con una manta que había mandado la hija de España. Se durmió, pero antes me puso algo en el bolsillo del delantal. Salí apresurada porque un paciente de otra habitación gritaba. Cuando regresé estaba frío. Helado y algo endurecido. Llamé al patrón. Llegó puteando, se le iba el que mejor pagaba.

            Cuando metí la mano en el bolsillo encontré un anillo de brillantes y zafiros, de antigua hechura que había sido de su esposa. Fue su amorosa forma de decirme su amor. Yo lo voy a llorar. ¡Pobre Ramón! ¿Vendrán sus hijos?

 

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