miércoles, 27 de mayo de 2020

INTOLERANCIA




Escuchaba voces que hacían temblar el espíritu de los antepasados. No podía dormir. Temblaba. Recordaba las palabras sentenciosas y malvadas de los tíos, el fatídico día que supieron que mi madre no era católica.
¡Sentirás la ira de tus predecesores, de las ancianas matronas de la Villa Del Rosario, un lugar poblado por insignes devotas y pías mujeres!
Me reí en sus rostros que parecían de cera y vi en los ojos un refulgente color rojo iracundo. Salí de allí y busqué a Valeria, mi nana. Ella me abrazó y consoló mi terror.
Yo estaba sola en esa maldita casa. Mi madre se había visto obligada a viajar lejos por el odio que le apretaba la piel frente a esos ancianos melindrosos y astutos. Mi padre cuando partió a la ciudad trasladado a un nuevo trabajo de comercio exterior, quiso llevarnos pero ellos se opusieron tenazmente y allí quedé yo, con mi nana.
De noche no permitían que ella durmiera en las habitaciones superiores de la casa donde estaba mi alcoba, siempre se quedaba, sentada un largo rato, en la alfombra verde oscuro al pie de mi puerta. Esperaba que yo no llorara y al tiempo de puntillas descendía hasta una pequeña habitación junto a la cocina. Yo volvía a llorar tan pronto advertía que bajaba. Se escuchaba el ronquido de los tíos de papá como graznidos de cuervos. Me dormía de tanto temblar.
Pasó un tiempo y crecí, me estiré tanto que Valeria me llevó a la ciudad para comprar ropa y calzado que me permitiera mover con mayor libertad. Allí, supo que mamá trabajaba en una tienda cerca de la plaza y para allí fuimos. Mi madre me abrazó y no la quería soltar. Me sentó en su regazo y charló en un idioma que yo no conocía. Era del mismo pueblo de mi madre en Gales.

HAY QUE MIRAR EL SOL PARA QUE LAS SOMBRAS QUEDEN ATRÁS




            No lo conocí, se lo juro. Supe por mentas que el tal Evaristo Sosa, era de armas llevar. ¡Pero, ¿quién sabe?! Tal vez sean sólo patrañas. Cuando alguien es como él, se caen encima como caranchos sobre la pieza ´e caza para sacar provecho. Si supe que fue un gran arriero y tenía una vista ´e lince para ver las pisadas de animales. Sabía por el lugar que pasaron si eran hembras o machos los animales. Apenitas veía la pisada sabía si estaban mancadas o tenían sed y hambre. Buen porteador y tropero. También dicen, que tenía una tropilla chica de yeguarizos. Que hacía un charque que los memoriosos mentan como el mejor de aquí a la frontera. Pero, claro, después de lo del Segundino, dicen que se escapó para la frontera.

                Don Ruarte me anotició hace apenitas unos meses, allá en la aguada de “Los Horcones” vide al Evaristo montao en un bayo arriando pal´sur. Pero yo no le créido, porque la difunta, su mujer, no tiene flores desde lo del Segundino. Y no es de hombres como él, dejar lápida sin oración. También me dijo don Ruarte, que una comisión de polecía se avecinó al caserío de Arroyo Dormido, preguntando por los hijos del Evaristo. Y nadies supo decirle nada, porque nadies sabe ande está. Yo me presiento que se fue para no volver.
            Hombre manso era, hasta que le robaron las tierras que eran de su difunto padre y a éste se las había dado el padre. Un general de antes, un militar de no sé qué lugar le dio las tierras porque le salvó la vida cuando iba para la frontera a subir los cerros. Era poco ducho el hombre y subió y subió y casi “espicha” por falta de aire y el viejo lo trajo a hombros montaña abajo. Y de premio, le dieron esos campitos donde vivía y tenía majadas de cabras y chivos. Además de cruzar ganado para Chile.  Sabía y le trasmitió a los hijos los saberes de curar la bichera y algunos males. La mujer cortaba las tormentas con ceniza y una cruz de sal. Era gente buena. Evaristo era hombre de palabra. ¿Sus hijos? Bueno, uno por los hijos no puede poner las manos a las brasas. El alcohol les hizo mal a los muchachos. Ahora andan por la ciudad mendigando changas. ¡ Es una pena!
            El mate pasó de la mano del gendarme a la mano callosa del “Tuerto Romero”, quien hablaba sin parar del fugitivo. En la cabina del Jeep, dos más observaban como el hombre se había puesto a la sombra y el sol le daba de lleno a los ojos del gendarme. El “Galdame”, hombre ducho en interrogatorio supo enseguida que era una estratagema. Nadie podía, enceguecido por la luz, ver su rostro cuando decía una mentira o una verdad. Les llevó horas. Esperaron que el sol se escondiera tras los montes para verlo de frente.  El Tuerto Romero, hombre de campo y de palabra jamás iba a mandar al frente a un compadre. ¡Claro que sabía dónde se había escondido Evaristo Sosa, pero él, no informaría dónde estaba. Primero se dejaba matar antes que dejar de a pie al amigo. La noche se agachó sobre la tierra y temblando por la helada salieron todos, rumbo al pueblo.
                        Cuando montó, el Tuerto, saludó tocando el ala de su sombrero negro y con el rebenque hizo una seña al rocillo y salió hacia el manantial de los Hernández, desde allí tendría unas cuatro jornadas por el monte hasta las aguadas de Miranda y allí anoticiaría a su compadre. Él, miraba para adelante, como los hombres de bien, como los hombres de palabra. Nadies  podía decir que se había desaforado con las palabras. Su poncho de vicuña, lo defendería del frío y su vista, de los leones que merodeaban la zona. Ya en pelea franca con uno había perdido un ojo. Ahora el otro era como un farol encendido que le indicaba el camino a la libertad del compadre.

LA PRESENCIA




            Desde la calle la casa se ve como cualquier casa. Eso sí, algo descuidada. Sucia tal vez, en comparación a como lucía hace… 50 años. Llegué con cinco años y me fui a vivir lejos con veintidós. Pasé momentos felices y tristes. Era mi casa. Ese rincón increíble donde acunaba sueños. Mis padres la levantaron con esmero y pasión. Era señorial como si allí habitaran seres con cierta noble ubicación social. Era otra época.       Le decíamos “la casa blanca” por su fachada tapizada de mármol “travertino” y puertas níveas. Un día comenzaron nuestras penas. Ya no había esa abundancia de mercado y heladeras llenas. Papá estaba muy enfermo. Después de varios contratiempos se fue por ese túnel dichoso que ven los agraciados. Él, era todo luz. Luchamos mucho para mantener el bienestar, pero fue en vano. Pronto la casa nos desplazó con su injusta grandiosidad. Salimos de allí y al cerrar sus puertas, dejamos infinito manojo de recuerdos. La vida continuó.
            Lejos, viviendo lejos, casi no pensaba en los buenos tiempos de la casa. Algunas noches, soñaba con sus habitaciones. Generalmente con el patio, las rosas blancas y los jazmines. Los nuevos dueños le hicieron algunos cambios. Pocos en realidad. Perduraba en el tiempo a pesar de los años que describían su carrera perenne hacia el final de la vida útil.
            Regresé después de muchos años. Un día, inopinadamente me paré frente a la ancha puerta de entrada. -¿Necesita algo, señora?- me dijo el intruso. -¡Sabe viví una vida en esta casa… y a veces la sueño!- ¿Quiere verla?- ¿Si me deja?- dígame algo que me haga saber que usted dice la verdad, que vivió acá.- ¡La escalera tiene veintiún escalones y en el baño, de azulejos negros hay una repisa de cristal negro, bien grueso, junto al espejo!- Pase. Pase. Es indudable que usted vivió aquí.
            La recorrí con alegría y pena. Esa había sido mi casa. Jugué entre los canteros a las visitas, subí escaleras siendo reina, bailé “El lago de los Cisnes” en el amplio comedor. Entonces era una niña. Era una soñadora de estos cuentos que burbujean en mi cabeza. El hombre me observaba. Y una lágrima corría indiscreta por mis ajadas mejillas. Respetuoso hacía un silencio, que abarcaba mi sentimiento.
            Cuando llegué, en la planta alta, a lo que fuera mi dormitorio, una joven mujer, se acercó y con tono ligero me preguntó: -¿Usted vivió acá? - ¡Sí!- le dije ¿Por?- el hombre la miró duramente y carraspeó. -¡Por la presencia! - ¿A qué se refiere, niña?- A una presencia que habita la casa.- ¿Una presencia? – Sí, la hemos visto todos, es como un ser de otro mundo, que entra y sale por las paredes, camina, se esconde dentro de los placares…, ¡pero no molesta!- ¿Dice que hay un fantasma? – Algo parecido. No sabemos si es hombre o mujer…- Algunas veces no se deja ver por cierto tiempo, luego regresa y se desliza sobre el piso como si fuera hecha de alas de mariposa o de pétalos de flores…, bueno la voy a asustar.- ¡No, acá viví cosas hermosas y tengo recuerdos que atraviesan mi memoria como eso, como si me visitaran entes celestiales! – Señora, no le haga caso. Lo que dice es cierto, pero no tenemos pruebas para demostrar los hechos.-
            Quise salir de allí, algo avergonzada, casi, creo, escapé. Ambos me saludaban desde la puerta con sus manos en alto y me dije: ¿Y si las presencias son ellos? ¿Y si en realidad estuve con unos fantasmas que me han hecho creer que son seres vivos? Un mar de dudas me obligaron a mirar con mayor detenimiento la casa. Y noté que las ventanas estaban cerradas y había mucho polvo en la vereda y en los diferentes espacios que daban a la calle. No había luces encendidas. Me propuse volver de día. Cuando volteé antes de cruzar la calle, descubrí que tenía un cartel que decía: “Se Vende desocupada”.

