Nadie supo como
abrió los ojos:
La casa estaba en penumbra. Una
pequeña ventana con la persiana rota dejaba entrar un rayo de luz que inquieto
iluminaba aquí y allá según la hora.
Marcelina se escapaba a distintas
hora para espiar por ese ojo de vidrio. Todo estaba sucio y abandonado.
Su mamá, preocupada, la buscaba
pues le habían comentado las vecinas que en la noche se oían voces. Hacía años
que la casa estaba deshabitada. Por lo que temía que algún malviviente la
hubiera usurpado. Nunca se veía a nadie.
La niña, que había cumplido seis
años soñaba con entrar y revisar cada rincón. ¡Había cadenas en cada puerta con
su candado enmohecido, era imposible!
Una mañana muy temprano la luz del
sol iluminó un rincón que había permanecido oscuro. Allí Marcelina vio un
muñeco de aspecto singular. Su piel de durazno apenas pintada y su pelo y barba
de lana rojo le recordaba a un personaje de su cuento favorito. De inmediato
quiso poseerlo. ¿Cómo entrar? Buscó a Rulo, su vecino. Su mamá le tenía
prohibido jugar con él, porque era algo grosero y hacía cosas feas. Además se
comía las uñas. Rulo se interesó de inmediato. Saltó la pequeña verja. Merodeó,
tanteó, golpeó y rebuscó un lugar de fácil acceso. Nada. Tomo su mugrienta
gorra, envolvió una piedra y la estrello en el vidrio.
Por allí entraron ambos. Marcelina
se hizo un tajo en la pierna. Le salía mucha sangre. Tomó el muñeco que ya en
sus manos le pareció grotesco y desagradable y se desmayó.
Cuando la mamá llegó y pudo entrar
la alzó en brazos, intento Salir por algún lado y no pudo. Grito hasta
sofocarse.
Rulo avergonzado le contó a su
abuelo, que llamo de inmediato a los bomberos. Al romper la puerta se sorprendieron
con la imagen. Madre e hija ensangrentadas apretaban al muñeco que servía de
tapón a la herida.
Nadie supo como
abrió los ojos la pequeña Marcelina para que no le quitaran su nuevo juguete.-
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