El viento
azotaba las enredaderas de la terraza. Un ruido escandaloso de pájaros marinos
envolvía la tarde. La lluvia fina empapaba la tierra que despedía perfume de
romero y barro. Mi tristeza desplegaba harapos en las cornisas de las casas
empastadas de desdichas.
Era invierno en
mi corazón. Estaba sentada y junto a mi hermana en la sala. De pronto, sonó la
campanilla de la puerta que daba a la calle del puerto. Acudí al insistente
sonido. Abrí grande los ojos, sorprendida… allí parada, sonriente, estaban
Teresa con Valentín tomados de la mano.
Cerré la celosía
que detenía el suave viento del mar. Corrí el visillo de encaje que enhebró la
mano rítmica de tía Virtudes, en largas tardes de ensoñación. Tapé, así, mis
miedos. Las nubes, sobre la casa eran gárgolas glotonas de humedad. Se
deslizaban entre las oscuras olas. Busqué con mirada atenta a Teresa, mi
hermana que siempre leía, embutida en una capa de cachemira, imitando a un
murciélago rosa, envuelta, suave, en sus alas tibias. En el regazo el
infaltable libro de terror, absorbía el tiempo y su alegría juvenil que se iba
agotando con cada uno que leía.
La busqué y allí
estaba, sentada junto a la chimenea. Miré en mi interior escudriñando la
memoria. ¿Cuándo comenzó esta manía en Teresa? No encontré ni el “cuándo” ni el
“cómo”, pero su carácter había cambiado. Ya no era la muchacha amable y
juguetona que creció en nuestro hogar.
Mis padres nunca
permitieron que nos llegaran rumores de hechos desgarrantes o fatales, que nos
provocaran miedos. Su infancia había sido un: “Acorralarlos con horrores, donde
demonios descomunales y brujos instigadores depredaban su inocencia infantil”.
Las niñeras, guardianas justicieras, de la casa paterna, relataban historias o
los encerraban en los cuartos del planchado, alacenas oscuras o buhardillas
polvorientas castigando sus picardías de niños.
Tal vez
rememorando aquello, papá nos llevaba a la campiña. Nos permitía andar
descalzos corriendo en la gramilla. Cara al sol y a la vida que nos regaba su
esperanza. Así nuestra cabeza descubierta se abría a los sanos pensamientos de
libertad. Mamá nos leía en las tardes, frágiles historias de amor con finales felices
donde siempre “cazaban perdices”. Jamás relatos de ogros o brujas.
Entonces
llegamos a la edad en que tía Virtudes nos trajo una colección completa de
libros de aventuras, filibusteros, magos y fantasmas que nos permitieron
atravesar siglos de historias fantásticas. Imaginábamos maravillas que hoy
sabemos son irreales. Pero Teresa, había escapado en busca de un amor que nos traería mucho dolor. Si papá hubiera estado vivo, nos sentiríamos seguras, pero viendo a Valentín, con su mirada rugiente, el pensamiento nos sacó de la calma en que pasábamos los días.
Teresa era la menor y siempre rebelde, tomó la vida en sus manos descaradamente atrevida y torpe. El tiempo daría su respuesta. Nosotros sabíamos que esa sería otra historia de terror.
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