SOLSTICIO DE INVIERNO



Galopé los médanos con brillo de luna
castigué mis ojos con otoño de pesares
alucinando miedos inconclusos
atrás    quedó la pequeña ventana encendida.
La casa    tu pecho. Mis párpados de plata contagiando la espera.
¿Adónde estaremos cuando el sol regrese?
No quiero acompañar a la niña del estanque.
Se perdió en una caja sin llaves, se quedó dormida.
Yo estoy palpitando aun llena de vida y
Tengo, un grito entre los dientes. Un grito azul
Un vientre deformado por el tiempo.
Las palabras vuelan con un viento en los médanos de lirios
Volveré a la casa. La lumbre espera.
Enciende la ventana  enciende la esperanza en el regazo.


DE UN LIBRO DE POESÍA INÉDITO


Hubo  otro  tiempo y...

No hay futuro me dijo
un pájaro agorero con mirada de arpía y
yo metí las manos
en el agua sonriente del río de la vida.
Olor de incienso me transmitía tu mirada.

Allí te encontré
pintado el rostro con ceniza
te miré en el espejo
detrás, donde el candado escondió las respuestas y
recordé tu nombre             tu zodíaco pétreo
que agoniza en silencio con el pueblo olvidado.


Un planeta de espanto me sumergió
en la furia de un macho cabrío que alargó su testuz
llegando a la orilla del abismo
conteniendo el aliento
encontramos
sólo signos
incógnitas sin nombres
laberintos. Y
entonces
huyó con alas de lodo
mi materia de sueños.


DE UN LIBRO INÉDITO DE POESÍA


Me pregunto

¿Dónde quedó el jolgorio de piernas movedizas
el sonido granate del viento que eternizaba
los álamos dorados?
    Una muchedumbre ruidosa
deslizaba su ira.

Ayer con la horquilla o el tridente
dominaron las raíces
se cortó el aire cálido del alma con un cordón de plata y
floreció en llovizna de palabras de odio
que pronunciaron los fantasmas ciudadanos.
Nadie queda en la calle solitaria.
Un panfleto, una bandera
una esquina sin nombre en el desierto
pasiones.
Nadie, no quedó nadie.
Sin embargo somos prisioneros de los sueños

derrotados.


LOS SAQUEADORES




            El viejo Cantalicio Valdez pertenecía al suelo agreste desde niño. Muchos años transitados en la tierra árida y ventosa del secano lo había cincelado como a la corteza de los árboles el viento. Patagonia gélida y maldita. Para algunos una suerte de bravía esperanza de dinero, para otros el castigo infringido por la vida.
            Su mujer, lo había abandonado hacía muchos años. Cuando llegaron los gringos e impusieron sus leyes. Eran los que compraban tierras que pertenecían a los aborígenes y al país. Nadie iba a quejarse por lo que veía el Cantalicio. Primero llegaban carromatos con maderas y troncos hachuelados finamente desde la lejana isla. El viento alejaba los obreros ingleses que apenas se distanciaban hacia la ciudad los patrones, se iban al sur y escapaban con algún barco pesquero a su patria maldita. ¡Maldita, sí, por quedarse con las tierras de pastoreo de su ganado! Él tenía algunas ovejitas y guanacos que le daban lana para vender y comprar yerba, tabaco para la pipa y harina. Los rubios de ojos de hielo, levantaron un palacio. Llegaban en el ferrocarril muebles y trapos que ponían en cada rincón del edificio. Trajeron animales, ovejas buenas de cara negra, que duplicaban en lana a sus pobres bichos. Ellos hablaban muy mal “la castilla”, casi peor que él, que a veces a pesar de tener pocas palabras, no sabía el nombre de ciertas cosas.
            Un día vio venir a su cabaña a un “rubio” pipa en mano y con cara sonriente, el muy cretino. Golpeó. Él, no le contestó. Volvió a golpear, con fuerza bruta esta vez y salió. Escupió al suelo un salivazo oscuro como su ira. El hombre lo miró de arriba abajo. Le habló como pudo. Necesito contratarlo para el campo. Yo no. Sí, usted. Es el mejor por acá. Un Valdez nunca trabaja para otros. Le pagaremos muy bien. No. Sí, le pagaremos tres veces lo que usted gana en un año, por mes. La puta que lo parió. Bueno, está muy lejos y yo lo necesito en la casa y la majada. Veré. Lo espero. No mucho. Lo espero. Le dejó una carabina y un morral con dinero. Volaban los billetes cuando lo abrió.
            Se metió al rancho. La rabia le carcomía el alma. ¿Qué voy a hacer? La plata lo sedujo, nunca había visto tanta. Nunca.
            Dejó pasar dos semanas y caminó tres veces alrededor de la casa. Golpeó con furia. Apareció una mujer flaca como una espina, rubia como el trigo y fea como el demonio. Sin palabras lo hizo ingresar a un recinto cubierto de pinturas con caras de hombres y mujeres igual de feas que la fulana. Apareció el “rubio”. Le tendió la mano. El no lo tocó. Pensó en mandinga. Este debe ser hijos de Lucifer, por eso es tan blanco tan colorado y tiene ojos de pescado. El hombre le mostró la cocina, allí había una negra linda, criolla, que apenas lo vio se sonrió mostrando su boca desdentada. ¡Linda hembra para el catre! Siguió al patrón. Al entrar al galpón vio máquinas raras, nuevas, brillantes y aperos de cuero fino, monturas y mil herramientas que lo dejaron boquiabierto  ¡Una preciosura! Salió hablando entre dientes. Tenía que ayudar con el campo, con la tropilla de caballos y las majadas de ovejas. Luego con la esquila. Le pagarían bien.
            Pasó el tiempo y se emparejó con la “Negra”, la cocinera. ¡Esa era buena junta! Ya no tenía tanta bronca. Los patrones habían cumplido con la paga y le habían dado muchas cosas traídas desde Inglaterra. Ropa y botas, montura y aparejos. Unas ovejas cara negra que no eran de las mejores pero para él, eran hermosas. Las apareó con las suyas y tuvo más animales. La “Negra” hilaba y tejía en un telar indígena. Los ponchos salían de sus manos como flores de primavera. Cocinaba rico y con poco, pero hacía unos dulces con las frutas que plantaron los patrones que hacían relamerse los bigotes.
            Cantalicio se había encorvado. Le dolían las piernas y los huesos. Pero todavía trabajaba en la casa.
            Un día llegaron los hombres del ejército. Había una leva de jóvenes para una huelga en el norte. Los llevaron en tren. Había una revolución y a él, no le iba ni le venía, pero vio que los ingleses, llenaban cajones con libros y cuadros que habían comprado en su tierra, muebles y hasta las luces de las grandes lágrimas de vidrio que brillaban en las habitaciones, las cargaban en el tren para sacarlas del país. Vino un comandante con unos emisarios del gobierno que traían papeles para impedir que se llevaran esos valores pero… las libras de oro pasaron a sus manos y se fueron “chitón” en boca. Y la casa quedó desolada como el páramo. El patrón vino con la flaca y lo abrazó, se iban a su tierra. Se llevaban todo. Todo. Y Cantalicio tuvo que quedarse solo a cuidado de la casa que se había envejecido. Se parecía a él y la  Negra, que ya no podía con sus dedos endurecidos por el agua dura y el trabajo enorme de tantos años de trajinar la vida.
            Cantalicio, se quedó esperando. Nadie venía. Un día apareció un apoderado de la ciudad. Los echó a los dos, que volvieron a su rancho. El nuevo dueño, era atropellador y grosero, un vil pedante usurpador de la tierra. Vendió las majadas y las tropillas y sembró centeno. Pero no preguntó y se quedó sin nada para cosechar.
            En un ataque de furia, los obreros que había contratado, prendieron fuego a todo con él tipo adentro. Desde muy lejos se veía el cielo rojo por las llamas. Cantalicio lloró y la Negra, lo abrazó y se quedó con medio cuerpo dormido. Nunca se atrevió a ir para ver lo que había quedado. Al tiempo se lo llevó la “Hembra de Afilada daga”. Quedó allí, en su campito junto a su Negra.  
            Dicen que en las noches de luna llena, se lo ve al Cantalicio, merodear por las ruinas de la casa quemada

TODA VICTORIA ENTRAÑA TAMBIÉN UNA DERROTA...



