Parece un ave rapaz, con plumas ásperas como andrajos que caen sobre
la roca. No es otra que la joven Adelaida. Vivió un idilio con un Ícaro
imposible. La joven quedó extasiada con la mansedumbre del muchacho pájaro. Usó
un idioma inexistente. Algo arcaico y sin traducción posible.
Ahora, está acá, jugando en la rivera del río, sólo ataviada por un
enorme abanico de alas de mariposas. En su larga cabellera lleva un adorno de
perlas extraídas de su vestido de novia. No pudo usarlo. Canta, Adelaida canta
y rueda sobre una alfombra de pequeños escarabajos de vidrio. Sus ojos de
lluvia atraviesan la constelación de espejos donde se refleja un sueño.
El no regresa de su vuelo al sol. La saludó desde el aire; con la
mano sostenía plumas con anzuelos de acero, sonrisa de cera que derretía el
calor. Un enorme fuego cuadrado lo envuelve en sombras. No existe. Adelaida
llora pétalos de manzana. El piloto del ensueño vuela dando vueltas y vueltas
entre los álamos. Se ha quedado sin alas. ¿Adónde estará el nido de su amado?
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