Desde la calle la
casa se ve como cualquier casa. Eso sí, algo descuidada. Sucia tal vez, en
comparación a como lucía hace… 50 años. Llegué con cinco años y me fui a vivir
lejos con veintidós. Pasé momentos felices y tristes. Era mi casa. Ese rincón
increíble donde acunaba sueños. Mis padres la levantaron con esmero y pasión.
Era señorial como si allí habitaran seres con cierta noble ubicación social.
Era otra época. Le decíamos “la casa
blanca” por su fachada tapizada de mármol “travertino” y puertas níveas. Un día
comenzaron nuestras penas. Ya no había esa abundancia de mercado y heladeras
llenas. Papá estaba muy enfermo. Después de varios contratiempos se fue por ese
túnel dichoso que ven los agraciados. Él, era todo luz. Luchamos mucho para
mantener el bienestar, pero fue en vano. Pronto la casa nos desplazó con su injusta
grandiosidad. Salimos de allí y al cerrar sus puertas, dejamos infinito manojo
de recuerdos. La vida continuó.
Lejos, viviendo
lejos, casi no pensaba en los buenos tiempos de la casa. Algunas noches, soñaba
con sus habitaciones. Generalmente con el patio, las rosas blancas y los
jazmines. Los nuevos dueños le hicieron algunos cambios. Pocos en realidad.
Perduraba en el tiempo a pesar de los años que describían su carrera perenne
hacia el final de la vida útil.
Regresé después
de muchos años. Un día, inopinadamente me paré frente a la ancha puerta de
entrada. -¿Necesita algo, señora?- me dijo el intruso. -¡Sabe viví una vida en
esta casa… y a veces la sueño!- ¿Quiere verla?- ¿Si me deja?- dígame algo que
me haga saber que usted dice la verdad, que vivió acá.- ¡La escalera tiene
veintiún escalones y en el baño, de azulejos negros hay una repisa de cristal
negro, bien grueso, junto al espejo!- Pase. Pase. Es indudable que usted vivió
aquí.
La recorrí con
alegría y pena. Esa había sido mi casa. Jugué entre los canteros a las visitas,
subí escaleras siendo reina, bailé “El lago de los Cisnes” en el amplio
comedor. Entonces era una niña. Era una soñadora de estos cuentos que burbujean
en mi cabeza. El hombre me observaba. Y una lágrima corría indiscreta por mis
ajadas mejillas. Respetuoso hacía un silencio, que abarcaba mi sentimiento.
Cuando llegué, en
la planta alta, a lo que fuera mi dormitorio, una joven mujer, se acercó y con
tono ligero me preguntó: -¿Usted vivió acá? - ¡Sí!- le dije ¿Por?- el hombre la
miró duramente y carraspeó. -¡Por la presencia! - ¿A qué se refiere, niña?- A
una presencia que habita la casa.- ¿Una presencia? – Sí, la hemos visto todos,
es como un ser de otro mundo, que entra y sale por las paredes, camina, se esconde
dentro de los placares…, ¡pero no molesta!- ¿Dice que hay un fantasma? – Algo
parecido. No sabemos si es hombre o mujer…- Algunas veces no se deja ver por
cierto tiempo, luego regresa y se desliza sobre el piso como si fuera hecha de
alas de mariposa o de pétalos de flores…, bueno la voy a asustar.- ¡No, acá
viví cosas hermosas y tengo recuerdos que atraviesan mi memoria como eso, como
si me visitaran entes celestiales! – Señora, no le haga caso. Lo que dice es
cierto, pero no tenemos pruebas para demostrar los hechos.-
Quise salir de
allí, algo avergonzada, casi, creo, escapé. Ambos me saludaban desde la puerta
con sus manos en alto y me dije: ¿Y si las presencias son ellos? ¿Y si en realidad
estuve con unos fantasmas que me han hecho creer que son seres vivos? Un mar de
dudas me obligaron a mirar con mayor detenimiento la casa. Y noté que las
ventanas estaban cerradas y había mucho polvo en la vereda y en los diferentes
espacios que daban a la calle. No había luces encendidas. Me propuse volver de
día. Cuando volteé antes de cruzar la calle, descubrí que tenía un cartel que
decía: “Se Vende desocupada”.
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