 En realidad me siento cómodo en mi rutina. Como todas las mañanas despierto a la hora en que el sol encresta sobre esa enorme lampalagua perezosa se desliza hacia el océano dorándolo todo. Los viejos edificios cobran tonos desusados de la construcción novísima de cristal del Banco de Courtenay, Diamond & cia. ( verdadera obra que yo pude haber construido en otras épocas), tiene a esa hora esos ojos de vidrios oro y cobre. Me acerco con curiosidad para ver otra lampalagua laberíntica de frenéticos vehículos que discurren por la avenida.  Bajo mis balcones se desparrama un océano verde sobre la calle. ¡ Son extraños mis vecinos de la ciudad !. Nunca elevan sus cabezas para mirar y enamorarse de sus bellezas. Sigo hasta mi alcoba y me arropo de acuerdo a las costumbres del país, gente que escoge los negros, grises. Colores de antaño, de la muerte, teniendo un clima cálido y húmedo; sigo sin entenderlos. En mi anterior cargo en Toronto o en Sudáfrica no me costó tanto adaptarme a la cotidianeidad. Me acerco a la gran mesa del comedor, con esmerado moblaje principesco. Me remonta a viejas experiencias europeas. Mi joven ayudante, de frescura sin igual, silencioso, atento, culto y de una exuberante belleza física, se afana para proveerme de todo cuanto yo acostumbro a comer. En una pequeña bandeja me deja los periódicos que hojeo y me dan una leve visión de lo que acontece en este escalofriante tiempo posmoderno. Sentado sorbo un cálido y oscuro café (si en otros tiempos yo lo hubiera saboreado me...), me sorprenden los titulares y un golpe en mi viejo pecho dormido me retrotrae a lejanas experiencias. Le Monde esgrime una foto por demás locuaz: Salah ed – Din, jefe del gobierno musulmán, proclamando su Guerra Santa a todo el mundo Cristiano en la ciudad Santa de La Meca. Miro acicateado el Herald y una ostentosa frase indica que nuestro pequeño mundo se derrumba.(quien mejor que yo para reconocer la aviesa mente de los seguidores del líder fanático). Alejo, mi secretario y servidor, me observa pero reconociendo mis reacciones, me acerca el pequeño talismán que suelo usar en momentos de inquietud. Sus pálidas manos me tocan sutilmente para infundirme seguridad. No hay palabras. Dejo mi silla y me acerco a la maravilla de este tiempo buscando un e-mail.  Encuentro varios mensajes de mis antiguos consejeros juristas que se han desempeñado en las otras embajadas junto a mí. Algunos, en las tortuosas claves, que yo descifro con suma facilidad. El súbito sonido del celular me regresan, al lugar y al tiempo presente. Alejo, lo tiende. Escucho con incómoda resistencia el llamado urgente  en la representación de Estados Unidos de América.
Tengo que abandonar mi refugio. Prevenido y listo, Roldán, mi chofer, enfila por Libertador hasta el moderno edificio. Un “Mariner” nos acompaña hasta el ascensor. Allí nos espera un coronel uniformado, con cara de mal dormido, que con una agradable sonrisa nos invita a subir a la sala donde nos esperan el embajador y el asesor de asuntos exteriores e interiores.. Me sorprende ver a mister Kevin Mc. Garlinghan y a Brian Foster vestidos con total desprejuicio. Un desmañado equipo de golf en un rincón y sus ropas deportivas,  recién llegan de un largo contrapunto golfístico. Sus amplias sonrisas en los rostros tostados por el sol, sus ojos claros rodeados por intrincada red de arrugas provocadas por eternas caminatas en las canchas, no pregonan los sucesos que acontecen en este mismo momento en el mundo. Junto a mí llega e ingresa don Jaime de Castel - Roussillón, representante del rey de Bélgica, quién apenas me ve se acerca con aflicción y sabia prudencia, sólo toca mi espalda como para expresarme su total pesar. También entra Ilich Virvoskyn jefe de la representación de Rusia y detrás de él, la hierática Fuensanta Contrera y Vega, consejera de la casa española. Reunidos comenzamos a ubicarnos en la generosa mesa frente a la gran pantalla de cuarzo donde se está por proyectar el informe de las Naciones Unidas. Intempestivamente ingresa Uriel Rabioivich con pasos altivos tratando de tomar posición delante de Zair Al Kaleih y con mirada de desprecio y rencor. Como embajadores de Israel y Palestina no pueden faltar a esta cruel reunión. 'Sin embargo extrañamente por su puntualidad reconocida, falta Sir Williams Huoms. Llega tranquilo con su clásica pipa de tabaco chocolatado. Saluda ceremoniosamente y con astutos ojos sagaces observa al grupo. ¿Quién sabe qué siente ese inglés imperturbable?
            La pantalla se ilumina y la madura figura mordaz del prestigioso príncipe Abdul Faisal XI Regente de Arabia Saudita, nos mira y comienza en su impecable inglés de Heton y Oxford, el relato del latrocinio y holocausto. -" Amigos embajadores del mundo libre, que Alá, el Todopoderoso, el Magnánimo, Perfecto, nos ilumine; desde ayer al amanecer de nuestras ciudades, un sin igual suceso ha hecho zozobrar nuestra Paz. Un atentado terrorista lanzó sobre las ciudades: de El Cairo, Damasco, Bagdah, Riyadh y la muy Sagrada  Meca, unos vehículos con cierta sustancia química que ha provocado la muerte de más de veintiocho mil personas. La enfermedad que se ha presentado es semejante a la antigua enfermedad "maldita", la lepra. Con la novedad que lo que en su tiempo prosperaba lentamente en el tiempo y que hasta hace horas era curable; para nuestros científicos es imposible de frenar. Todo hasta este momento es ineficaz. Rogamos a los países amigos un apoyo incondicional. Las aguas de nuestros pozos y los ríos, lagos, diques y fuentes de vida, están altamente contaminadas. Pronto no habrá frontera para la muerte. Israel debe prepararse para esta eventualidad. Igual que Palestina, Chipre, Turquía y todos nuestros vecinos. Desde mi despacho en el palacio del antigüo Rey Omar Baudoin VIII, en Ibn -Ahmar, los bendigo en nombre de Alá el Misericordioso."
            La imagen se desdibuja y un silencio alarmante se produce entre los intelectuales.
            -¡ La política conflictiva de nuestra era nos deja perplejos - dice Fuensanta Contrera y Vega...pero no podemos resolver solos esto, (expresa entre aliviada y quejumbrosa). Yo necesito hablar con su Majestad, el Rey y sus asesores  políticos...!.
            Todas las miradas convergen en mí, al instante. Yo soy un profundo conocedor del problema islámico y tengo reputación en todo el mundo por mis afortunadas intervenciones en los perpetuos conflictos de Medio Oriente. En mi actual condición, debo aceptar conocer mejor que nadie su historia y los acontecimientos de la tortuosa vida religiosa y política de esos pueblos ininteligibles para nuestras memorias latinas y judeo-cristianas. Unánimes son, en pedirme que viaje a la sede de la U.N. en París. De paso podré pasar por mi castillo en la Champaña para reordenar algunas faenas que tengo abandonadas.
