miércoles, 27 de mayo de 2020

INTOLERANCIA




Escuchaba voces que hacían temblar el espíritu de los antepasados. No podía dormir. Temblaba. Recordaba las palabras sentenciosas y malvadas de los tíos, el fatídico día que supieron que mi madre no era católica.
¡Sentirás la ira de tus predecesores, de las ancianas matronas de la Villa Del Rosario, un lugar poblado por insignes devotas y pías mujeres!
Me reí en sus rostros que parecían de cera y vi en los ojos un refulgente color rojo iracundo. Salí de allí y busqué a Valeria, mi nana. Ella me abrazó y consoló mi terror.
Yo estaba sola en esa maldita casa. Mi madre se había visto obligada a viajar lejos por el odio que le apretaba la piel frente a esos ancianos melindrosos y astutos. Mi padre cuando partió a la ciudad trasladado a un nuevo trabajo de comercio exterior, quiso llevarnos pero ellos se opusieron tenazmente y allí quedé yo, con mi nana.
De noche no permitían que ella durmiera en las habitaciones superiores de la casa donde estaba mi alcoba, siempre se quedaba, sentada un largo rato, en la alfombra verde oscuro al pie de mi puerta. Esperaba que yo no llorara y al tiempo de puntillas descendía hasta una pequeña habitación junto a la cocina. Yo volvía a llorar tan pronto advertía que bajaba. Se escuchaba el ronquido de los tíos de papá como graznidos de cuervos. Me dormía de tanto temblar.
Pasó un tiempo y crecí, me estiré tanto que Valeria me llevó a la ciudad para comprar ropa y calzado que me permitiera mover con mayor libertad. Allí, supo que mamá trabajaba en una tienda cerca de la plaza y para allí fuimos. Mi madre me abrazó y no la quería soltar. Me sentó en su regazo y charló en un idioma que yo no conocía. Era del mismo pueblo de mi madre en Gales.

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