jueves, 27 de septiembre de 2018

BATÓ, LA MUJER PROHIBIDA.




                        Nadie canta la canción de cuna de su hijo. La luna nueva reflota una mediana luz amarilla sobre el estéril campo de pastoreo. Ella había cumplido con los ritos con la estricta rutina que imponía la tradición, pero el brujo, había repartido hebras de cabello rojo sobre la pequeña cama donde yacía Rutúm. Lánguidas las vacas se acomodaban junto al pozo, algunas cabras desfilaban discontinuas hacia el centro del caserío buscando seguridad en la noche. La soledad le apretaba el estómago y su alma sentía hambre. No tenía sueño. El jefe del clan la había amonestado cuando siguió al hombre del camión, él, le prometió una vaca y diez cabritos si lo ayudaba a cruzar el desierto que se abría frente a la sabana. Bató, mecía a su pequeño niño que reflejaba la luz en la piel clara de su frente. Sus pechos manaban una leche que transpiraban sus pezones lánguidos como el jugo prodigioso del higueral junto al pozo. No quisieron acompañarla al centro del palmar para crear su canción a Rutúm. Se había transformado en la despreciable madre de un niño cuyo cabello blanco y ojos rojos, le daba aspecto del mismo demonio que habitaba el desierto.
                        Cuando partió en el sofocante transporte, siguiendo las huellas que dejaran los animales con estiércol y pisadas de infinita filigrana, no pensó lo que le costaría regresar. Ese mundo le era adverso y cruel, la gente que gritaba y empujaba en los mercadillos, tratando de atraer a un posible comprador. Cada mujer sobre un paño multicolor, sentada junto a sus cestas con higos, banana, mandioca y zapallos, despertaba la curiosidad de Bató, que nunca había salido de su comunidad. Envuelta en una frágil tela anaranjada, con sus joyas, símbolo tribal que la identificaba, se movía sorprendida. El hambre comenzó a apretarle y sintió que necesitaba ganar su comida. Sólo lo encontró en el hombre del camión amarillo. Vivió un corto infierno, sólo fue por un tiempo y pudo regresar a su comunidad con el mismo hombre que la había engañado. Pero llevaba un fruto prohibido en sus entrañas.
                        Nació en un día de luna nueva. Su pequeño niño era blanco, y su cabeza estaba cubierta con una suave pelusa nívea y cuando abrió los ojos un rojo pálido coloreaba la mirada. El estupor hizo que nadie se acercara con los dones, ni mujer alguna quisiera acompañarla para crear la música ritual del nacimiento. No cantaron tampoco su canción, esa que la tenía que acompañar en cada trance de la vida y que en lejanos tiempos crearan todos los amigos de su madre. Su vida era un escándalo. Una infinidad de ojos la perseguía cada vez que atravesaba la aldea. No le hablaban. No le pedían ayuda para hacer tareas comunitarias. Su niño extraño era el demonio, decían las niñas vírgenes, un espíritu maligno, los ancianos. Sus débiles piernas se desplazaban desdichadas por la tierra inhóspita del caserío. Una gallina se acercó a mirar al pequeño que dormía y trató de picotear su cabeza, pero un grito de Bató la espantó. Un hombre se paró en la puerta. Se acercó y comenzó a cantar la canción de cuna de Bató. Era un anciano, ciego, que le acercó un zapallo y unos huevos. Un lágrima se deslizó por el rostro oscuro y fue dejando un pequeño surco en la negra piel que brilló en su boca esperanzada.
                        Canta Bató, dijo, cantemos una canción de cuna para tu hijo. Hace muchísimos años, nació en la tribu un niño como Rutúm, lo mataron por miedo a que fuera un demonio. Era mi hijo. Yo me quité los ojos por el dolor que me causó su muerte. Un tiempo después, pasó por acá un hombre blanco, dijo que era médico; y yo le conté mi historia. Él, me dijo riendo que en otros mundos lejanos a nuestra aldea, eso no era muy común, pero que ocurría a veces y era un destino de no sé que enfermedad que daban los padres a sus hijos. Un problema de ancestros. Para aquel médico blanco, era un ser normal, tal vez, casi normal. Yo quedé ciego por un error de de nuestros brujos. Acá conocemos poco de lo que sucede más allá de la sabana, la jungla o el desierto. Ven Bató, vamos a crear la canción de tu hijo. Y tomándose del brazo de Bató, caminaron hacia la jungla para componer esa hermosa melodía que acompañaría la vida de Rutúm en los buenos o malos tiempos. 

                                   La tradición africana de ciertas comunidades es crear una canción comunitaria para cada niño que nace. Esa canción es cantada en cada momento importante de la vida para darle fuerzas o alegría.