            El corto viaje hasta mi piso me llena de estupor...debo volver a la vieja región de mis principios. Tengo un extraño dolor punzante en la espalda y siento un escozor en mis piernas. Lo que me apremia es el temor a volver a vivir ciertas situaciones que me atormentan. Reconozco que he sufrido en extremo. Mi cuerpo hoy, aparentemente ágil, fuerte y viril ha tenido tiempos de decrepitud y martirio. Alejo me espera con temor y furia contenida. Me preparo un pequeño equipaje y busco mis e-mail para saber qué órdenes he recibido de mi gobierno. Apenas puedo probar unos exquisitos bocados que me ha preparado el joven chef Guilhem, cordón rojo en la gran academia de Burdeos. El magnífico "Honda" negro de la representación, me lleva por la autopista a Ezeiza. Allí, un avión de mi gobierno, espera. Abordo, me sorprende una pequeña jovencita que será mi ayudante. Generalmente no son mujeres sino mancebos, los que acompañan nuestros confortables viajes. Me ubico y la observo. Es alta, delicada y el torso flexible como una varilla de bambú, tiene un rostro de tez pálida con profundos ojos grises. Su cabello, que debe ser larguísimo y muy ondeado, escapa del riguroso schignon con pícaras mechitas rebeldes. De excitante color cobrizo con reflejos dorados. Me recuerda a otra mujer. Pero no puedo recordar su nombre ni dónde la conocí. Me sumerjo en la lectura de mis cartas. Me duermo y sueño. Voy volando con unas enormes alas de piel dúctil, suave y levemente aterciopeladas. Frente a mí un ángel, me hace señas amistosas y se asoma peligrosamente por una almena en una torre de un castillo en la Provenza. Me señala a un grupo de cabalgaduras con sus jinetes envueltos que usan armaduras de fieros metales, penachos de plumas de colores iridiscentes, que flamean en el viento y unas capas envolventes y casi mágicas. No puedo ver sus rostros. Llevan estandartes y uno de los caballeros, erguido, ampuloso, concentrado; tiene entre su guantelete una lanza con un raro unicornio. Me despierto sorprendido. Hemos arribado al aeropuerto Charles De Gaulle. París está bajo una capa de nieve y su perpetuo cielo gris me hace estremecer. Adoro el sol de la Provenza, de Burdeos y de la campiña sureña. Un vehículo del gobierno me espera y rápidamente me aleja de allí. Me traslada a una de las construcciones del actual gobierno. El “especial” chofer, agitado, es un oscuro y brillante "martiniqueño", modelo de silencio y de humildad. Me observa por el espejito retrovisor pero no se atreve a hablar. Yo no advierto su sorpresa. Algo dentro de su ancestral origen le hace ver algo en mí, que otros hombres no vislumbran. Yo le sonrío y él, desvía la mirada. (Rumorean en el interior del móvil los zumbidos elitroides de insectos invisibles a nuestros ojos dentro de la contaminación y el gélido clima de París).       
            Llegamos al Palacio Ministerial. Antiguo edificio de un verdadero palacio del Conde Chrétien Meillant que fue devuelto muy destruido por la "chusma parisina" a Napoleón Bonaparte y que éste reconstruyó basándose en viejos cuadros que pertenecieron a la corona del Zar de todas las Rusia. El Gran Guerrero  encontró y tomó a su paso descalabrada por la ofensiva moscovita ( tengo que agregar aquí que los bonapartistas antes de su derrota entraban en los "chateau" y luego de degollar a siervos y señores se apoderaban de tesoros de incalculable valor artístico, que hoy son admirados por el mundo en los museos) . Así, ese maravilloso “chateau” ahora me contempla con rotunda sorpresa.
            Me acompaña un verdadero "efebo", plástico, anguloso, soberbio como un dios griego. Los ataviados pasillos con cortinados en ricas telas adamascadas de seda pesada, los grandilocuentes cuadros de viejos señores, con sus oscuras e incontables historias de pasiones, pecados y osadías; me siguen como a un inmigrante estrafalario que invade un territorio inexpugnable. Al encontrar una puerta de roble tallada por artesanos, un suave golpecito me hace concentrar en el glorioso rostro de mi guía. Un susurro me invita a penetrar al imponente habitáculo.
            De espaldas a mí, un hombre con un traje no convencional, de perfecta  hechura de color bordó, mira por la gran ventana hacia un intangible parque ( acá también debo agregar que los viejos señores se esmeraban en construir parques maravillosos ), con una fina copa de cristal en una mano y una larga cadena de oro en la otra, jugueteando sin mirarme comienza a repetir lo escuchado en Buenos Aires, en la embajada de U.S.A., pero ya hay más de cuarenta mil muertos y como cien mil contagiados de ese mal.
            ¡Cuando se vuelve, clava en mí su mirada y observo lo que ya no creí volver a encontrar nunca más!
             Su rostro glorioso está surcado por dos enigmáticos ojos, uno azul y el otro de un tono dorado con leves reflejos rojizos, su lacio cabello oscuro cae en un mechón sobre su frente y su nariz afilada de bella nobleza, y él con tres dedos afilados recoge en un mohín personalísimo. Deja sobre el escritorio el pequeño objeto de entretenimiento con su larga cadena de oro. Se estremece y siento con horror que un dolor lacerante me doblega entre mis omóplatos como si se me clavara una fina estaca de madera de ébano. También en mi vientre enjuto, y siento un movimiento ondulante, sinuoso como si tuviera escamas de metal, me miro angustiado pero sólo veo mis pies forrados en finísimo calzado de cuero argentino. Me calmo momentáneamente. Me siento en un sillón de terciopelo blanco y observo la estancia, ya que su teléfono vibra constantemente. Cuando se desembaraza del celular, se acerca con una sonrisa deslumbrante y me da su mano con suave signo de seguridad y amistad.
            Vuelve a preguntar cómo ha resultado mi viaje de Sud América y yo le tengo que relatar todo lo acontecido en aquel lejano hemisferio. ¿Su nombre, pregunto como si no supiera lo que voy a escuchar?  Aunque una vez en una gira por las Naciones Unidas, con la gente de Angola, Guatemala, Hong Kong y Nueva Guinea, en nuestro hotel de San Francisco, en U.S.A., tropecé con un hombre de ojos de diferente color, era un cantante de Rock, llamado David Bowy,  eran penetrantes. Color celeste uno y amarillo el otro, me dejó verdaderamente confundido y lacerado el corazón al descubrir que era un hombre con una historia dolorosa, en realidad con una crónica personal digna de un ser del báratro. Me vuelvo hacia mi interlocutor. Me miró obstinadamente con un aire indagador.
            Entra el secretario, gracioso muchacho, que espía mi rostro; trae unas finísimas tazas, piezas únicas de valor incalculable como antigüedad, con un perfumado té de hierbas orientales de un color ámbar ebúrneo y sofisticado sabor. La cucharilla taraceada en plata con un grifo esmaltado en rojo hace juego con el color del traje de Yves Saint Laurent y con el ojo rojo-dorado de mi aún desconocido internuncio; tintinea en las frágiles paredes del bello recipiente. Yo permanezco esperando, porque en la íntima profundidad del alma, no deseo aceptar que he regresado a ese abisal meandro que inoportuno me hace, me obliga a revivir una lujuriosa historia. Aventuro mis nostalgias de tiempos idos y no deseo escuchar los sucesos que nos acontecen. Hay aún un dato escondido. Los teléfonos braman y quien debe tener ese importante coloquio, no puede pronunciar ese nombre que porfía entre mis dientes y mi torturada memoria. Un secretario se desplaza con papeles y me mira con intriga.¡ Señor, monsieur...Michel de Parsarden...un secretario del ministro de guerra le envía este billete con órdenes del presidente! Pase y entréguelo usted mismo. Un regordete hombrecillo rubicundo penetra en la regia oficina, me acerca un sobre. Su extravagante traje verde oscuro con su alegre camisa amarilla trae un aleteo vibrante al nostálgico corazón. ¿Puede en un nivel ministerial un técnico prestigioso llegar a tan grande desenfado en su ropa?
¡Pero es portador de nuevas abrumadoras!
              - ¡Arde Medio Oriente en llagas pustulentas y mortíferas! - expresa penosamente mi mensajero. Ya no hay frontera con nuestra vieja madre. Europa también será presa del horror. ¿Acaso el "Cuarto Caballo del Apocalipsis " está cerca de nuestros Elíseos, del Sena...?- la congoja pintada en un rostro en extremo jovial, es un reto al optimismo.
               - Mi nombre, y recién puedo darle la bienvenida como un caballero es Julien Fhilippe de Colporteur Astucieux, en realidad todos me dicen Jul..., pero ahora debemos abocarnos a lo que nos atañe.- y comenzamos a releer los papeles que cubren el buró.
