Nadie
canta la canción de cuna de su hijo. La luna nueva reflota una mediana luz
amarilla sobre el estéril campo de pastoreo. Ella había cumplido con los ritos
con la estricta rutina que imponía la tradición, pero el brujo, había repartido
hebras de cabello rojo sobre la pequeña cama donde yacía Rutúm. Lánguidas las
vacas se acomodaban junto al pozo, algunas cabras desfilaban discontinuas hacia
el centro del caserío buscando seguridad en la noche. La soledad le apretaba el
estómago y su alma sentía hambre. No tenía sueño. El jefe del clan la había
amonestado cuando siguió al hombre del camión, él, le prometió una vaca y diez
cabritos si lo ayudaba a cruzar el desierto que se abría frente a la sabana.
Bató, mecía a su pequeño niño que reflejaba la luz en la piel clara de su
frente. Sus pechos manaban una leche que transpiraban sus pezones lánguidos
como el jugo prodigioso del higueral junto al pozo. No quisieron acompañarla al
centro del palmar para crear su canción a Rutúm. Se había transformado en la
despreciable madre de un niño cuyo cabello blanco y ojos rojos, le daba aspecto
del mismo demonio que habitaba el desierto.
Cuando partió en el
sofocante transporte, siguiendo las huellas que dejaran los animales con
estiércol y pisadas de infinita filigrana, no pensó lo que le costaría
regresar. Ese mundo le era adverso y cruel, la gente que gritaba y empujaba en
los mercadillos, tratando de atraer a un posible comprador. Cada mujer sobre un
paño multicolor, sentada junto a sus cestas con higos, banana, mandioca y
zapallos, despertaba la curiosidad de Bató, que nunca había salido de su
comunidad. Envuelta en una frágil tela anaranjada, con sus joyas, símbolo
tribal que la identificaba, se movía sorprendida. El hambre comenzó a apretarle
y sintió que necesitaba ganar su comida. Sólo lo encontró en el hombre del
camión amarillo. Vivió un corto infierno, sólo fue por un tiempo y pudo
regresar a su comunidad con el mismo hombre que la había engañado. Pero llevaba
un fruto prohibido en sus entrañas.
Nació en un día de luna
nueva. Su pequeño niño era blanco, y su cabeza estaba cubierta con una suave
pelusa nívea y cuando abrió los ojos un rojo pálido coloreaba la mirada. El
estupor hizo que nadie se acercara con los dones, ni mujer alguna quisiera
acompañarla para crear la música ritual del nacimiento. No cantaron tampoco su
canción, esa que la tenía que acompañar en cada trance de la vida y que en
lejanos tiempos crearan todos los amigos de su madre. Su vida era un escándalo.
Una infinidad de ojos la perseguía cada vez que atravesaba la aldea. No le
hablaban. No le pedían ayuda para hacer tareas comunitarias. Su niño extraño
era el demonio, decían las niñas vírgenes, un espíritu maligno, los ancianos.
Sus débiles piernas se desplazaban desdichadas por la tierra inhóspita del
caserío. Una gallina se acercó a mirar al pequeño que dormía y trató de
picotear su cabeza, pero un grito de Bató la espantó. Un hombre se paró en la
puerta. Se acercó y comenzó a cantar la canción de cuna de Bató. Era un
anciano, ciego, que le acercó un zapallo y unos huevos. Un lágrima se deslizó
por el rostro oscuro y fue dejando un pequeño surco en la negra piel que brilló
en su boca esperanzada.
Canta Bató, dijo,
cantemos una canción de cuna para tu hijo. Hace muchísimos años, nació en la
tribu un niño como Rutúm, lo mataron por miedo a que fuera un demonio. Era mi
hijo. Yo me quité los ojos por el dolor que me causó su muerte. Un tiempo
después, pasó por acá un hombre blanco, dijo que era médico; y yo le conté mi
historia. Él, me dijo riendo que en otros mundos lejanos a nuestra aldea, eso
no era muy común, pero que ocurría a veces y era un destino de no sé que
enfermedad que daban los padres a sus hijos. Un problema de ancestros. Para
aquel médico blanco, era un ser normal, tal vez, casi normal. Yo quedé ciego
por un error de de nuestros brujos. Acá conocemos poco de lo que sucede más
allá de la sabana, la jungla o el desierto. Ven Bató, vamos a crear la canción
de tu hijo. Y tomándose del brazo de Bató, caminaron hacia la jungla para
componer esa hermosa melodía que acompañaría la vida de Rutúm en los buenos o
malos tiempos.
La tradición africana de ciertas comunidades es crear una canción
comunitaria para cada niño que nace. Esa canción es cantada en cada momento
importante de la vida para darle fuerzas o alegría.