UNA ESCLAVA DE
RODAS.
Antheia sostiene una lámpara sobre
el lecho en el cual tiembla el cuerpo afiebrado de la joven Licaria. El aceite
de la lámpara agoniza. La esclava también. Una persistente fiebre ha hecho su
silenciosa tarea. Las dos mujeres no pertenecen a los mismos amos, pero se
reconocen por sus orígenes. Antheia destapa las piernas de la enferma y ve que
una herida en la extremidad derecha, está por estallar. La piel amoratada está
tirante y busca una salida, que inminente, empuja hacia el exterior sus
humores. Hay un olor penetrante y pútrido. La mujer murmura. Tiene sed. Está
sola.
Antheia moja los
labios sin intentar tocarla. Puede ser un mal que los dioses Hermes Trismegisto
o Hades, enviaron en venganza a las que fueron robadas en la guerra. Puede ser
un mal contagioso y la enfermedad maldita. Envuelve, casi sin rozarla, la
pierna con tela de lino mojada y fría. Buscará de alguna manera atemperar las
fiebres. Evitar el estallido y que se desparrame el humor verdoso que se
desprende de una lesión en el tobillo. Los dedos de Licaria, se aferran a la
tosca túnica que cubre su cuerpo. Murmura y murmura palabras incomprensibles.
Su lengua primitiva y lejana de su ciudad perdida.
La compañera sale
apresurada a buscar ayuda. Las piedras de la calle que la acercan a su dueña,
atraviesan sus sandalias de fina suela de cuero y cáñamo. El sol cae plomizo
sobre la piel que ya no es clara. Impregnada de sudor, su cabello y su túnica
se pegan a cuerpo ardiente. Se desplaza como suele hacerlo a esa hora del medio
día, entre la sombra, de las paredes de grandes piedras que amurallan las casas
de los señores guerreros y comerciantes de Rodas. Su figura juguetea como
marioneta efímera entre la “stoa” que la conduce a su hogar. Debe solicitar
ayuda a su “señora”.
Cuando arriba al
atrio, luego de hacerse anunciar, se refresca en la copa que está junto a la
cisterna pluvial. Esa enorme copa de piedra resiste el tórrido calor del
verano. El agua está fresca y limpia. Una pequeña esclava egipcia, busca en el
interior a su ama, quien se hace esperar. Su fina mano ornada de anillos de
exquisita orfebrería, acomoda el cabello preciosamente trenzado. Está
disgustada por la interrupción. Quedan unos segundos en silencio. Kalithea, el
ama, espera que la muchacha hable. La joven mujer no se atreve ni elevar la
vista frente a su señora. La pregunta surge y Antheia le da una detallada
descripción de lo que le sucede a Licaria.
La hermosa dama,
ha tenido un sueño esa noche. Palas Atenea en forma de ave gigante le ha
señalado enormes calamidades para su casa. Ha despertado conmovida y llorosa.
La presencia de la esclava la pone, aun más, en alerta. ¿Cuáles serían esas
calamidades? Tal vez la peste o una nueva guerra. Ingresa a las habitaciones y
regresa con unos “dragmas”, que pone en la mano temblorosa de Antheia. También
trae hila de lino limpias y de algodón egipcio, que compró en tiendas cerca del
ágora. “Busca a Hipóstrato, él y
Diocléous, tratarán de curar a esa mujer”. Ingresa al dormitorio,
despidiendo a la muchacha.
Sale Antheia
presurosa por la angosta calzada ardiente. En el barrio oeste, bajo el templo
de Atenea Kamira, encontrará al médico. Primero se detiene en un templo a la
Dios Higeia y Apolo, dejando un “dragma” en
la seguridad que los dioses aceptarán la ofrenda. Despliega unas ramas de olivo
junto a una pequeña figura de la diosa Hestia y continúa por el camino, para
comprar una bolsita de mirra para mantener el fuego sagrado. Lo entregará luego
a la sacerdotisa del templo. Hay un extraño silencio que acongoja. Los cuervos,
se han echado en los tejados, abriendo sus negras alas, abrazando las tejas.
Algo siniestro anda merodeando Rodas.