            Una pegajosa desdicha sorprende mi espíritu. Es irracional. Veo entre el joven Julien y su secretario una controvertida afinidad. Yo reconozco en ellos un torbellino de pasiones controladas. No me puedo permitir ensoñaciones. ¿He vuelto a equivocarme? El mundo se desploma. Sólo atino a comprender que he estado intentando encontrar a otro hombre y creo verlo en todos aquellos que guardan algún rasgo significativo. ¡Debo estar muy trastornado o muy viejo!
            De repente un grotesco estallido hace temblar el seguro edificio y todo comienza a ulular. Las campanas de las aristocráticas iglesias repican sin un criterio musical, las alarmas modernas de incendio, de automóviles, del edificio bancario aledaño, descontroladas, suenan. Ese pandemonium se prolonga mientras nos miramos aterrados. Cae junto a nuestros pies parte del glorioso cielorraso pintado en el siglo XV..., los cuadros se desprenden de sus fuertes soportes. ¿ Acaso un atentado terrorista? Alcanzamos a salir de la oficina y como ratas asustadas. Todos los hombres y mujeres huyen por las escaleras. Julien y su secretario se abrazan en una despedida agónica. Sirenas y gritos. Un guardia de seguridad se acerca y me vocifera que ha estallado un coche bomba con una conocida bandera del grupo mesiánico integrista... corro y llego justo para ver la gran humareda que como un hongo macilento, se alza en el lugar.
            Una hermosa mujer de no más de veinte años se aferra desesperada a mi cuello. Su larga cabellera negro azulada se desparrama por doquier, sus manos finas y bien cuidadas están crispadas en mi traje. Está manchada de un tizne verdoso. Tiene sangre en la nariz y en los oídos. Llora y no puedo hablarle por el tremendo ruido que nos rodea. Su clásico vestido se ha desgarrado y sus pequeños senos blancos se ofrecen como duraznos maduros. Me aprieta y no me deja ayudarla. ¡Es indudable que las noticias de los sucesos acontecidos en los países musulmanes han hecho estragos! Ella indudablemente cree que se está muriendo. Me besa con desesperación y su boca fresca y algo amarga pide a gritos "amor", seguridad..., quién sabe si en mí no está besando a su verdadero amante. La separo con suavidad. Entiendo a esa casi adolescente...nadie puede saber como reaccionar en situaciones límites.¡Ni aún yo que he vivido tantas experiencias!
La joven se disculpa con deliciosa inconciencia y desaparece por las calles empedradas y mojadas por la nieve algo derretida.
            Un coche policial me recupera y partimos junto con Julien y su atrevido secretario, (acá tengo que aceptar que el experimentado conocedor de política exterior es un doncel con apetencias sexuales diferentes, cosa que no me toca a mí opinar). París, está deshilachada y sucia. Gente, antes indiferente, se desploma en su tranquilo mundo edificado con paz. Todo el caos camina desenfrenadamente. Llegamos al palacio de gobierno y aquí nos están esperando tanto ujieres como altos jefes y parlamentarios. Observo rostros de espanto y desdén. Me llevan hasta una sala donde me sorprende una esmirriada figura joven, vestida con las típicas ropas de las mujeres musulmanas,( la burka,el thaub y la chilaba), bajo el negro velo una abrumadora mirada de ojos negrísimos, profundos y hostiles se insertan en los míos. Eleva una mano donde gemas estridentes me ciegan, el tintineo de sus joyas despiertan el recuerdo de una dama que supo desterrar mi soledad y descubrir mi cuerpo al amor. Me señala con el índice y proclama que soy el único que puede mediar entre los terroristas, su padre, el Rey, Emires, monarcas y gobernantes democráticos. Luego se desploma en un sillón y queda como un gorrióncito desplumado.
            - ¿La princesa Azelaís se ha desmayado...? - gimotean los estúpidos desconociendo la materia maravillosa de esa mujer. Alguien la levanta y le sirve una bebida para reanimarla. Yo la observo y transito en mi memoria. ¿Cómo haré para acercar una solución al conflicto? Me desplomo en un sofá, que rezonga con mi desparpajo. Un auxiliar se me acerca con una pequeña bandeja de plata. No lo he visto antes pero su presencia me tranquiliza y en el mínimo objeto un papel doblado hay una palabra escrita en tinta negra. Lo reconozco. Me levanto y dirigiéndome a todos les reconforto diciendo:- Voy a tener en unos minutos una reunión con el jefe de la facción terrorista. Me espera en un lugar secreto. Nadie debe venir tras de mí. Ruego mucha prudencia. Adiós y suerte.
             Salgo bajo la conmovida mirada de todos los  que allí se debaten entre la ignorancia y el miedo. La calle con frío invernal me reconforta. Siento, deseos de comer algo...es imposible en estas circunstancias. ¡Hace casi veinte horas que no he probado bocado alguno! Extraño Buenos Aires, su humedad y el ruido despiadado que produce su gente increíble. Ahora ellos estarán en sus casas mirando asombrados en sus televisores lo que acontece en la admirada Europa. Sigo en el moderno automóvil que se aleja hacia Neuilly Sur Seine, por el este, para luego tomar la autopista que nos aparta de París. (Debo evitar nombrar el lugar del encuentro por razones obvias)
            Un " Château" derruido, en un paraje desdibujado por el tiempo, me recibe con una luz pegajosa y opaca. Un grupo apenas visible, me admite con dificultad. Vuelvo a sentir el dolor agudo en mi espalda y siento un espasmo agónico en mi vientre, también tiemblan mis manos. ¡Tengo miedo!... ¡No, terror!  Se me acerca un varón recubierto con una capa y un turbante que me impide verle el rostro. Parece esos viejos enemigos de los Santos Cruzados. Un estremecimiento me oprime. Una nube de libélulas se desparrama por el lugar. Él es el temido terrorista. Se acerca y una luz ilumina el rostro. ¡Es Aiol de Lusignan con Raimondín su antepasado y mi antiguo amante esposo...! En verdad ahora sí veo su ojo azul y su ojo dorado..., su cabello lacio que cae sobre sus mejillas como tapando la vergüenza de lo que está haciendo. (¡Mi amadísimo muchacho!) Han venido de otras luchas a un tiempo desconocido y enfrentan una guerra ininteligible. Aiol con el "Unicornio" y Ramoidín de Lusignan, con un estandarte con las armas de los antepasados guerrero. ¡La locura apocalíptica y mesiánica, me desconcierta ! ¡Es él, Aiol, un verdadero espectro, con el nombre de Salah ed -Din (Saladino, el enemigo del Santo Sepulcro), mi viejo adversario...! ¿El demonio?
            Un ángel penetra por un ventanal y me trae junto a varias hadas, mi antiguo "Cuerno de Óberon". Veo entrar a mi madre, el hada "Presina" que con privilegio real, me devuelve mis perdidos dones momentáneamente. ¡Es verdad que me crecen mis lindas y suaves alas, mi cola de escamas azules y plateadas...pero logro arrancarle a los dislocados fantasmas el "Unicornio " y con las palabras mágicas redimo entre inciensos y cánticos el maldito desorden creado por Aiol y su grotesco guía! La tierra, esa intrincada, blasfema y majestuosa maravilla, volverá a ser un caos de aviones, automóviles y gente común, que se ama. Quieta un instante, luego vuelo y beso los fríos labios de Aiol, que me hacen estremecer de pasión, (recuerdo  a Julien y a su secretario), más... me despido nuevamente de mi cuerpo humano y salgo volando rumbo al infinito.
             ¡Tal vez, tal vez vuelva a Buenos Aires y me siente sobre el tejado de ese magnífico edificio de la embajada, como un adorno añoso, como una gárgola de alabastro o peltre; a contemplar el río y aprenda a tararear un tango...! ¡Total he vuelto a ser inmortal!
                        ¡Ah, antes de partir...mi nombre es Melusina...!