UN CUENTO INSPIRADO EN COLOMBIA



            Caminaba por las tranquilas calles de Cartagena. Había soñado toda la infancia y la juventud con este viaje que por fin pude concretar. Algo aquí atraía mi espíritu aventurero y  afiebrada imaginación. Sentía una fuerza  singular que me provocaba asombrosas sensaciones cuando soñaba con una ciudad extraña y se reiteraba constantemente ese sueño. Alguna de las cien pitonisas que visité en busca de respuestas, quiso ver una vida pasada en otro mundo. Yo me reía de esas extravagancias propias de mi generación. Nací en la década del 60 y entre hippies y rock, aparecieron los orientalistas con sus ideas nuevas. Pero: ¿Cartagena sería en realidad ese otro mundo? No, yo creo que todos mentían. Estas piedras del fuerte, de las viejas y restauradas viviendas de antaño, son tan sólo una maravilla antigua, digna, que debía disfrutar  en las vacaciones.
            Caminé y caminé durante todo mi primer día, compré un vestido de algodón blanco para exorcizar el calor húmedo que se me colaba por los poros. Entré en la calle  de Los Siete Infantes alrededor de la media tarde. El olor del musgo de las viejas piedras, de los paredones de las defensas erigidas contra los olvidados piratas, llenó mis sentidos de una embriaguez insólita. ¡Yo en Cartagena!
            Me sentía libre y nostálgica. Caía la tarde y todo se tornaba de ese tono anaranjado y dorado viejo como un cuadro antiguo, mezcla de los olores violentos del mar y de las flores que crecían en todos los balcones señoriales impregnaban aún más el ambiente haciéndolo más atractivo para mí.
            La calle por gastada y por la forma del terreno caracoleaba entre palmeras y jardines. En un recodo de la callejuela “Del Boticario”  y ya casi bajo una semidestruida casa de piedra sentí  la presencia. Era como encontrarme con la transferencia  efímera pero tangible de un ser del pasado. Me acerqué al portal de reja y "La vi” allí con sus ropas anacrónicas y sutiles. Era una joven de porte altivo. Mulata de rostro anguloso y ojos grandes, ágil, que balanceaba una farola con una luz imperceptible, a los ojos menos avisados.
Un cortejo brumoso la acompañaba. Temblé. Los adoquines húmedos, grises y penetrados de helechos salvajes formaban un cuadro que me atrapaban. No me podía mover. El sol había desaparecido y el dorado se había convertido en violeta y un mundo de rumorosas sombras me envolvía. Algo me invitaba a tratar de desentrañar ese raro suceso que me acontecía. Llegué a sentir por momentos el silbido de las balas de arcabuz y el olor de la pólvora que me llegaba desde el puerto mezclada a los viejos olores del miedo. Desde el “fuerte” sentí apagados gritos de dolor e ira. Me acerqué. Cuando toqué los vetustos hierros del portal una ráfaga helada desdibujó la escena. La esencia del pasado había desaparecido con sus bonanzas y desgracias. Me quedé un instante inmóvil y pensativa. Continué mi camino hacia el hotel. Allí me sorprendió el silencio  y la paz que reinaba. Estaba agitada y febril.
Apareció un joven encargado del hotel, me preguntó si el sismo que se había producido, hacía más o menos una hora, me había provocado algún problema. Yo impaciente respondí negando y casi corrí a mi habitación con profundo miedo, dado que continuaba el movimiento sísmico. Caían trozos de mampostería y crujían en derredor, muebles y enseres, como si estuviera por derrumbarse en escombros.
            En el ventanal  que daba al jardín poblado de palmeras y buganvillas coronadas de orquídeas perfumadas,  vi la imagen reflejada en el vitral y mi confusión fue verme, morena y vestida igual, igual a la joven del jardín que me sonreía señalando la playa.
            ¿Ahora me pregunto si así nacen o mueren las leyendas?
                                                          


LOS HIJOS




La puerta de la nave, arca de incienso.
Se ha cerrado al paso del aliento del silencio.
No supiste esperarme a sotavento.
Si volviera a mi puerto tu mástil de esperanza,
me lanzaré en el viejo remolino de los días
pasados en tu oriente.
No volveré a soñar porque los hijos....
son las marejadas de néctar que regala el barco de la vida.
y se van perdiendo como pétalos de flores en un ánfora
se despiden con las manos enroscadas en guirnaldas de amor
nos sonríen a lo lejos mientras traspasan el verano con su aliento.
Son la verdad de la vida en adioses.
Son la esperanza del camino en la puerta
Donde hay aguas claras que limpian el cielo.
Por ese amor en espera, en dudas imprecisas.
Mi destino....una despedida.


VUELO A BS. AS. EN AVIÓN




Porque esta maravilla
de cables y de acero
me eleva como un cóndor
al centro del aire y las estrellas.
Porque esta cabalgata
en potro de aluminio
galopa entre las nubes
llenándolo de sueños
parece que un milagro
permite cada vuelo
entre las suaves luces.
Y aunque nadie lo entiende
se posa sobre el suelo
como un ave y se aquieta.


LA CAÍDA




Un deslizar de voces
y de gritos.
He caído antes
y después
y ahora.
Se  oculta mi palabra,
en la ciénaga de aguas encrespadas
Se oculta en una bruma gris
la quimera del amanecer soleado.
Un cristal se transforma en espejo.
No se te oculta la voz ni el deseo.
Caen gotas de rubíes en mis manos.
Se mueven maniquíes de lana en mi alcoba.
La caída es suave, perfilada.
No hay paleta de colores en la tierra.
No volveré a caer, ni hoy ni mañana.
Los pies se mueven con un ritmo de danza.
Y el sudario se cae enrollado.
La corona de espinas se incrusta nuevamente.
Él comparte su Cruz y yo he caído.
Una vez y otra vez. Nuevamente caí.
Sigo cayendo.



Y YO




Y yo camino descalza sobre la hierba, como sonámbula en una perenne caminata entre los tréboles húmedos.
Y dejo mis pisadas como huellas de sangre en los pétalos del amanecer cuajados de rocío, como lágrimas de espuma y rayos de sol.
Y dejo mis manos quietas acariciándote en una despedida, tras el cristal de tu mirada de ayer.
Y te extraño como al agua del manantial donde abrevan las grullas en su viaje al horizonte.
Y te anuncio mis destellos de arco iris en medio de la noche oscura donde no hay sino ojos azules que nos espían.
Y recuerdo que me esforcé en recolectar el néctar de cada nardo que floreció en la nieve.
Pero: ¿Tú, me recuerdas en los sueños de invierno y de verano? O sólo escucharás las sirenas entre las olas del mar bravo.
Y yo seguiré el camino entre las gradas del odeón para que veas a las musas alentándome a escribir un verso.
Y yo seré fiel al silencio de las gaitas y del arpa antigua que duerme entre las nubes doradas. Seré yo misma, sin afeites ni togas, sólo descalza caminando entre los pétalos húmedos del tedio.



REGRESA



Te añoro cerca del crepúsculo
mi vida es hoy silencio en el rincón de hojas
mustias de un otoño tranquilo.
Lejos el tiempo de siembra
cuando aun corría tras la aurora
cerca estaba el trofeo de tus besos .
Tu pecho y tu cuerpo cálido en la
búsqueda, cerca y amado...
Ahora una gota de rocío te agranda su reflejo de cristal
tan increíble figura acorralada.
en un final de lágrimas perdidas.
¡Qué lejos tu boca saciando mi ternura!
¡Qué lejos tu sonrisa en azogue azul!
¡Qué lejos tu!
Regresa que te añoro!



lunes, 24 de septiembre de 2018

ADIÓS A UN AMOR MORIBUNDO



Mis manos acariciaron tu piel como pájaros dormidos.

