“Cuando
quedará mi cálida luna acumulada en mi cintura poblada de fantasmas que
blanquean al trasluz el bosque, allí donde pacen los unicornios y las gacelas.
El cielo se transforma en un oscuro escondite de la sombra, de allí saldrá una
nave de tránsito ligero. Viajará la niña, con su perro dormido entre los
brazos”.
La carta se cayó entre los pies de
la joven que sorprendida, miró tras la ventanilla del tren que volaba sobre la
planicie.
No comprendía el mensaje, era como
un lenguaje cifrado propio de la contienda. Comenzaba a nevar y la nana la
cubrió con una manta de piel. Un fuerte olor a alcanfor penetró en sus
pulmones. Sabía que estaba huyendo del infierno, pero no alcanzaba a
desentrañar el recado. La hiriente mirada del acompañante le daba temor, era
tan dura, tan inquisitiva que creyó imposible dormir.
Sin embargo el movimiento del vagón
y el suave calor que le prodigó la manta, le dieron un insinuante sopor, quedó
dormida, Y soñó. En la pradera se movía un caballo que galopaba con un
andar cadencioso y firme. Montado en él,
un hombre con la capa azul que envolvía su rostro y apenas se mostraba un
mechón de cabello renegrido. De repente el tren se detuvo en forma brusca y se
despertó. Ingresaron dos soldados vestidos con capotes negros, impermeables, de
rostro enrojecido por el frío. Pidieron los papeles y la nana, asustada entregó
el suyo y rebuscando nerviosa el de Ludmila, se arrebató frente a los jóvenes, que por inexpertos,
sólo osaban gritar en un idioma incomprensible. La muchacha les pasó el papel,
el mensaje. Ellos intentaron leer, pero en su ignorancia, amagaron pedirle a la
nana que les leyera.
La mujer abriendo los ojos y
respirando profundamente dijo:
“La niña Ludmila Trensky, es llevada a un
monasterio cercano a Moscú, para ser ingresada como enferma mental. Se ruega no
molestarla, es muy delicada de salud y su familia, está muy preocupada por su
destino” la firma es ilegible, dijo.
Ustedes saben que los médicos y los generales tienen escrituras muy
complejas. ¿Verdad?
Los inexpertos soldados, aceptaron
la respuesta de la acompañante. No tenían órdenes y no se animaron a persistir.
Descendieron del carromato y siguieron junto al tren hasta que éste se perdió
entre el humo y la niebla.
Ludmila, cerró los ojos y comenzó a reír.
Su risa engrosó el humor del vagón, otros rieron sin saber por qué.
¿Por qué les mentiste? Si ni tú, ni
yo entendimos el mensaje. Me parece que ellos no saben ni siquiera las letras…
sus ojos parecían los de un cordero enfermo.
¡Ay, Ludmila, si no les inventaba
eso, te llevarían y quién sabe qué maldades te harían! Te salvé la vida y
honra.
El caballero que estaba frente a ambas, se atusó los bigotes y
sacó una petaca del capote, y por primera vez sonrió. Bebió un largo trago de
vodka y
Dijo: ¡Realmente la felicito! Supo
engañarlos como corresponde, pero a mí, no. Y parándose, tomó a las dos de los
hombros y empujándolas las sacó de la cabina. La manta quedó en el suelo y el
mensaje cayó junto a la puerta. Era un extraño correo con notas de máximo valor
militar, pero el viento lo sacó por el pasillo y se fue volando por el aire
fuera del tren, perdiéndose en la nieve.
Hola Graciela, me agradan mucho tu estilo narrativo. Llegar a tu blog, es entrar en mundos sorprendentes.
ResponderBorrarBeso grande. Pat