                                                           Homenaje a Manuel Mujica Laínez y su cuento: “El Unicornio”


CARTAS



            La nevisca golpeteaba el vidrio de la ventana. Un vapor fantasmal enredaba la habitación que se calentaba apenas con la leña que crepitaba en la chimenea. Ese invierno asomaba como un mago helado, traía escalofrío a la región de los lagos. Desde un tiempo atrás, no había pájaros en el jardín. Un solo pájaro había anidado en primavera entre las enredaderas y se quedó como hijo irredento del verano.
            Uma, como Terpsícore, danzaba en el rectángulo tibio de la alfombra turca. La música la tenía atrapada con el embrujo nutricio de la dulce melodía. Canturreaba en cada arabesco y descalza, parecía una garza desplumada, sólo cubierta por el camisón de franela blanca y el cabello cayendo como cascada de fuego sobre su espalda.
            El gato se lamía la mano, cuando metía en el platillo de la taza de té que ya frío, descansaba en la mesilla. El jarrón desprendía lentamente pétalos de unas rosas que agonizaban desde el domingo antes de pascuas. Uma, un rato lloraba, un rato reía, un rato cantaba. Enajenada del resto de la familia. Estaba esperando. Su corazón palpitaba con un fuego inocente y tibio por el recuerdo de su enamorado.
            De la escalera una sombra amable le hizo trizas el hechizo. Su padre, con silenciosos pasos, se acercó a ver qué hacía su quinceañera. Carraspera y tos forzada. El gato saltó y se acercó al amo, sobando su pelaje gris plata en las piernas del hombre.
            Uma, hija, cuánto tiempo has pasado bailando. Deja ya esas tonterías y vete a vestir que baja tu madre a desayunar y no le gusta verte vestida o mejor dicho, desvestida como estás.
            Ambos subieron a sus dormitorios y regresaron con ropas de calle. El padre con traje de franela gris oscuro, Uma con un vestido de lanilla verde oscuro con vivos rojos, en la mano su capa de tela escocesa verde, roja y amarillo, como sus ancestros usaban en la vieja escocia.
            En la mesa, ya descansaban las tasas y el té humeante, panecillos de jengibre y tostadas con huevos, jalea de manzanas y miel. Llegó su madre y su hermano Willy. Se sentaron con cariño y comenzaron la ceremonia matinal conversando de novedades simples y graciosas.
            Había cesado de nevar y el viejo automóvil rezongaba para entrar en movimiento. Cada uno a sus tareas habituales: Uma al colegio, Willy al instituto y su padre al banco. La madre quedaba hasta entrada la mañana y luego salía a hacer compras o visitar algún pariente enfermo. Otras veces se la veía por la iglesia ayudando a empaquetar ropa para los menos dotados por la suerte.
            Al regresar a la casa, el olor a carne asada al horno, a papas campesinas y sopa, llenaba los pulmones de alegría y suspiros al estómago. Cada uno se cambiaba con ropas ligeras y corrían a sentarse a la mesa. Clarisa, la cocinera y mucama, había preparado un postre riquísimo y todos la festejaron sin pudor.
            El gato aprovechó a ronronear sobándose entre las piernas de Willy y Uma alternativamente. Charlaban todos juntos entre sí, en un momento, entró Clarisa con un sobre que había llegado esa mañana. ¡Una carta! Era muy raro ya que nadie esperaba correo. El sello era de un país extraño a todos. Marruecos. ¿A quién conocían en ese lejano país? Despertó la curiosidad de la familia. Mas, debían finalizar el almuerzo, según sus costumbres para sentarse en el escritorio y ver dicha carta.
            Willy, pensó que era para él, de un ex compañero de su instituto que había partido hacía cierto tiempo y no había dejado dirección. La madre pensó en una prima lejana y andariega que recordaba le gustaban esas aventuras. El padre, pensó en un compañero del ejército y Uma, no imaginó quién podía mandar una carta de tan lejos.
            ¡Y venía a su nombre! Y cuando llegó el momento de abrir el sobre, cuatro cabezas se agruparon sobre el papel. El gato saltó y se acomodó en su regazo. Era el primero en oler ese sobre escrito con letra apretada y nerviosa.
            La carta decía así: “Querida Uma, el día de tu cumpleaños, mi primo Geremy, me llevó sin invitación a tu casa. Cuando te ví, quedé sombrado Portu belleza, tu frescura y tu alegría. Estoy lejos, lo sé, pero necesito decirte que quiero ser tu amigo y saber mucho más de tu vida, tus sueños y todo lo que guarda el corazón. En este hermoso país, me siento un naufrago en una isla desierta. Las costumbres acá son tan diferentes a las nuestras, que hay días que tomaría el primer avión y regresaría a mi antigua casa. Mis padres la vendieron y me han traído aquí, por trabajo. Yo sigo estudiando y aprendo el árabe, pero es tan difícil, que creo que nunca lograré hablarlo de corrido. Uma, no te enojes con mi primo, él, me dio tu dirección de correo y espero no rechaces mi petición: ¡Sé mi amiga! Con esperanza, Ronaldo Pell.

            Todos quedaron en silencio. La miraban como a un aparecido en medio de una noche de tormenta. Ella sorprendida, los miró y dijo: Seré su amiga, yo reconozco que cuando lo conocí me pareció el muchacho más apuesto que pude conocer.
            Willy, se enojó. ¿Quién se cree este idiota, que mi hermana es una tonta? Lo voy a matar a Geremy, el muy…muy y ya a punto de decir un insulto, el padre dijo: Bueno está tan lejos, ¿qué puede pasar? La madre se quedó mirando asombrada a su marido, siempre tan osco y desconfiado. Fue un “ haz lo que quieras” y salió de la sala sin apuro.
            Cuando Uma desapareció, encontraron cientos de cartas y descubrieron que se había ido con su amor a Marruecos. Ronaldo Pell, se la había robado.

miércoles, 20 de mayo de 2020

EL MENSAJE



 
“Cuando quedará mi cálida luna acumulada en mi cintura poblada de fantasmas que blanquean al trasluz el bosque, allí donde pacen los unicornios y las gacelas. El cielo se transforma en un oscuro escondite de la sombra, de allí saldrá una nave de tránsito ligero. Viajará la niña, con su perro dormido entre los brazos”.
La carta se cayó entre los pies de la joven que sorprendida, miró tras la ventanilla del tren que volaba sobre la planicie.
No comprendía el mensaje, era como un lenguaje cifrado propio de la contienda. Comenzaba a nevar y la nana la cubrió con una manta de piel. Un fuerte olor a alcanfor penetró en sus pulmones. Sabía que estaba huyendo del infierno, pero no alcanzaba a desentrañar el recado. La hiriente mirada del acompañante le daba temor, era tan dura, tan inquisitiva que creyó imposible dormir.
Sin embargo el movimiento del vagón y el suave calor que le prodigó la manta, le dieron un insinuante sopor, quedó dormida, Y soñó. En la pradera se movía un caballo que galopaba con un andar  cadencioso y firme. Montado en él, un hombre con la capa azul que envolvía su rostro y apenas se mostraba un mechón de cabello renegrido. De repente el tren se detuvo en forma brusca y se despertó. Ingresaron dos soldados vestidos con capotes negros, impermeables, de rostro enrojecido por el frío. Pidieron los papeles y la nana, asustada entregó el suyo y rebuscando nerviosa el de Ludmila, se arrebató  frente a los jóvenes, que por inexpertos, sólo osaban gritar en un idioma incomprensible. La muchacha les pasó el papel, el mensaje. Ellos intentaron leer, pero en su ignorancia, amagaron pedirle a la nana que les leyera.
La mujer abriendo los ojos y respirando profundamente dijo:
 “La niña Ludmila Trensky, es llevada a un monasterio cercano a Moscú, para ser ingresada como enferma mental. Se ruega no molestarla, es muy delicada de salud y su familia, está muy preocupada por su destino” la firma es ilegible, dijo.  Ustedes saben que los médicos y los generales tienen escrituras muy complejas. ¿Verdad?
Los inexpertos soldados, aceptaron la respuesta de la acompañante. No tenían órdenes y no se animaron a persistir. Descendieron del carromato y siguieron junto al tren hasta que éste se perdió entre el humo y la niebla.
Ludmila, cerró los ojos y comenzó a reír. Su risa engrosó el humor del vagón, otros rieron sin saber por qué.
¿Por qué les mentiste? Si ni tú, ni yo entendimos el mensaje. Me parece que ellos no saben ni siquiera las letras… sus ojos parecían los de un cordero enfermo.
¡Ay, Ludmila, si no les inventaba eso, te llevarían y quién sabe qué maldades te harían! Te salvé la vida y honra.
El caballero que  estaba frente a ambas, se atusó los bigotes y sacó una petaca del capote, y por primera vez sonrió. Bebió un largo trago de vodka y
Dijo: ¡Realmente la felicito! Supo engañarlos como corresponde, pero a mí, no. Y parándose, tomó a las dos de los hombros y empujándolas las sacó de la cabina. La manta quedó en el suelo y el mensaje cayó junto a la puerta. Era un extraño correo con notas de máximo valor militar, pero el viento lo sacó por el pasillo y se fue volando por el aire fuera del tren, perdiéndose en la nieve.


ZAFIRO AZUL, DIANA DE GALES . PARA ALFRED ASÍS . ISLA NEGRA.CHILE




Nació como una niña especial,
simple y dulce, pura y bella .
Sus virtudes señoriales
la hicieron ser señalada por la mano de una reina.

Un zafiro azul le incrustó el doloroso destino,
ser princesa,  en un mundo de promesas.
Y fue en blanca carroza entre tules y perlas.
Blanca flor que desde lejos parecía una azucena.

Una tiara de diamantes coronaba su cabeza
Una a una como espinas se incrustaron esas gemas
Un Jesús entreverado entre Judas que miraban
el desmayo de sus penas. Diana hermosa.

Los hipócritas galantes la miraron con deseo
Su preciosa compostura dejó sus joyas en los niños
en los pobres enfermos de extrañas enfermedades
de remotos lugares, donde flameaba su enseña.