En tus noches de insomnio, en tu alma, en un lugar oculto
escucharás el bolero que susurraba en tu oído
con mi voz enamorada y triste repitiendo el sonido ígneo
de palabras de amor joven lleno de esperanzas tontas,
Entonces…
 la ceniza del recuerdo arderá en tu vientre con brasas de sangre.

Sentirás con ira el murmullo suave del perfume ardiente
de besos y suspiros. No encontrarás calma,  
al recuerdo del día que me dejaste sola y te fuiste
caminando sin volverte a mi mirar mi llanto

Hoy ¿no te preguntas cuál ha sido mi suerte y la tuya?

ENCUENTRO DE ESCRITORES DE MENDOZA, "LA PALABRA ENTRE SURCOS"

 MESA ACADÉMICA CON EXQUISITOS POETAS Y ESCRITORES, PERIODISTAS, ERUDITOS  Y NARRADORES, HABLANDO SOBRE LA IMPORTANCIA DE LA PALABRA EN EL SIGLO ACTUAL Y SIEMPRE.
LA PINTORA Y ESCRITORA SILVIA MOURELLE LEYENDO UN POEMA EN LA UNIVERSIDAD DE TECNOLOGÍA, EN EL ENCUENTRO. SETIEMBRE 6,7, 8 Y 9. MENDOZA FUE UN LUJO.

EL HEREDERO




            Nos educaron como “señoritos bien”, es decir como obscenas personitas sin criterio y bastante cínicos. Nos creíamos que éramos el ombligo del mundo. No fue culpa de papá ni de mamá. Era lo acostumbrado en esa época y en ese  lugar de un país que se creía poderoso. Hasta que llegó una política desastrosa. Igual creíamos que éramos los mejores.
            Un día se fue enferma nuestra “Fuensanta” la empleada de toda la vida, que nos crió, mientras mamá jugaba a la canasta en el club social y papá desaparecía por días y semanas de casa. Nunca explicaron a dónde iba y en qué trabajaba. Los hijos de Fuensanta, que era gallega y tenía dos hijos en España y los trajo a América, los crió en un colegio de monjas y eran muy estudiosos y a diferencia de nosotros, Lucio y yo, habían logrado títulos universitarios.
            Nosotros dos, lloramos en escondidas, pero mamá pegó tantos gritos que cerré de un golpe la puerta de calle y me fui con la bicicleta a correr por la orilla del río.
            Llegó una chica nueva que mandó una agencia. Era del norte, no me animé a preguntarle de dónde. Era joven, tenía unos dieciocho años. Era muy delgada, de cabellos larguísimos de color negro, lacio y su piel era morena casi color aceituna. Silenciosa y tímida. Eficiente y curiosa, aprendía rápido con las órdenes que mamá le daba. ¡A veces la encontré llorando a escondidas! Me acerqué a preguntarle que le pasaba y supe que no sabía usar los aparatos eléctricos en general y les tenía miedo.  Traté de ayudarla. Agradecida comenzó a hablar conmigo.
            Se enamoró de mí. Yo aproveché su confianza y la saqué a un baile en la costanera, en un sitio popular. Nos besamos como se besan los amantes.
             Papá se enfureció cuando se enteró que “Chachita” estaba embarazada. Yo la había embarazado. Me echó de casa. Mamá escandalizada, sacó dinero de la caja fuerte y un valioso collar de perlas de su abuela y me dio un pasaje a Francia. ¡Vete! Yo me arreglaré con esto.
            Nunca supe qué pasó, estaba obsesionado con perderme de vista. No me veía padre de unos niños con veintitrés años y sin un título, ni medio de vida. Viajé en el “Princesa Margarita” del puerto de Rosario. Sólo vino Lucio a despedirme, lloramos juntos y nos prometimos miles de cosas, entre otras mantener correspondencia.
            En altamar, el Capitán me buscó y me entregó un sobre de papá. Estaba lacrado y era de la firma de abogados de mi padre. Temblé. Lo conocía. Sí, me había desheredado. Todo había pasado a manos de mi hermano Lucio. Los campos en Santa Fe, los de Chascomús y los del sur de Buenos Aires. Yo quedé en Pampa y la Vía. Sin un cobre y en la ruta a Francia.
            Cuando llegué a París, deslumbrado busqué unos conocidos que por varios días me ofrecieron su casa, luego un lugar donde quedarme. No sabía bien el francés que en el colegio caro que había tenido desperdicié estúpidamente, creyendo que nunca lo necesitaría. No sabía hacer nada. ¡Nunca había trabajado en nada!
            Gasté los últimos billetes en embaucar a una francesita que pensaba escapar de su trabajo en la gran Ciudad Luz. Ella me llevó a vivir a su habitación en una mansarda de París. “Montmartre” era un lugar de ensueño para los artistas y yo no soy ni siquiera un mal poeta. Me fui haciendo cada vez más cínico. Viví de ella y su trabajo. A costillas de una pobre muchacha que bailaba Can Can en “Maxime”. Le enseñé a bailar Tango y cada día estaba más enamorada de su “Argentino”. Pasaron cinco años. Llegó una carta de Lucio. Mamá había muerto y me necesitaban en Rosario. Me llevé a la “papusa” del barrio latino a la América. Ella no quería despegarse de mí y yo sabía que papá no la iba aceptar. Con la ayuda de unos amigos, la instalé en un Teatrito de Rosario como primera bailarina exótica. Me borré de los lugares inapropiados.
            Papá ya me había perdonado. Comencé una nueva vida con las estancias que me había dejado heredadas mi pobre madre. Me casé con una “mina” de “guita”.  Y me rajé a Buenos. Aires. Sigo siendo el tipo que se educó como un “Nene de Mamá”. ¡La francesita que me busque, nunca me podrá encontrar!


