Lo amenazó el ruido sordo de la calle. Ahora podía sentir que
alguien trepaba por la escalera de hierro y madera, con pasos atrevidos. Se
arropó en el sillón y cerró los ojos y apretó los brazos alrededor del retrato.
Victoria, siempre Victoria con esa sonrisa forzada. Su larga cabellera enrulada
que caía sobre el pecho adormecido. Era una mujer inexpresiva. Un misterio.
Nada sabía yo de su pasado, ni del presente. A veces venía. Buscaba tener sexo
conmigo y luego, sin despedirse salía sola para regresar cualquier día a
cualquier hora.
Pensé que era ella. Un golpe en la puerta lo inquietó. No era ella.
Se acercó a la puerta y observó por la estrecha mirilla. Un rostro de hombre
ausente, le dejó perplejo. No esperaba a nadie. Pregunto quién era y le
respondió una voz agradable. Abrió. Allí frente a él, estaba un personaje lleno
de fortaleza. De aspecto maduro. Su rostro suave pero varonil, enmarcado por un
cabello canoso sin estridencia; ojos de un brillo celeste verdoso, muy
expresivos, le sonrieron.
Al ingresar al salón, vio de inmediato el retrato de Victoria, sobre
el tapizado gastado del sofá, con una mirada que desplazó sobre el resto de la
habitación vio el fagot, junto a una pila de partituras. Era un ave muerta que
había dejado de sonar hacía un tiempo.
Gastón tomó un botellón con cognac, sirvió dos vasos de vidrio
común. El líquido de un brilló en la penumbra. Quiero hablar de Victoria, dijo.
Ayer se fue de casa definitivamente nos dejó. ¿Sabe si vendrá por acá? Y me
clavó una mirada acusadora.
Creo, que se fue con una beca a Viena, dije. Tomé un sorbo del
cognac y le hice una seña invitándolo a sentarse. Pero él, no aceptó. Fue la
primera vez que vi a un hombre llorar como niño. Salió sin decir nada y se
perdió por la escalera hacia la calle. El ruido debe haber tapado el ruido de
las bocinas y el golpe que lo dejó en el pavimento tendido.
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