Y un día…

Como pálida garza de alabastro, echó vuelo
hacia un soterrado puente oscuro donde la luz
la desmembró. Fue silencio entre metales de fuego.
Lloran lágrimas los niños, los enfermos…
Lágrimas como pétalos que van dejando una huella. 
En la reja de aquel palacio pletórico de tristeza
Sus hijos lloraron su ternura y bonomía
en los brazos de un hombre que nunca pudo quererla
tal como lo mereciera. Diana sombría ya duerme.

Atroz historia de un ángel que donó tanta ternura
entre los más desprotegidos, los olvidados,
los pobres de países lejanos que adoraron con locura  
a esa bella princesa que perdió su historia en sueños.

DE UN LIBRO DE POESÍA INÉDITO


Y un día, un día como hoy
atravesaré la calle como el duende curioso
como la lluvia fina que desgrana lamentos y
un perro solitario detendrá la pisada glamorosa del viento
Arrancaré una espina
caerá una rosa con pétalos mojados
sobre las pulcras piedras de la esquina
nuestra esquirla donde los augures
transformarán una vez sola en marejada de escombros
el espectral camino de mi talle perdido
solar vegetal de tu mirada
remanso cauteloso de los ojos  que dormitan.

UN ENCUENTRO CASUAL





            La vida tiene momentos confusos y otros inolvidables. Ni hablar de mi vida que está llena de suspenso y misterio. Mi infancia fue un pasar de la realidad de mi casa en pleno centro de la ciudad entre el estrépito del tránsito y los largos veraneos en la estancia del Tío Cipriano en Ascochinga. Todos esperábamos el verano para salir de la canícula infernal para llegar a sentarnos debajo de los enormes robles cerca del río.
            Ya había rendido mis exámenes de ingreso al colegio secundario cuando papá dejó bien claro que después de navidad, ese año, iríamos nuevamente al campo. Los preparativos nunca eran suficientes. Mamá y María, siempre corrían hasta último momento con algo que se quedaba olvidado. María era nuestra nana y desde que nací estaba en casa. Era parte de la familia y la amábamos los cinco. Mi hermano Julián y Héctor, estaban en la edad del “pavo” según decía papá, pero ellos eran los que estaban autorizados  a acompañarnos al río en las tardes para bañarnos en las cristalinas aguas.
            Aprovechaban para hacernos mil travesuras. Yo trataba de esquivar en especial a Héctor que era el que se mofaba de mi fealdad. Sufría enormemente por mis piernas de alambre y mis ojos saltones. Ni hablar de mi nariz que parecía un asa de tetera, como decía Héctor. Era algo tímida pero en la estancia me dejaba seducir porque era libre. Me compraban mandándome pequeños ramilletes de flores silvestres y yo les tendía todos los días la cama, lavaba las medias y los reemplazaba en los menudos quehaceres que les correspondía hacer a cada uno.
            Una noche que no podía dormir, me deslicé por la escalera del frente y bajando al parque me senté a mirar las estrellas en un desgajado sillón que habían construido debajo de los robles. Generalmente allí se sentaban en las tardes a tomar mate y a recordar anécdotas de los abuelos y mayores de la familia, mi mamá y el resto de los adultos. Era cálido y bello. Miré el cielo y un millón de estrellas me guiñaban sus párpados juveniles. De pronto sentí un murmullo. En realidad me llamaban por mi nombre. Imaginé que eran Julián y Héctor que hacían algo para asustarme y ni me inmuté. Caty y Loli, dormían. Son tan pequeñas aún que se duermen apenas mamá les da la bendición después del postre.
            Como les contaba, me puse indiferente y comencé a contar las estrellas más cercanas. Otra vez mi nombre... Chiche... bueno me llamo Marina, pero todos me dicen Chiche. Era sin duda alguien que me conocía mucho, pero la voz no era conocida. Era aguda y aflautada. Miré con curiosidad y ¡OH! sorpresa junto al tronco y casi debajo de la mesilla de piedra, estaba el “zorrinillo” de la t: v., ese que vive enamorado de una gata. Lo sorprendente era que no apestaba con su olor nauseabundo. Me incliné para verlo mejor, y me habló:
-                     Oye Chiche, ¿qué estás haciendo aquí? – dijo mientras se acomodaba su hermosa cola peluda- Creo que ya nos conocemos de tu casa en la ciudad.
-                     Bueno es bastante raro que vos me hables y me digas que me conoces, yo te  veo todos los días al regresar de la escuela y me haces morir de risa. ¡Sí que eres enamoradizo! Además convengamos que...
-                     Que no me ha ido bien últimamente con el amor ¿verdad?- me dijo sin ofuscarse.
-                     Creo que debes ser más cuidadoso y fijarte bien a quién buscas para amar. Y recordar que eres un zorrillo y debes encontrar a alguien como vos para enamorarte
-                     Ay, ya verás... pronto te va a entrar la edad del amor y te veo queriendo que un chico con aparato de ortodoncia o lleno de acné te diga que te ama. ¡Ja, ja ¡ y vos lo verás hermoso.
-                     Cállate si serás tonto ya me gusta uno de mi clase de Inglés. Se llama...
-                     “Chiquito”, si yo lo requete conozco, siempre está frente al tele cuando yo aparezco a las cuatro de la tarde. Y te aviso él, suspira por vos.
-                     Vamos, si soy tan fea que no creo que me mire jamás.
-                     No señorita. Error. Tiene una foto tuya debajo de la almohada. La sacaron el día que les tomaron la poesía “El campo” y que de paso la dijiste bárbaro.
-                     De veras que sabes todo. ¿Y cómo es que siempre estás enamorándote de una gata? Deberías demostrar tu inteligencia en amar a una zorrillita como vos.
-                     Así, continua mi historieta, tonta, si me caso con una igual no sigue la tira. Pero allí viene tu mamá y te van a retar, no le cuentes que te dije todo eso de tu futuro amigovio, él, será una parte preciosa de tu vida.
-                     Adiós amigo. Vuelve cuando quieras. Te estaré esperando.
-                     Vendré siempre que vuelvas a Ascochinga y te veré grande y casada y feliz.
-                     Gracias, chau. Te veré en casa. ¡Hola mami! Ya me iba a la cama. Tuve un momento  ganas de venir a charlar con las estrellas, no tenía sueño.  Subo a la habitación con vos. ¿Mami, cuándo te enamoraste por primera vez? – y seguimos            abrazadas hasta que ya en el dormitorio y después de besarme en la frente me dijo:
 -¡Yo tenía trece años como vos y se llamaba Pedro, era tan feo... y yo lo veía tan lindo! ¡Hace poco tiempo lo encontré en el banco y realmente me dije ¿ Cómo pude estar enamorada de ese chico? Pero a tu edad todo puede ser posible. Hasta mañana y sueña bonito.
-Hasta mañana mami, hoy ya he soñado muy bonito.
Han pasado nueve años y me estoy por casar mañana, he quitado la foto del zorrillo abrazando loco de amor a una gata con la cola pintada, y la llevo a mi nuevo hogar para que me recuerde aquella noche premonitoria. Todo ocurrió como él, el zorrillo me dijo, aunque nunca lo volví a ver. Debe haber sido tan sólo un sueño de mi infancia. ¿Ustedes qué creen?
-                      
                       

COMO SI ME OLVIDARAS CADA NOCHE



Para recordarme en la mañana que estamos vivos.

Recuérdame que aun late mi corazón herido

Recuérdame que sale el sol y brilla en sus ojos la vida plena

Recuérdame que hay un solsticio de invierno donde duermen las hadas

Recuérdame, que he vivido esperando con la mirada puesta al este

Recuérdame que no me despertaré con alguien sin conocer su nombre

Porque si me olvido de ser yo misma

Porque si huelo al viento y no penetra el perfume de las retamas

Porque si me siento sobre una roca cerca del mar y no te veo

Porque si tus brazos escapan de mi cintura profusa de enrona

No seré yo. Será mi cuerpo perdido en la penumbra de la muerte.

No serás tú, mi consejero y amigo de milagros esperados.

No será la vida, ni el sol, ni los tulipanes, ni las dunas…

Ya seré un recuerdo en la fachada desdibujada del calendario

Que ha perdido su color y su hermosura. Entonces me olvidarás.

Cada noche me olvidarás y en la neblina seré aire, humo y nada.