MI VECINO




            Lo vi pasar con su patineta bajo el brazo. El pelo larguísimo le tapaba la espalda y la cara. ¿Cómo puede ver con ese cabello tan largo?  Siempre viste de negro. Lleva zapatos con altos tacos de goma y un sobretodo de cuero hasta los tobillos. Llueva o el sol derrita la vereda, siempre usa ropa larga y oscura. Un día de viento le vi bien la cara. Es tan pálido que parece un fantasma.
            No habla con nadie. Va y viene con su patineta y ese día vi que tenía unos extensores en las orejas con forma de garras de animales salvajes. Está todo tatuado en negro. Mamá le tiene miedo. Dice que debe ser “Satánico”. Yo creo que es un cobarde que se esconde de la realidad.
            Tengo doce años y a veces pienso que es un ídolo como los del rock y otras que es un payaso. Un día que pasó y me miró con unos ojos pintados como mujer, le saqué la lengua. ¡Qué infantil! Me puteó. Yo me quedé riendo hasta que lo vi desaparecer por la calle con su patineta veloz.
            En la farmacia de la otra cuadra, le contaron a mamá que es hijo de una profesora de la universidad, que la abandonó el marido y que no sabe qué hacer con su hijo. Mi mamá supo allí que se llama Benjamín y que no estudia. Que vive casi siempre en la noche y parece, parece que se droga. Nadie sabe bien. Mamá trató de defenderlo. ¡Es un pobre chico! Y se le rieron.
            Yo creo que es un pobre infeliz, no tiene otra cosa que su patineta y el disfraz de “Drácula” en pelo largo. Tengo que estudiar y después me voy a ir a jugar fútbol en la canchita de la escuela.
            Cuando regresé del partido, vi una ambulancia en la casa de mi vecino. Me acerqué a ver. Lo han atropellado a mi vecino y está gravísimo. Su mamá llora mucho.
            Mi madre se acercó a ofrecerle ayuda. Ella se abrazó y le agradeció. Pero dijo que los médicos le han diagnosticado que quedará “aparaplejo” o algo parecido. Yo encontré la patineta llena de sangre en la vereda de la esquina, rota y la recogí. Se la di a la madre y siguió llorando peor. Un policía me dijo: ¡Estos idiotas se hacen los vivos y terminan hechos puré! Vos pibe aprendé.
            Un señor que manejaba el camión que lo atropelló, dice que venía con la patineta tan rápido que se le cruzó y no lo pudo evitar. “Ese chico se quería matar”. “Ese chico se suicidó”. Yo no soy culpable. Igual se lo llevaron preso y mi vecino… bueno, mi vecino no podrá usar más la patineta.

UN RAMILLETE DE VIOLETAS



            Me senté en las escalinatas de “Sacrê Cord”. Una larga fila de jóvenes extranjeros pasaban a mi lado. Otros tocaban un saxo, una flauta traversa y un violín. Todo era risas, comentarios en varios idiomas desconocidos para mí y miradas encontradas.
            Uno se detuvo, me miró diferente, se sacó el sombrero y haciendo una reverencia, me saludó con deferencia. Le devolví la sonrisa y le entregué un ramillete de violetas. Las besó y siguió a sus amigos. Nunca se volvió a mirarme.
            El sol subía sobre mi cabeza y brillaba en la cúpula de la enorme iglesia de mármol blanco. Tornaba nacarada a rosa y luego a naranja hasta casi roja. Cerré los ojos y me pareció que aun oía al hermoso efebo que noches atrás, en la cantina, donde trabajo; me sostuvo la cintura y me hizo bailar un “tango”. Era un grupo de argentinos que disfrutaban de unas vacaciones en París.
            Luego, cuando les serví una botella de champagne  se puso frente a mi y dijo: “Vengo de las pampas. Del sur donde las estrellas de la Cruz del Sur, hacen palidecer tus bellos ojos. Donde el trigo baila un constante vals en la campiña. Donde las vacas sueñan con viajar por el mundo en churrascos apasionados. Donde el río más ancho de América se pone bravo y en cuyas aguas llegan de todos los países para comer y bailar tango. Y…” todos sus amigos reían a carcajadas. Yo, que soy muy tímida, me apoyé en el madero del bar y una lágrima intrusa rodó por mi rostro.
            Un joven se acercó y me entregó un ramillete de violetas. Marchitas pero aun perfumadas. Secó con un dedo mi lágrima y me sonrió. Entonces  pude ver que era uno de los del grupo que me había reconocido. Me hizo una reverencia y se sentó. Nadie pudo reírse. Ninón comenzó a cantar una dulce canción de la Piaf. Yo me saqué el delantal y salí corriendo de la cantina. Un gato me siguió hasta la casa donde vivo. Allí lloré hasta el amanecer. Pero… me gustaría conocer ese país del que hablaba el muchacho anoche. ¡Un sueño más para mi pobre vida!

RÍO ESCARLATA



Plantaré un ceibo que arrulle al río en su violencia roja

El lago se teñirá de granate con las flores cuando el viento azote

Entonces no será espejo, ni lago, ni río. Una ciénaga.

Agitaré un pañuelo en la orilla para llorar  la ausencia

Luego agitaré los vientos y las aguas. Los peces huirán sedientos de sol

Cuando esté todo hecho, recordaré el rostro del amor.

Un amor que nunca pudo ser ni fue. Las flores flotarán río abajo

Ruborizando el agua en remolinos. Rojos y escarlatas y encarnados.

Fuego perenne en el silencio del agua que galonea el ceibo.

Estaré parada, sola y recogiendo latidos, uno a uno, latidos

Que reconfortarán el silencio de la orilla del río.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

UNA POESÍA ANTIGUA


                EN LOS CONFINES DE LA TARDE VUELO
                                                               Y ME DESCALZO SOBRE EL NOMBRE  DE CORAL




Es la mañana y el cielo traslada su nobleza

Retiene las sombras en su pollera de nubes blancas

Hechiza los postigotes de la alcoba, reza

Llegará el olor del pan crujiente entre el lienzo

De porcelana floripintada con matices suaves

Dejando caer los besos en la almohada del lecho

Y dormirán los abrazos de pasión que embriagan.


Y al llegar la tarde volaré en el jardín de tulipanes

Cabalgaré el recuerdo del amor contigo

Iré descalza por el prado que intenta recobrar su primavera.