La congoja electriza a la esclava. Sólo se escucha, al
pasar, el murmullo de las voces solemnes cantando loas a la diosa Hestia, en
boca de las sacerdotisas.
Con celeridad, llega a Filouspapos y busca la casa de
Diocléous, que yace en su “oikos” bajo las higueras refrescándose. En la puerta
de madera, tallada con mano hábil, una intrincada serpiente enrosca el bastón
de Mercurio. Es allí. Golpea y espera. Sale una anciana ciega. Antheia, le
explica qué la trae a molestar al galeno. La agobiada mujer queda en espera.
Hipóstrato y Diocléous deben prepararse. Salen ambos ancianos con una bolsa
repleta de objetos y medicinas. Los sigue un puñado de esclavos capadocios.
Ligeros e inteligentes, se adelantan con saumerios y rezos a los dioses de la
salud. La prisa domina al grupo. Antheia, señala el camino al séquito. Son doce
hombres y ella, atrás por ser mujer y esclava, los sigue sin levantar la vista
del camino.
Al ingresar al habitáculo, el hedor de la carne
humana, pone a los experimentados galenos, en guardia. Encienden muchas
lámparas. Los esclavos capadocios, traen cubos con agua limpia y fresca. Un
afilado estilete penetra la carne palpitante y fétida. Un grito desgarrador
atraviesa el espacio. En una vasija de barro caen los humores putrefactos.
Licaria pierde el conocimiento. El dolor, la fiebre y un deseo intenso de dejar
la vida, la enroscan. Esclava por la fuerza, atropellada por soldados que la
arrebataron del cuerpo inerte de su madre, siendo niña, sólo desea volver en un
viaje alado, el de la muerte, a su país natal. Ya no recuerda mucho de su lugar
ni del rostro de su madre. Licaria está atravesando el delgado filo entre la
vida y la muerte. Presiente la cercanía de la barca de Canservero. Lo ve.
Delira.
Diocléous, raspa hasta el hueso la carne putrefacta y
arranca sin piedad trozos de piel y músculos. Los esclavos sacan entre hilas y
paños, los despojos. Los entierran en un profundo hoyo tras la casa. Agregan
hierbas y sal marina. Adentro, agua, emplasto y el líquido fermentado de las
vides, hacen gemir a la enferma.
Comienza a disiparse el olor nauseabundo y se
despliega el olor del vino. Dionisos, el dios del delirio místico se presenta
en el brebaje. Le dan de beber y lo derraman en cada llaga. Además queman hojas
de plantas en un brasero, que va envolviendo todo. Adormece Licaria y a los que
se quedan en vigilia junto a ella. Sueña.
En un breve murmullo escucha Hipóstrato a la joven
mujer que llama a su patria. “Alexandria,
me gusta el mar por la mañana. Déjame regresar a tí, ciudad querida” . Un remezón conmueve el piso. Comienza un
ronronear de la tierra volcánica. El ruido y el movimiento, sacude a todos.
Terremoto y horror.
Licaria vuelve a Alexandria. Esa que queda tan lejos,
tan lejos como la vida. Tan lejos como la libertad para la esclava.
VOCABULARIO.
Stoa: fila de columnas dóricas con cámaras para tiendas y alojamiento
en la parte de atrás, que se azaba sobre una cisterna con capacidad de 600 m3 de agua para
abastecer a 400 familias en Rodas. Siglo VII a.C.
Dragmas: moneda común usada en la antigua Grecia.
Oikos: en las casas de los “señores” el Oikos era la parte de huertas,
cuidadas por esclavos, donde se criaba el pequeño rebaño familiar. Sólo lo
tenían las familias patricias. Siglos V, VI
en adelante. De la palabra Oikos deviene la palabra economía.
Ágora: espacio o plaza donde se desarrollaba la vida pública, muy
importante en Gracia antigua. Allí se creaba la cultura y la filosofía.
Higeia y
Apolo, Atenea Kamira, Hestia, Dionisos, Canservero: Mitología Griega. Dioses que acompañaban a los hombres en su
vida diaria.
Alexandria: Ciudad actual de Alejandría, norte de Egipto, sobre el
Mediterráneo y en la desembocadura del Río Nilo. Famosa por su historia.