INFIEL



Apesta el olor a fritura en la galería. Los visillos dibujan filigranas sobre el corredor que lleva en damero a los fondos de la casa. Es vieja. Hace calor y hay humedad. Las chicharras clamorean sus atractivos sexuales buscando aparearse. Una modorra manifiesta se despliega en los dormitorios. Ventiladores perezosos desdoblan sus aspas gastadas, con zumbidos de insectos invisibles, sobre las sábanas de algodón que clarean las sombras. Hay perfume a clavo de olor, canela y vainilla, mezclado con otro hediondo. Puro sexo. Vómito y mierda.
Fantino yace semidesnudo bajo el sopor del vino y la cerveza. Ron y cachaza, noche tras noche, amancebado con las busconas de Puerto Las Palmas. Un vientecillo suave, mueve las cortinas de una puerta ventana, atrayendo aire con hedor a río que se entrevera con aromas interiores de la casa. Aire que espanta moscas y mosquitos que, en la oscuridad sacrifican, con su necesidad de sangre, la grosera piel del ajumado moreno.
            Temprano ha comenzado el ruido de los carros que llevan la pesca y los mariscos al mercado. Los gritos de los hombres que trabajan no lo despiertan de su interminable borrachera. Una gallina atrevida ingresa en la habitación en penumbra y picotea el piso donde hay restos mutilados de comida derrochada en la jarana. Nadie se atrevería, como el bicho, a acercarse. Seguramente, un zapatazo sería la respuesta. Sin embargo Nunila, escoba en mano, limpia el patio de tierra sacándole brillo al polvo cerca del catre. La cadera sazonada sostiene la enorme falda, de algodón blanco, que arriscada atesora su cuerpo mulatazo.
Las manos hábiles fabrican, para curiosos y extranjeros, metros y metros de puntillas en las sombras de la tarde, cuando espera el grito de Fantino que la llama. Odia esa voz. Odia al hombre. Odia el mundo y a las hembras que venden su cuerpo a esos machos y al infame gordo alcoholizado. Su marido. Está siempre tirado, pensando vivir sólo para copular noche tras noche, incluso contra la voluntad del cuerpo que apenas se resiste. Grotesco. Inmundo.
Nunila fue bella. Morena de ojos claros y larguísimo pelo ondulado con brillo de perlas negras. Creyó en él. Creyó que la sacaba del infierno donde vivió hasta los doce años. Del rancho, donde cada hombre era más y más bruto con el ron o la ginebra en su cuerpo infantil. Estaba allí, ahora, en la semi oscuridad de la vieja casa que guardaba un secreto. Antiguo caserón con estirpe de épocas pasadas, donde la riqueza relucía entre los marrulleros comerciantes que traían oro y plata de las minas del interior. También esmeraldas y putas.
Cada barco que atracaba era un escándalo en el puerto. Atiborrado de mujerzuelas y borrachos. Gritos y peleas, que acababan en las zanjas con sangre de algún infeliz nunca buscado por alguien.. Marginales. Para Puerto Las Palmas no había una ley y, si la había, nadie sabía cuál era.
Nunila en silencio sobrevivía al horror de todo ese horror. Callada, cocinaba plátanos fritos, marisco y pescado, arroz con cerdo y especies. Nunca le dio ni una moneda, el Fantino. Nunca. Sólo vivía de las manualidades. Pagaba a algunas rameras con los pocos billetes que conseguía de los extranjeros que en el mercado, se enamoraban de los encajes que elaboraba con habilidad de maga. Le daba dinero propio a las putas que tenían hijos criados por abuelas del campo.
 El áspero vino fiestero y el alcohol de caña, lo traía Amancio —socio de su marido— que en realidad era el dueño del burdel y de hembras robadas con engaño del interior empobrecido. La casa era de la suegra.
La morena era fiel. Era Nunila la “mujer” de Fantino. Salía, con el turbante entramado, que escondía el tesoro de pelo que usaba en una ceñida trenza. Ronroneaba cadencia la pollera suelta que le cubría hasta el tobillo. Descalza. Seria. No era igual a esas infelices que traían cada noche a la bullanga.
            A veces, se atrevía a los altos, por la escalera desvencijada y entraba en la gran alcoba de la señora Santina, la suegra muerta; y abría los cofres cubiertos de mantos de seda filipinos. Se ponía uno de aquellos trajes de seda que fueron la gloria de la madre de Fantino. Soltaba la cabellera. La sujetaba con peinetas de carey o nácar; y usaba los aretes de oro y zafiros que escondidos en un pequeño cajón de la cómoda, dormían en descanso de tiempo. Se transformaba en señora. En dama. Caminaba sobre la alfombra de Persia. Se daba aire con el abanico de plumas de ave del paraíso. El espejo le devolvía un fantasma. Gloriosa su belleza nativa. Majestuoso su porte de reina. El preferido era el verde agua, con encaje de Bruselas. Las enormes enaguas de lino aún conservaban la fortaleza del almidón. 
Nunila parecía una pintura arcaica de la colonia moribunda. El cuadro era de otro siglo. De otra vida. Después se desvestía, guardaba su secreto y volvía al traje de algodón blanco y al turbante. Nada sacaba para sí, su marido, si la atrapaba, le daría tantos palos como pelos tenía en la cabeza. La señora Santina su suegra, esa que ella cuidó hasta la muerte y que nunca la consideró esposa del hijo idealizado, no permitiría su travesura. ¡Si viera a Fantino! Borracho todo el día, encamándose cada noche con una, dos y hasta tres mestizas del puerto, cuando ella se encerraba en el dormitorio. Caería en otra apoplejía como la que sufrió cuando supo que, su finado Evaristo, tenía una manceba con nueve hijos por ahí, en las afueras del Puerto. Hijos que, por supuesto, hizo desaparecer sin recelo de la zona pagando a unos matones sin escrúpulos, antes de caer en esa inmovilidad que la desquició.
            Después, con el tiempo, la mulata tomó por costumbre pararse frente al cuadro de doña Santina para hablarle. Como le charlaba en el lecho, mientras le curaba las escaras evitando que se infectara. El calor era una molestia que irrumpía a destajo con toda clase de bichos, casi invisibles, que picaban y mordían la piel dejando heridas. ¡Insectos infernales!
 Otras veces, cuando le daba de comer, la madre se negaba a abrir la boca y algunas lágrimas corrían por su piel lechosa. Ella, con un pañuelo secaba una a una y le acariciaba la frente. Igual, nunca la quiso. Nunca devolvió un gesto, una palabra, nada. Nunila, bella mestiza, era hija incestuosa, tenía madre-hermana, negra y el padre blanco y borracho empedernido de ojos claros. Por eso alardeaba la mujer de los propios. Eran de cielo cambiante y, según se avecinaba una tormenta, mutaban en destellos tentadores en una mirada profunda. Un día en la feria, tropezó con un hombre que le dijo: ¡Hembra tienes ojos de mar tormentoso! ¡Sí que eres bella, serías mía si te atrapo! Huyó, dejando abandonada la cesta con la compra, sobre un mesón de madera en la calle.
Provocada por la seducción de las palabras escuchadas escapó. El hermoso extranjero trató de atraparla, corrió, pero lo evitó desapareciendo entre los callejones malolientes del puerto. Después, lloró su destino. Entre los paraísos en flor, lloró su suerte.
            Al regresar una mañana a la casona, un grupo ruidoso de gente; entre ellos dos vecinos que siempre la codiciaron, y Amancio la esperaban. Algo extraordinario había ocurrido. Fantino salió gritando por la calle. Cayó como partido por un rayo en las piedras mugrientas de la acera. Balbuceó algo. Una espuma blancuzca le burbujeaba entre los labios. ¡Nunila ayúdame! ¡Santina vino a buscarme! ¡Mamaaaaá! Luego, dando un revolcón en tierra, quedó sin conocimiento. Los ojos en blanco y uñas amoratadas como los labios. Fue lo último que se vio en él, antes de que se hundiera en la perplejidad de la muerte.
            Nunila con el señorío y silencio de siempre, redujo todo a un sepelio corto. Sin ruido y sin llanto equívoco. Pocos conocidos fueron para acompañarla. ¡Mejor!       
            Despachó con fiereza a prostitutas y al Amancio. Los parroquianos salían disparando cuando les tiraba con lo que tenía a mano. ¡Vuelvan a sus mujeres! Les incitaba. ¡Vuelvan a ser hombres de verdad!
            Una semana más tarde, limpió la casa. Pintó con cal cada habitación, lavó y cepilló ventana por ventana, mueble y piso, dejando que la luz de la vida regresara a la vivienda. Se transformó en la dama que soñó ser. Con la tela de los vestidos de doña Santina se hizo ropa a la moda de la época, se adornó el cabello con aquellas peinetas de la difunta y habilitó el salón, para que allí, se aprendiera a fabricar encaje. Pronto, las muchachas de otros barrios llegaron para aprender. El murmullo de las voces juveniles, le cambió el estilo a la zona.
            Un atardecer, estaba sentada Nunila en la galería, cuando vio que bajaba por la escalera misia Santina, resplandeciente con el traje de seda amarillo pálido, le tomó la mano y dejó en su palma una caja llena de joyas, que nunca supo, ni Fantino, que existían. Luego, le dio un beso en la frente y salió por la galería desapareciendo para siempre entre los jazmines.