Iré caminando lentamente, sola, silente y sorprendida.

Un manto de pétalos coral será la alfombra

Que dejarán tus manos en caricias en la huída.

BERTHE 1954




            De pequeña era muy rubia, ojos marrones y de huesos fuertes. Mis ancestros fueron, seguro, alemanes de las zonas del interior. Granjeros u obreros. Mi voz era muy bella y cantaba cuando escuchaba en la radio que tenía Felipe, el compañero de mi madre.
            Nací con suerte. Sí, es raro que lo diga porque mamá me odió siempre pero Felipe su compañero, me mimaba y siempre me traía caramelos y juguetes que fabricaba en el taller donde trabajaba. Era un español agradable. Gordo y alegre. Le encantaba ir al mercado con nosotras y comprar pescado y mariscos. Mamá nunca le dijo que era judía por temor a que la echara. Ella no podía comer mariscos le dijo un día, y él, encogiéndose de hombros, le dio un zamarrón sin maldad y le dijo:” Tú te lo pierdes, guapa”. Yo comía lo que me hacía él en una sartén enorme y perfumada. Me mandaba a la escuela y aprendí a leer y escribir muy pronto. Eso ayudó a mi madre y a Felipe, que era analfabeto. Supe eso cuando traje el primer boletín con notas.
            Fueron al gallego del almacén y le pidieron que les explicara qué decía ese cartón. El hombrote se murió de risa y le dijo: “Vete a la escuela flor de asno”. Aprende y tu vida cambiará. Pero la que se empeñó en ir a aprender fue mamá. Lástima que la única escuela que aceptaban adultos era de monjas católicas y Goldi no se animaba a decir que ella no sabía nada de ese tal Jesús.
            No sólo aprendió a leer y escribir, sino que le enseñaron labores de aguja y a tejer y cocinar. Ella se fue acostumbrando a vivir así.
            Un día la vi que lloraba como una perturbada. Discutió con Felipe a los gritos. Estaba “preñada” y no quería otro hijo. Felipe no le hablaba. Él, si lo quería. Pasó el verano y la panza se hinchó. Y una noche de lluvia torrencial, salieron en un taxi al hospital. Esa madrugada nació Lucía Goldi. Era mi hermana, bueno medio hermana.
            De pelo renegrido, ojos celestes como los de Felipe y según me confesó mamá su madre los tenía igual. Era muy frágil, lloraba y los médicos no le dieron muchas esperanzas de que sobreviviera. Los tiempos pasados en la guerra habían diezmado el  cuerpo de mi mamá. Su alma estaba marchita. Puedo decir que Lucía Goldi, fue más mi muñeca que mi hermana. Yo, con 12 años, la cambiaba, le preparaba los biberones y le cantaba los tangos de Azucena Maizani. Mamá la odió hasta los tuétanos, no la quería tocar. No la amamantó y ni le hablaba. Se crió como una huérfana sin madre.
            Una mañana Felipe amaneció frío, con los labios morados y los ojos en blanco. Vino la ambulancia y lo dieron por muerto. Era un infarto. Nos dejó sin decir ni una palabra. Pero nadie nos quitó la casita que él había levantado con sus manos y nuestra ayuda, entre feriados, sábados y domingos. Mamá sólo me dijo: “Recuerda que éste fue tu padre, porque siempre te cuidó y te dio lo que nadie te pudo dar” ¡Poco le entendí! Pero juro que lo lloré por siempre.
            Mi pobre Lucía Goldi, esa sí que no tuvo el amor de nadie, solamente el mío. Crecimos, yo en la escuela lo conocí a Roberto, el padre era talabartero y la madre una mujer pequeña; callada y sonriente que me quiso como a una hija del alma. Me casé y me fui de a un barrio en Berazategui. Mamá no venía muy seguido a verme y supe por Lucía, que había comenzado a buscar una sinagoga y a estudiar los libros de su religión en escondidas de los vecinos. Yo me reía, ¡Si en este país nadie tiene problemas con los de otra religión! Ella tenía incrustada la vida que pasó en los campos de exterminio. Un día nació mi primer hija. Le dije que la iba a bautizar cristiana y me maldijo. Prometió que nunca volvería a nuestra casa. Pero le falló todo porque me enfermé y vino a ayudarle a mi suegra.
            Después amó a todos mis hijos. Tuve siete uno más lindo que otro, pero eran tan diferentes, tenían pinta de europeos. Alemanes, me dijo un día mi suegro. ¡No se equivocaba! Mi mamá nunca les relató como fue mi concepción, le daba vergüenza y rabia. Entiendo el odio que le tiene a los alemanes, pero yo me he leído todo lo que estuvo a mi alcance para entenderlos. ¿Cómo un pueblo que fue capaz de tener un Wagner, un Bach, un Beethoven, un sinfín de artistas, escritores y músicos maravillosos, pudo tener gente tan perversa? Nunca me lo podré explicar.
            Mamá vivía con mi adorada hermana. La maltrataba y no la dejaba estudiar ni salir a ningún lado. Un día, Lucía me confesó que jamás la tocó y apenas le hablaba. Era como una paria y eso no lo entiendo porque Felipe, el papá nos dio amor a montones. Nos cobijó en su casa que arregló para darnos la dignidad que merecíamos como humanos. A Roberto lo mandaron a trabajar muy lejos, a Río Gallego, a una estancia cerca de la montaña y así me alejé por años de mi familia. Lucía me mandaba como podía cartas con una letra difícil de entender, ya que aprendió sola a leer y escribir, mientras trabajaba cama adentro en la casa de una familia de Barrio Norte.


GOLDI, 1945





            Comprendí que debía entregarme. Me arranqué el corazón con la marca amarilla del chaquetón que arrebaté a mi madre mientras agonizaba. Lloré dos o tres minutos. Tal vez menos, el tiempo es un ardid en la vida, no tenía instantes para perder. El sol comenzaba a extinguirse y cubría los cuerpos acribillados. Comenzaban a ponerse rígidos, los que estaban sobre mí, aun tenían alguna extraña tibieza. Me encogí en el momento en que las balas atravesaban como a fardos a las mujeres. Quedé milagrosamente debajo y apenas me rozaron unas esquirlas. Cuando oscureció, me fui deslizando por la tierra sucia de limo y sangre turbia. Mis manos estaban untadas de excremento ensangrentado y vómitos. También de esperma de los hombres que nos violaron. Una a una. Viejas, jóvenes, maduras, feas, lindas, moribundas y enfurecidas, todas fuimos violadas por ellos. Luego vino la lluvia de metralla. Bajo los cuerpos inertes escuché las risotadas y los gritos de triunfo de los soldados.
            Tenía catorce años. Quería vivir. Me incorporé y huí hacia el bosque; y allí permanecí días y noches imborrables. Comí corteza de árboles, raíces y bayas. Alguna seta y hasta gusanos de un arbusto podrido. El olor nauseabundo de los cuerpos había invadido la tierra. Caminé. Alejada de los caminos, abrumada por el odio y la necesidad. Con sed y dolor; ya no sentía hambre. Hasta había olvidado qué sabor tenía el pan.
            Espié una granja. Parecía que vivía sólo una anciana. Pero oculta entre la maleza, aceché los movimientos de la granjera. Iba y venía desde la casucha hasta un galpón. Sacaba agua de un pozo. En la profundidad de la noche, me acerqué silenciosa. Un ladrido agudo me hizo huir y esconderme. Salió la mujer con un fusil. Tiró a ciegas entre los árboles. Luego apagó la lámpara, vi que se movían más figuras. Eran niños. Se acercaron silenciosos al galpón y sacaron apresurados varios costales con “algo”. Seguro era comida almacenada. Fui acercándome dando el frente a la ventana que ocultaban de la luna. Una rústica linterna, seguramente robada a algún soldado muerto me iluminó. Vieron mi figura inerte, parada sobre los botines que pude sacar a una muerta en aquel infierno vivido.
            Estiró una horquilla de metal y me atrajo como al espantapájaros más burdo. Adentro la oscuridad era total. Me sentaron en la tierra de una habitación acondicionada para vivir. Sobrevivir, diría yo. No entendí lo que me dijo la matrona. Hablaba un idioma que yo había escuchado hace mucho tiempo en el campo de Polonia.
            Era una mujer sin edad, delgada como un alambre, su ralo cabello cubierto con trapos oscuros le tapaban el rostro. Sus dedos afilados por el hambre y el trabajo me palparon la cara, los brazos y mis senos pequeños que pujaban por aparecer. Trajo un cacharro con agua y me indicó que me lavara. Entonces los ojos se me habían acomodado y podía ver las siluetas de los otros moradores. Eran dos niñas vestidas como varones y un muchacho de unos doce años. Todos famélicos. Calvos y ateridos.
            Les dije mi nombre: Goldi. Dieron un salto hacia atrás. Yo era “judía” un peligro para ellos. Rosa, te llamas Rosa. Rosa, Rosa, Rosa, Rosa, repitieron todos en media voz.
            Desde ese día me llamé Rosa. Goldi, quedó en el espacio del tiempo de la muerte.
            Pasó un par de semanas en que ayudaba como todos en las noches y el amanecer. Partíamos la tierra y usábamos las semillas que nos daba Anna, la Mayor. Arrancábamos leña, estiércol seco y setas del bosque. Pasaron dos o tres veces, camiones del ejército alemán, silenciosos y mal entrazados. Los soldados ya no se reían ni gritaban. Era el tiempo de la derrota. Llegaron después otros soldados. Ingleses. Rusos. Americanos. Algunos eran limpios y se acercaron ofreciendo harina, leche y carne enlatada. Comimos de pequeñas cantidades. El cuerpo se había desacostumbrado a la verdadera comida.
            Supe por Anna, que yo estaba embarazada. Los vómitos eran cotidianos y mi odio mayúsculo. En círculo hablamos de matar al niño en mis entrañas, pero el inocente no tenía la culpa. Tomé la más dura decisión, tener ese hijo.
            En primavera, nació una niña a la que llamé Berthe, como mi abuela. Era larga, robusta a pesar de la hambruna y tenía ojos color chocolate. ¿De cuál de los brutos que me violó sería hija? ¡Nunca lo sabré! Él tampoco.
            Un oficial inglés ofreció llevarme al puerto para regresar a mi pueblo. Yo acepté. Abracé a esa gente maravillosa que me ayudó y partí. Nunca quise llegar a mi comarca. Le pedí a una mujer de la Cruz Roja que me mandara a América y así con nada y una hija, llegué a Buenos Aires. Ni sabía que lugar era ese, ni entendía lo que hablaban. Me colocaron en una casa de una familia judía como sirvienta. No me dieron casi nada. Comía poco y pronto me escapé. Volví a ser Goldi.

            Poco a poco fui aprendiendo el idioma. En la fábrica en la que me emplearon, se reían de mí. Yo también me reía, pero de haberle ganado a la muerte. Dormí mucho en la calle. Comí de los tachos de basura, que en ese país están repletos de alimentos buenos y luego, un hombre me ofreció su piecita y su apoyo. Me fui a vivir con él.


HOSPITAL MAYOR



                                                          Homenaje a mi gran amiga Elvira Rosario Castro.
      Cuando llamé a la casa de Adela, no respondió nadie. Ella vivía sola, pero siempre a esas horas si salía, un vecino le daba de comer a sus mascotas. Dos perros y una gata vieja afincada desde el verano del 98. Insistí al día siguiente y el otro y siempre me quedaba sin respuesta. No recordaba el número de la hermana y menos del otro hermano, que si bien sabía era veterinario, nunca lo había visto.
      Con Adela teníamos ese tipo de amistad que sólo tienen las mujeres, podés estar años sin verte o llamarte y cuando te juntás parece que ayer estuviste  charlando. ¡Pero me preocupé! Hacía poco tiempo que regresó de la capital; dejó la loca lucha política por ideales utópicos y con los brazos caídos, llegó a su antigua casa del oeste, donde quedaron sus padres.
      Me llamó y nos visitamos. Comimos juntas y hablamos de “todo” hasta de su indignación por no haber luchado por un amor, que yo conocía, pero del que huyó como si fuera el demonio.
      Logré el número de su celular y me atendió con una voz de ultratumba. Estaba internada en el Hospital Mayor. La encontró el vecino con un pequeño derrame cerebral y se estaba recuperando. Lentamente como nos pasa cuando hemos pasado cierta edad. Le prometí ir al día siguiente. Y fui, claro, para encontrarme con una mujer por la mitad. Delgada, sombría y asustada.
      Cuando la dieron de alta fue a dar a un hogar para mayores, muy paquete y con compañeras y compañeros, que no sabían ni su nombre. Se robaban entre ellos la comida y al verme me llamaban creyendo que era una hija o hermana. Charlé con el médico del instituto y me quedé satisfecha, yo su amiga haría de guardiana a sus necesidades. Después comprendí, que toda la familia estaba atenta a su dolor.
      Y pasó un corto tiempo en que la vi resurgir; pero no sabía que escondido tenía un mal mayor. Sus pulmones tomados por un tumor maligno. Así comenzamos a vernos más seguido, en el Hospital Mayor. La pobreza, el dolor de los que estaban internados, la falta de elementos y la solidaridad te dejaban anonadada. Los enfermeros trabajan a destajo y sin medida; no tienen casi nada, sólo experiencia y amor. Los médicos jóvenes que recién comienzan están tan asustados como los enfermos, pero luchan para ayudar en todo.
      La soledad de los pasillos, el olor a desinfectante y a comida, es un aquelarre de perfumes insólitos. Veía gente que buscaba tan sólo un refugio a la pobreza, un techo, un baño… había alcohólicos que iban y venían por los alrededores esperando los desechos de la comida de los enfermos. ¡Un horror! Yo nunca había visto nada igual.
       Adela había sido un alto funcionario de un gobierno democrático, nunca pudo aceptar los sueldos que le correspondían. Ella, era una devota religiosa y renunció a todo lo que podía señalarla como corrupta. No tenía nada, sólo su tremenda inteligencia y su amor por la gente y Dios.
      Una madrugada me llamó Cintya, Adela había fallecido. La persona que la cuidaba era un transexual, que con ternura y mucha vocación la había acompañado en sus últimos momentos. Me queda aun la voz de mi querida amiga, militante de los sueños y utopías, derroche de fervor, inteligencia y capacidad. Le quedó inconcluso su último libro escrito en portugués, que la hubiera convertido en doctora de esa bellísima lengua. Su título de abogada y doctora en leyes, quedó tirado en el piso del Hospital Mayor.

IMPOSIBLE DE CREER



El polvo amenazaba el poblado. ¿O era humo? Tal vez el golpeteo cada vez más fuerte en el camino, que serpenteaba alrededor de las casas que de tan pobres, se caían a la primera lluvia o viento que arreciaba. TAC, TAC, TAC. Se oía cada vez más cerca.
Un farol iluminaba apenas el atrio de la capilla abandonada. Estaba dedicada a Santa Escolapia. Nadie creía en esa aldea en Dios, creían que era un mito lejano para ellos.
Sin embargo algo cambiaría su idea. Hacía una semana se había encontrado a un pordiosero caído en el portal de la casi iglesia. Lo extraño que de la espalda acomodaba con dificultad un par de alas con plumas afligidas y descoloridas. Hambriento. Solitario. Callado. Miraba con curiosidad hacia el saliente sol, que desnutrido como él, aparecía algunas veces en el horizonte.
Algo anda mal, dijo el juez, el comisario se acercó para echarlo, pero apenas oyó un susurro en un lenguaje ajeno y penoso. Salió a destajo. ¿Miedo? ¿Cobardía? Nadie opinó.
Esa noche de relámpagos amargos y bramidos injuriosos del cielo, se fue acentuando el TAC, TAC, TAC.,  hasta parecer un garrote medioeval. ¡Una enorme araña, siniestra y bizca se acercó al hombrecillo!!! Éste, le suplicó ayuda en un idioma escolástico y puro. Acá, no hay quien me pueda proteger y darme un apoyo. Todos son sádicos e inestables, sólo piensan en un dios desconocido, llamado dinero, oro y plata. Ella lo observó con sus ocho ojos y con sus patas peludas lo acicaló. Lo subió sobre su lomo suave y velludo y se alejó maldiciendo a la aldea. Dejó 12580 huevos en la entrada y 12580 huevos a la salida del pueblo. Cuando nazcan… tendrán mucha hambre, dijo el ángel, ¡No me importa,  y se perdieron por la huella que habían dejado en su viaje.
                                                             

PASEANDO POR INGLATERRA

 UNA ACTRIZ REPRESENTA A UNA PRINCESA EN UN CASTILLO DE INGLATERRA.
AMO EL SONIDO DE LAS GAITAS Y SOY PURA SANGRE ITALIANA...¿DE DÓNDE ME VIENE?

LA JOVITA.


            
            Las chilcas y las jarillas estaban amarilleando en octubre. Regresaban algunos pájaros al campo para escribir su historia de nido y amor salvaje. La arena se mezclaba con la chepica para esconder lagartijas y pequeños roedores. Comenzaron a aparecer los mangangaes dorados para succionar hasta lo más profundo del interior de las flores silvestres. Ahí nació la Solita. Debajo de un algarrobo a deshora, de madrugada y estando la “Jovita” tan aislada como siempre, la llamó “La Solita”.
            La morenita era hija del maltrato de un tal “Juan Muerte” que rondaba por el campo donde se escondía la “Jovita”. El rufián había detectado el casi imperceptible paso de los pies desnudos de la mujer en los arenales y llegó hasta la tapera y luego de darle de rebencazos, la violó sin pena. Y se fue dejándola tirada como se deja un trasto inservible. El olor indecente permaneció entre las ramas de chañar y caña por largos días. Ella no lloró. No sabía. Su rostro de piel curtida llagada por el sol del desierto quedó retenida en una mueca de espanto y se juró nunca más pasar por el boliche del “Totoral Viejo”.
            Se dio cuenta que había un ser en sus entrañas una noche de tormenta. Sintió entre las tripas el movimiento furtivo de un cuerpo y pensó que “Mandinga” le había regalado un pequeño demonio. Sudaba. Se aferró a la madera áspera de un catre que le diera una vieja que era su madrina. Esperó. Por un rato no se movió. Se quedó dormida.
            Al alba despertó con vómitos y diarrea. Se arrastró al cobertizo de lona y cañizo donde dejaba sus descargas. Las moscas pululaban y el olor la hizo vomitar de nuevo. ¿Qué carajo me pasa? El diablo de adentro me está matando. Salió y se sentó bajo una higuera. Se limpió las piernas sucias de excrementos y ese jugo verdoso que salía a chorros de su boca.
            Jovita lloró. Por primera vez lloró. Seguro que la “Difunta” la podía ayudar. ¿Pero cómo llegar hasta allá por el monte y la arena? Se quedó mirando los pájaros que se acercaban a comer lombrices y camoatíes de las tunas que comenzaban a madurar en las pencas.
            Se apagó la tarde con su tristeza de retirada. El sol con pereza escondió su fuego en el desierto y un flaco aire fresco llegó débil para apaciguar su miedo.              Agachada entró en la tapera. Tomó el huso y comenzó a hilar para hacer los ponchillos con los que truequeaba.
            Harina de algarroba y huevos de aves silvestres era su mejor alimento. Miel de camoatí, alguna gallineta y a veces un quirquincho, llegaba como un regalo del cielo a su estómago acartonado. Pero su panza cada día estaba más grande. Le pesaba subir a cortar leña, acarrear agua del manantial del cerro. ¡Carajo con este puto demonio que tengo adentro!
            El frío y la escarcha, la apretujó a su tapial ceniciento. No le alcanzaba el poncho raído que tenía desde que se quedó allí con la difunta, su madre. La vida la despojó hasta de nombre y apellido. No tenía papeleta y una desdibujada fotografía de una mujer hermosa, joven y de mirada clara era su único bien. Pasó el invierno más cruel de su deshumana vida. Con esa panza que crecía y crecía sin que ella supiera porqué.
            Florecieron las jarillas y los espinillos. Aparecieron las tortolitas y los zorzales y una madrugada comenzó a bajarle un dolor de muerte entre las piernas.
            Salió a buscar aire. Se tiró bajo del algarrobo y sintió que se destripaba por su verija. Perdió un agua traslúcida como sus lágrimas. Gritó como la leona en la madrugada y Jovita, comenzó a sentir que de su tripa salía algo con sangre y grasa blanquecina. Una turbia manguera se enredaba entre ese ser y su vientre. Jadeó. Puteó y recordó que las cabras chuscas del monte mordían el cordón para separar la cría y ella por instinto más que por conocimiento hizo lo mismo. Retuvo la “cosa” y comenzó de nuevo a expulsar un saco de cuero bravo de sangre y mocos.
            Por milagro la “cosa” lloró. ¡Tal vez por el frío o por el futuro que le esperaba! Y la limpió como pudo con agua fresca, envolvió con un ponchillo suave de lana de mara y supo que era una niña. Le miró la cara, las manos y pies. Vio el sexo, comprendió con  pena que el diablo era mujer.
            La beba lloraba y de sus tetas hinchadas comenzó a manar leche y la niña buscó el pezón oscuro y bebió ansiosa a su madre.
            ¿Qué hago? Se lavó bien y se puso la pollera de las fiestas patronales. Una camisa de hombre que tenía en la petaca de su madre y se trenzó las “chapecas” con lanitas de colores. Ató la niña a la espalda y se fue al rancho de la Fidela. La madrina la recibió con mala cara. La indagó ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¡Juan Muerte! Ese hijo de puta se murió en una carrera cuadrera en otoño pasado. Le dieron veinte puñaladas peleando de frente con el Hilarión González. Se había robado a la chinita más chica del Hilarión y la dejó preñada. ¡Era como un diablo! Malo el hombre. Un bruto.
            ¿Y ahora qué hago? Ponele un nombre y acristianá esa niña. ¿Y? ¿Qué se yo? Ponele como tu madre. Se llamaba Soledad Mejía. Se acercó a un arcón y sacó una bolsita de tela desteñida. Tomá Jovita, acá tenés tus papeles.
            Casi arrancó de las rústicas manos el bultito. Allí aparecieron papeles que ella no sabía leer y fotos. Su madre era muy linda. Dame, te los voy a leer.
                        Los Cardales, jueves cinco de febrero de mil novecientos cincuenta y seis. Querida hija. Hoy el médico me confirmó que tengo Chagas y me queda poco tiempo de vida. Mi pobre corazón está tan grande que no puede mover la sangre que necesita mi cabeza para poder vivir. Me muero. Te dejo solita y le pido al Dios de los Cielos te proteja hija mía. Tu padre me dejó apenas naciste tú. Yo vine a dar educación a Los Cardales para alejarme de las habladurías y los chismes. Mis padres fallecieron y no tengo otra familia. Sólo tú. Cuídate mucho. Te ama tu madre Soledad Mejía.

            Y así conoció su historia. Nadie la había amparado. Era una hija ilegítima y en ese tiempo, era muy malo. Le preguntó muchas cosas a Fidela. Acarreó algunos trapos y enceres que le dejó la finada y partió para el cerro.
            Dicen que allí creció la muchacha y envejeció la madre. La hija es hoy una maestra directora de la escuela del desierto lavallino. Hay dos cruces juntas en la ladera de los pajonales junto al manantial. A su lado crece un rosal que plantó la mano de la Solita. Florece cada año para octubre.





LA CALLE DE BARRO




En la calle de barro juegan niños sin padres

¿Adónde están?

Una abuela los cuida como puede.

Falta el pan… rataplán

Falta el queso… ¿qué es un beso?

Falta amor… ¡qué dolor!

Son los niños del futuro sin ternura.
Con sus armas en la mano y las drogas.

¡Aserrín,  aserrán, por un porro matarán!
¡Aserrín,  aserrán a tu madre violarán!
¡Aserrín, aserrán por robar, a tu padre matarán!


En el barro de las calles también muertos quedarán.
En algún basural o en las zanjas sus cuerpos yacerán.

¿Tú ahora dónde estás?